Relato 053 - Pum, pum, pum, pum…

PARTE 1

Ernesto no iba a parar de correr. Sus pulmones podían quedar vacíos y su cuerpo extenuado, el sudor podría llegar a bañar toda su piel, pero el agobio y la ansiedad tenían que quedar atrás. Y así, como estelas de luces en una autopista, la velocidad de sus piernas lo fue impulsando hasta la meta que había imaginado y sus recuerdos fueron quedando atrás.

El edificio en la noche descansaba tranquilo. Una estructura sólida, aunque sólo estructura, acogería desde entonces los caprichos de Ernesto. Perdidos él y el edificio en las promesas del pasado, querrían ver ahora un nuevo amanecer de sosiego, de paz, de tranquilidad; mas aun tendrían que ser buscados en los puños y nudillos de aquel hombre que, estampándose una y otra vez en las columnas, marcaban de sangre y de pasión al gris que todo lo envolvía.

A punto estuvo Ernesto de estampar también su cráneo en aquellas vigas, de hacer que todo se desmoronase, incluso ese edificio olvidado y su maltratado cuerpo, e inundar el suelo con su sudor, su sangre y sus sesos. Mas, sin duda, el innato instinto de supervivencia característico del hombre, así como del resto de los animales, lograría contenerlo.

Eso sí, su espalda se dejaría deslizar por la golpeada columna para dejar a Ernesto sumido en su propia debacle física y mental y en los sueños más oscuros.

El monótono sonido del tambor lo despertó. Nunca pudo averiguar con certeza cuánto tiempo podría haber transcurrido; aunque deseó que el suficiente como para haber conseguido dejar su mente en blanco.

Leyó un folio escrito.

“Resonó con estruendo el jarrón sobre la mesa. En pocos segundos se perdió la forma y de lo que fue, partido ahora en innumerables pedazos, nunca se sabría. Las rosas que lo ocupaban quedaron en el suelo y sus pétalos rojos, separados. La voz de Carolina retumbó como el jarrón.

—No podemos seguir así. ¡Estoy harta! ¿Qué pasó con tus caricias, como me tratabas antes? Y me sigues diciendo te quiero, te amo, mi vida; pero yo no lo siento. Esto se tenía que acabar, y ya ha llegado el momento. ¿Te piensas que ahora, con esa carta, podremos subsistir de alguna forma?

—Todo se puede arreglar, cariño. Dame una oportunidad.

—Pero es que no te quiero. No te soporto. Tu pasión se ha convertido en frialdad, y ni siquiera actúas. Te pasan por encima y te quedas ahí parado, y te seguirán pasando, y te seguirán aplastando. ¡Reacciona de una jodida vez! ¡Haz algo!

—Lo haré, cariño.

—¡Yo sí que lo haré!

Como si le fuese a caer un rayo en ese mismo instante si no se iba de allí, la muchacha abrió un bolso y dejó caer toda la ropa que cupo. Fue al baño y medio armario lo vació. Dos bolsos logró cargar antes de escapar por la entrada y cerrarla de un portazo.”

La sombra de don Carlos se dejó caer por el espacio vacío, aproximándose a la columna.

—¿Qué hace usted aquí?

—Buenas, Ernesto.

—¿A qué ha venido?

A pesar de la oscuridad que consumía la parte frontal del cuerpo de don Carlos, Ernesto pudo averiguar que en aquel hombre se había producido un cambio. Al menos, pensó, un cambio en el físico ya indica algo. Lo dejó hablar.

—Me habían dicho que estabas en una situación lastimosa, pero nunca pensé que lo fuese tanto… Traigo algunas latas de atún y de judías y pan, si me dejas quedarme.

“Estaba sentado frente a la mesa. El último cliente de la mañana ya había sido despachado. Estiré la espalda todo lo que pude alzando los brazos, tratando de quitarme la tensión y la humedad acumuladas entre las vértebras, cuando una mano tocó mi hombro y una voz ronca me apremió: “Ernesto, acompáñeme un segundo, por favor.”

Me erguí y seguí al individuo por los estrechos pasillos infestados de planchas de metacrilato y despachos, a uno y otro lado, hasta llegar al de él. Se sentó y se acomodó en su sillón estirando las piernas, y estirando un brazo y la palma de la mano me invitó a sentarme frente a él. Tanteé el terreno y traté de acomodar mi espalda a aquella silla. Tuve el tiempo de observar por un instante la mesa y el montón de papeles acumulados encima (fondos de inversión, hipotecas, gráficas, sumas, restas y demás parafernalia bancaria), así como la plaquita honorífica de Dr. D. Carlos Díaz Guzmán: En agradecimiento por el apoyo prestado a las familias y sectores más desfavorecidos de la Excma. Ciudad de San Cristóbal de La Laguna., antes de recibir un sobrecito color crema y el inesperado “Hemos de decir, señor Ernesto, que lo sentimos mucho, pero queda usted relegado del cargo. En otras palabras, está usted despedido.”

