Relato 055 - El arma más poderosa del mundo

El arma más peligrosa del mundo es la que llevé ese día. La más salvaje, la más destructiva. Un arma tan poderosa que podría haber acabado con todos, con mi vida y la suya y con la de todos los que vivían aquel planeta. Un arma capaz de destruir un universo entero, de hacer que se convirtiera en paja y se desplomara como un castillo de naipes. Lo curioso es que no era más que un pequeño trozo de metal que cabía en una caja que metí en mi bolsillo.

Llovía. Parecía que el cielo se desmoronaba, se caía en pedacitos. Pequeños, líquidos, relampagueantes. Me protegía de esos trozos de nubes con un paraguas y un sombrero negros, oscuros como mi gabardina negra, tan oscuros y negros como era mi alma en los días que precedieron el final de esta historia. Me parapeté en la techumbre de un portal cochambroso mientras esperaba a mi víctima. Intenté concentrarme en algo, lo que fuera, que me distrajera de lo que iba a ocurrir en un rato. Lo mismo que había hecho siempre, mejor dicho, lo que había intentado; pero, como todas las veces, en esos instantes de antes de que tuviera que apretar el gatillo, antes de pasar la navaja sobre el cuello para que brotara la sangre, antes de desgarrar tendones, músculos y huesos, no lograba concentrarme en nada. Como siempre, no podía evitar estar nervioso.

Había odiado ese sitio desde que me bajé de la nave. El ambiente sucio y el olor a rancio me perseguían por donde quiera que fuese. El sol, o como lo llamasen ellos, casi nunca salía, y si lo hacía estaba envuelto en una especie de bruma que no era niebla sino el polvo asqueroso que desprendían las fábricas de todo el planeta. Pero claro, de eso vivían, de las fábricas de no sé qué minerales que se refinaban para enviarlos a otros sitios donde la gente era igual de infeliz pero al menos tenía el aire más limpio. O por lo menos olía menos rancio.

Llegué a ese sitio sin otra alternativa. Iba a tener que acostumbrarme rápido porque iba a estar por allí algún tiempo. Igual terminaba allí mis días, ojalá, como se dice, de viejo. O eso o me encontraban y acababan conmigo. Claro que cuántas veces lo había había pensado, que iba a ser el último lugar que pisara. Y de todas había salido. Cada vez que llegaba a un planeta, uno nuevo, pensaba que podría ser el último, que allí me acabarían atrapando. Una vida como la mía había sido tenía ese tipo de interrogantes, no saber si el último trabajo sería el principio de una vida entre rejas, o de la soga al cuello, o sentado en la silla. A elección del consumidor, depende de la bondad de la política y de los ciudadanos de turno.

Pero esta vez sería distinto. Eso me decía a mí mismo. Al fin y al cabo era una decisión mía, la primera vez que me había sentado, que me había mirado en un espejo y había hablado con la figura triste de ojos cansados que había al otro lado:¿Qué quieres hacer, muchacho? ¿Seguir con esa vida de huida, de saltos al vacío continuo, de a todas partes y a ninguna en concreto, de apretar el gatillo o el gaznate de turno? ¿O prefieres ser dueño de tus riendas, alejarte de toda esa basura y tener una vida decente, aunque sea en un lugar apartado y con olor a rancio como ese? Decidí que era mejor lo segundo, perderme de todo, ser don nadie, un desconocido sin nombre, alejarme de mi anterior vida y comenzar algo nuevo. Y fue así, hasta que me encontré con ella. La reconocí al instante, no tuve dudas. Debía ser mi última víctima.

¿Qué podía hacer, si no lo que hice, que es lo mismo que siempre había hecho? Seguirla, a todas partes. Conocer sus costumbres y sus inquietudes. Aprender de memoria cuáles son sus horarios, qué le gusta, qué le motiva, por qué odia esas cosas que odia. Es lo que hace un asesino a sueldo, uno que entiende bien su trabajo. Lo primero es conocer a su víctima, conocerla mejor que a uno mismo. Es el único secreto del éxito. Solo hay una oportunidad disparar el revólver, así que mientras mejor la conozcas, a tu víctima, más fácil será tener la suerte de tu lado.

Las primeras veces la esperaba en la oficina. Solo tres días por semana, para que no sospechara. Me acercaba a una cierta distancia y entraba por la puerta contraria, casi de sopetón, antes de que el tren se pusiera en marcha. Luego la observaba, reconocía sus gestos, los aprendía de memoria. Se puede saber mucho de una persona viendo su forma de moverse. Luego la veía bajarse y la seguía hasta su casa.