Don Carlos se acercó a Ernesto, quien sentado acababa de prender el papel escrito con el mechero. A la luz de la combustión recibió Ernesto la pregunta de “¿quieres un poco de atún?”. La espalda de don Carlos pareció contraerse aun más con esta pregunta, en un símbolo de sumisión que resaltaba más si cabe la pronunciada joroba que sostenía. Tuvieron que mirar al techo: Pum, pum, pum, pum… A ritmo acompasado volvió a sonar el ruido del tambor. Luego paró.

—¿Te has dado cuenta? –preguntó don Carlos- Cada mañana y cada noche vuelve a sonar el mismo ruido… No sabes nada, ¿no?

—No. ¿Qué tendría que saber?

—El bicho que se oculta ahí arriba. La leyenda… Es increíble que todavía no te hayas enterado. ¿No te parece raro que cada día suene el mismo ruido ahí arriba? Porque de algo debe proceder, ¿no?

—Vamos, me imagino.

—Pues dicen que ahí arriba se encuentra el mayor ladrón que ha sacado este país. Según dicen habría atracado ya como quince sucursales bancarias, o más, y un sinfín de chalets y de casas. Ahí encima tendría el hombre un botín que no seríamos capaces de gastar tú y yo ni en toda una vida.

—¿Y cómo es que la policía no ha venido a cogerlo?

—Porque al final nadie se cree esa historia; pero ese ruido…

Pum, pum, pum, pum

 

PARTE 2

Pum, pum, pum, pum… Una y otra vez el palo sostenido por aquel hombre de barba poblada y canosa y piel curtida por el sol y los años retumbaba sobre el tambor. Piel de cabra y madera, el instrumento. Él, sin nombre todavía, cubríase con un taparrabos y andaba adornado por una cuerda anudada al cuello de la cual pendía un trozo de madera en forma de media luna.

Sentado, con las piernas cruzadas, contemplaba el ocaso para despedirse del sol, mientras con el tambor le rendía el culto acostumbrado. Se paró luego a escuchar el batir del mar contra la orilla y estiró los brazos hacia arriba e inclinó el torso hacia adelante. Parecía que quisiese fundirse con todo aquello: con el mar, con el suelo que lo soportaba, con el techo que lo cubría, con la música que antes proyectaba, con el cielo, el sol que iba, con el universo, con todo. Se respiraba paz en aquel hombre, y cuando se introdujo en el habitáculo donde se encontraba la muchacha tendida y acercó las manos hacia la espalda desnuda de ella, éstas parecían desprender una energía o un halo mágico o un destello irreal que hizo que la chica, como abducida, se incorporase a abrazar al viejo.

Los dos cuerpos se tocaron y los ojos de uno observaron con paciencia el rostro del otro, como si quisiesen conocer cada poro, cada arruga y cada mancha. Las manos del viejo acariciaron con sus yemas las mejillas de la muchacha, y ésta descendió con sus dedos por el ombligo del hombre, el pubis y el falo. Con sumo cuidado frotó su verga erecta mientras el hombre juntaba sus labios con los de ella. La mano anciana, que antes acariciaba las mejillas, pasó a deslizarse por el clítoris ya humedecido de la muchacha. Y así, como dos perfectos desconocidos que tímidamente abren las puertas para dejar ver su corazón, el gozo llegó a sus cuerpos y el entendimiento al alma; y el grito del amor, como el del tambor, resonó fuerte.

No hubo nunca palabras de por medio. Ya los gestos y las acciones se encargaban de comunicar todo lo que hubieran de decirse. Aparentemente había ya olvidado la lengua como vehículo para el entendimiento. En ciertos casos las palabras están de más, y éste era uno de esos casos.

El viejo se ajustó el taparrabos y levantó del suelo su delgado cuerpo. Se puso en cuclillas para besar la frente de la muchacha tumbada. Le hubiera gustado decir “te quiero, hija”; pero esta vez, como en anteriores ocasiones, tampoco habló. Pasó a otra estancia más amplia y se sentó con las piernas cruzadas a esperar un nuevo amanecer.

Los ojos del viejo se abrieron al compás del tamborileo y de la salida del sol. Pum, pum, pum, pum… Dejó el tambor a un lado, unió las palmas de sus manos frente a su pecho e inclinó el torso hacia adelante, mostrando su respeto y devoción al astro rey. Levantose, como absorbido por el cielo, y se dirigió hacia un pequeño baúl de madera de donde extrajo su revólver. Metido en un saco se lo echó a la espalda y, ya dispuesto, bajó las escaleras.

A Ernesto y a don Carlos se los encontró durmiendo y la suavidad de los pasos del viejo no habría de inquietar el sueño de ambos. Salió del edificio ruinoso y recorrió miradas de sorpresa y espanto y calles transitadas y más vacías. Bares y terrazas con gente y con comida. Cogió medio sándwich de pollo de un plato. “¡Eh, oiga! ¿Qué hace? Ese sándwich es mío”. El dueño de la comida se levantó de la silla para perseguirlo; pero el viejo, como si oyese llover, siguió su ruta. El otro tuvo que desistir. Luego, un café con leche a medio acabar.

Los tonos del amanecer, junto con el sueño, confunden la vista, y la imaginación, más si cabe, se une y se presenta ante la realidad. El viejo imaginaba y vivía a un tiempo lo difuso del alba y, entre lo confuso y lo borroso, llegó a vislumbrar una casa que se diferenciaba de las demás por su tamaño y elegancia. Se aproximó al muro exterior de la vivienda, saltó y consiguió escalarlo y pasar al otro lado. Un jardín cubierto de naranjos lo acogió. Tomó una naranja de uno de ellos. Se la pasó por la cara masajeándose las mejillas, los ojos, la frente y la barbilla. La besó. Y cuando estuvo satisfecho se sentó a degustarla donde mismo la había cogido, con el placer que sólo las cosas naturales pueden dar.

Y pensó en los cazadores de antaño, en la Edad de Piedra, en las pinturas rupestres, en las cuevas y en los chamanes danzando y cantando alrededor de una hoguera. En la luna llena. En los cánticos que harían traer abundante caza y alimentos al pueblo. Y sólo movió los músculos de la mandíbula para escupir la cáscara y la lengua y los labios para sorber el jugo. El equilibrio estaba ahora en él (la paz, la comunión con la naturaleza) como lo estuviese en su momento con los indios sioux o los cheyennes o los iroqueses. El Gran Espíritu dominaba ahora el jardín, aunque no el mundo.

“¿Quién anda ahí?”, preguntó una voz. Con la parsimonia acostumbrada, el viejo soltó lo que quedaba de la naranja en la tierra y levantó su cuerpo. Introdujo el brazo en el saco y agarró el revólver. Tres disparos resonaron en el aire e impactaron contra el pecho del propietario de la vivienda. Los pájaros callaron, se detuvieron las nubes y el cuerpo del hombre se desplomó en el piso. El cielo adquirió unos tonos anaranjados y grises y los naranjeros se tiñeron de rojo. El viejo rastreó el cuerpo del hombre muerto y metió una cartera en el saco. Entró en la casa y llenó la bolsa con joyas, dinero y fotografías. Preparó dos tazas de café y volvió junto al cadáver.

Lo colocó sentado, apoyado en un naranjero, y puso una de las tazas en la tierra, frente a él. Luego se sentó él como de costumbre, con las piernas cruzadas, mirando al muerto. “Yo soy Lobo Triste. No me bautizó nadie. Mi nombre me lo puse yo, porque me conozco. Veo que tú te llamas Emilio, pero tu nombre es irrelevante. No cuenta nada. Cuántos Emilios no habrá en el mundo. En cambio, Lobo Triste…

 

PARTE 3

Las escaleras formaban un tubo enorme en dirección al cielo. Ernesto apoyó el pie derecho en el primer escalón y se paró. “Hay que cuidarse”, le comentó Carlos mientras le tendía una Glock 18 y se guardaba él su revólver Smith & Wesson bajo el cinto. La joroba de don Carlos iba perdiendo ya su pronunciada curvatura. Tras observar bien la pistola, Ernesto hizo lo mismo que hiciese antes su compañero con el arma y comenzó a subir. No sabía bien por qué lo hacía, con qué intención, pero las piernas se seguían moviendo y sus ojos captaban el avance. Era como atravesar una bruma espesa: uno no sabe nunca a dónde puede llegar, mas sí es consciente de que debe salir. Si no es otra cosa, el destino lo espera en otro lugar.

Se disipó la niebla, en la mente de Ernesto o en el mismo edificio, y alcanzaron la última planta. De pronto, el sol del oriente les cegó la vista y un canto como de sirena se escuchó en la luz. La espalda de don Carlos quedó recta como una tabla y su revólver apuntó al frente.

“Pobres marineros perdidos en la inmensidad del mar. Nunca regresarán a tierra, pues la tierra no es para ellos. De ellos es el mar y el mar los abrazará. Pobres marineros perdidos en la inmensidad…”

La cortina de luz fue cayendo y la visión de la diosa hizo su aparición ante las atónitas miradas de los náufragos. “Carolina”, pensó Ernesto. La mujer desnuda avanzó hacia ellos con la mirada perdida en algún punto tras las espaldas de los dos hombres y sin expresión alguna en el rostro. El intento de Ernesto de besar sus labios fue en vano.

Los dos hombres cayeron al suelo fulminados mientras la muchacha continuaba avanzando con paso firme por entre ambos cuerpos. Los agujeros de las balas dibujaban unas espaldas ensangrentadas cual alfombras rojas, algo pesadas, sobre el piso. Lobo Triste guardó su revólver en el saco y lo dejó caer. Los cuerpos del viejo y la muchacha se fundieron en uno. “Te quiero”, dijeron a la vez, y ya no era un quererse mutuo, sino un querer al mundo, al universo que ambos habían construido. Y el edificio se calentó con la combustión de los cuerpos de Carlos y Ernesto, y ardieron con ellos el dinero y las joyas.

Las fotografías quedaron entre la hoguera y los vivos, quienes las observaban, sentados. Quizás buscaban en ellas la nostalgia de un pasado, la idea romántica de un futuro por hallar.

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