Reconozco que se me daba bien. Quizá por esa cualidad innata que siempre tuve de ser invisible, de pasar inadvertido en todas partes. Estoy seguro que ni me notaba. Ni su vecina cuando entré en el portal, ni la pareja con niño que bajaba la escalera cuando busqué su nombre entre los buzones, apuntando cada detalle, sus apellidos, su número, la letra de su puerta, en mi mente. Las dos cualidades de un buen asesino. Si desde siempre me dolía eso de que me ignoraran, que las muchachas pasaran de largo cuando me tenían a su lado, como si fuera una estatua, ignorándome como se ignora el aire, siempre tuve el don de la buena memoria.

Tienes que saberlo todo: dónde vive, en qué trabaja, a qué dedica sus momentos libres. Le gustaba el helado, las pizzas sin tomate, los jerseys de lana. Las series de misterio como la que siguió ese invierno, mientras yo la observaba en las noches de lluvia, fuera de su ventana, anotándome cada detalle. Le gustaban los bollos, el café caliente, la naranja amarga, los juguetes antiguos y los vestidos marrones. El sonido de las tazas y las cucharillas tintineando con los platos en la cafetería de la esquina, las mañanas de fin de semana en las que ir a leer cuentos en el parque. Los cigarrillos de menta, los tejados grises, un tipo con el que salió unos meses. Un día me colé en su oficina y registré en sus papeles. La oficina estaba llena de gente, ella estaba fuera, no me notó nadie. Salí por la puerta como había entrado. El plan iba a salir perfecto, me decía a mí mismo, esta vez puedes estar tranquilo. Pero me mentía. Aquello era nuevo hasta para uno de mi estirpe. Nunca había estado tan nervioso.

Ni que decir tiene que me sorprendí esa tarde en la que la invité a un trozo de pastel de crema. Y esa otra noche en la que me la crucé, casualmente, mientras volvía de cena con amigas. Y un fin de semana en la que me invitó a sentarme con ella en el parque y acabó emborrachándose con vino blanco y un ramo de rosas que le compré de camino. Son cosas que pasan, me dije, pero sabía que no era cierto. A mí esas cosas no me habían pasado, nunca, al menos en mi vida de antes. Yo era un asesino, uno a sueldo, uno de los buenos. Los asesinos no se enamoran, muchacho, no los buenos como yo había sido.

Dudé si era amor la primera vez que visité su cuarto. Dudé si decirle mi verdadero nombre cuando me preguntó por mi pasado. “Hasta aquí no vienen personas normales, con vidas resueltas en sus lugares de origen. Hasta aquí vienen forajidos, gente que no tiene otro destino que huir de su vida, la que tenía antes, y esconderse en este oscuro y remoto rincón de la galaxia, olvidado, para que el olvido pueda con la inercia de su anterior destino”. Me quedé petrificado cuando oí esas palabras. Parecía que me había leído el alma. Fue la única que no pasó de largo y la única que me entendió en mi vida. Quedaba poco para que se convirtiera en mi víctima, la última de una vida matando.

Seis meses después, un portal cualquiera, en una calle vieja y olvidada. Dos desconocidos que cruzan sus miradas. Llueve, maldición si llueve. Mi ropa negra compite con la oscuridad de mi alma, con las dos décadas de cuerpos destrozados que llevo tatuados en mis intestinos. La hora suprema de apretar el gatillo comienza con un beso en la mejilla: “¿Vamos a algún sitio, que estás empapado?”. Le digo que espere, que se quede un momento que tengo algo que enseñarle.

Una puñalada en el pecho, allí donde late su corazón rojo. La cuchilla de afeitar en el cuello. Una bolsa que le quite el aire que respira y la asfixie. O eso, o salir corriendo y tirarme del edificio más alto. El arma que decide el mundo, una vida, el universo entero. Rebusco en mi gabardina, encuentro la cajita, la saco. Capaz de transportarme al cielo o de llevarnos a los dos al infierno. Abro la caja, ella la mira. Un pequeño trozo de metal que brilla cuando pasa un coche a nuestro lado. “¡Oh!”, escapa de su preciosa boca. “¿Te quieres...?”, empiezo a decirle. “Claro que sí”, me dice sonriendo, con lágrimas que salen de sus ojos, que se confunden con el cielo cayendo y resbalando hacia la alcantarilla mientras le coloco el anillo, mis manos temblando de emoción, o miedo.

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