Relato 053 - El tiempo desmayado
El tiempo desmayado
Son tristes, Eliacim, muy tristes, las vulgares amanecidas de la ciudad, esos indecisos instantes en que los hombres aún no se atreven a hablar en voz alta y las mujeres, como bestias soeces, orinan desgreñadas y todavía medio dormidas.
CAMILO JOSE CELA, Mrs. Caldwell habla con su hijo
La vida puede presumir de ser un escritor prolífico y de buenas maneras. La vida, que me huye a borbotones cada día, acumula renglones en sus amplios y espaciosos lomos, amontona historias, sin desfallecer, con el fervor de un coleccionista apasionado. La vida campea a sus anchas por la vida, haciéndose notar pero sin darse importancia y, como Pedro, me niega tres y mil veces su preciado regalo y también su oficio. Los surcos del recuerdo se ausentan, olvidando incluso al esforzado arado que los abrió en canal, ese vacilante cuchillo de plata que hiende estelas de abono y minerales sobre la costra de la Tierra, como el beso tibio y profundo que desmaya, a golpe de enamoramiento, los tiempos del ser y de la vigilia.
Al abuelo Vicente, que le dicen el tío Oliva, no le conocí hermanos ni fotos de juventud; se conoce que nació así: pequeño de talla, severo y con el gesto serio las más de las veces. De haber nacido en Roma, cuando el Imperio, habría vestido el ánimo firme y la toga de un senador. Pero, no; Dios lo echó al mundo por las vegas que riegan el Tajo y el arroyo Marlín, en Navahermosa, ya no muy lejos de los montes de Toledo.
Luis hizo el segundo de cuatro hermanos, entre Carmencita y Emiliano; en la segunda casa del pueblo, la del camino del cementerio, aún debe andar colgado en la salita el retrato de niños, en tonos grises, de los tres, sonriendo ante los ojos del color del ámbar de la lechuza disecada, inmóvil sobre el aparato de televisión, al calor olvidado del brasero de picón, escondido bajo las faldas a cuadros de la mesa camilla. El pequeño, Vicente, falta; se conoce que la abuela Anastasia, cuando tomaron la fotografía, le estaba todavía por hacer. Si se fija bien uno, Emiliano, el mayor, no termina de sonreír; ya se adivina en su semblante enjuto el carácter fuerte que gastaría después. Una mañana de febrero, después de apurar su cortado en el bar de la esquina, y guardar en la cartera, bien doblado, el número del cupón de los ciegos, acabo su paseo diario arrojándose a las vías del apeadero de Puente Alcocer; se desplomó como un fardo al paso del mercancías, que lo arrastró cincuenta metros o más. Dicen que parecía un muñeco de trapo dando volteretas sobre los raíles.
— ¡Venga hombre, no ira usted a hacer esa burrada!
— ¡Y a mí ya que más me da!
— ¡Por Dios!
Y era bueno; como el pan recién hecho de bueno, pero de genio bravo y vivo, eso sí. Ni un año hacía que había salido de la Barreiros con los papeles arreglados de la jubilación.
— Luisito, el domingo te vienes a casa a comer, que la tía tiene pensado hacer cocido.
La tía Inés es pequeña y todo le engorda; trastea en su cocina de dos por dos con una agilidad sorprendente para sus kilos. Cuando llego, me arrima a su lado, entre fogones, y el pequeño batiscafo, tapizado de baldosines blancos y grasientos, inicia las maniobras preparatorias y se hunde en las profundidades. Por la pequeña ventana, el corazón misterioso de un oscuro océano de patios interiores late.
Majando cinco dientes de ajo, un pellizco de orégano, algunas migas de pan y un par de almorzás de harina de almortas, la tía Inés prepara un plato grande de pequeñas almondiguillas fritas, que luego reparte como simiente en la sopa del cocido. El primo Vicente, que no come una mierda desde chico, se pone malo al ver el plato, y le falta el tiempo para hacerse el remolón y empezar a joder la badana. Al final, termina por comérselo todo entre hostia y hostia.
Luis, aunque ya va muerto para más de diez años, sigue hablándome en sus visitas —con el misterio por mortaja que únicamente los muertos se pueden permitir— del enigmático pasado portugués del abuelo Vicente, el tío Oliva; se conoce que la miseria rayó lo insoportable, y la familia emigró hasta España desde Elvas, en el Alentejo, algunas generaciones atrás, acarreando a la espalda cuatro bártulos mal contados y el recuerdo, medio desvaído, de un glorioso pasado de conquistadores.
A los muertos, a menudo, además de tierra se les da olvido, sin reparar que, con ello, se mueren otra vez.
A Camarena la muerte lo sorprendió en cuclillas. El hombre andaba en la terraza, poniendo en orden unas garrafas de agua mineral, cuando lo sorprendió el envite de la guadaña, y lo dejó así, igual que si estuviera haciendo de cuerpo, con los ojos cerrados y sin apretar, claro. Paquita, su mujer, la pequeña de la bisabuela Antonia, la abuela Galla, tardó varias horas en comprobar que no cambiaba de posición y, cuando al fin comprendió lo que ocurría, sin atreverse siquiera a tocarlo, levantó el teléfono entre lágrimas para llamar a la familia y comunicar la noticia. Camarena, el tío Pepe, pasó la vida con el culo pegado al asiento del conductor del correo que hacía el trayecto a Valencia. Bien mirado, si no fuera por lo serio del asunto, tiene gracia que al final la muerte se lo llevara sentado.
Cayetano, el inquilino de la habitación interior de la pensión de la señora Toña, comparte el nicho de apenas unos metros que le ha tocado en suerte, con el insoportable olor de sus pies y los cuernos con que, supuestamente según él, Juliana le corona a poco que tiene ocasión. Cuando anda de buen humor y no se acuerda de la novia, da gusto oírle hablar de sus conquistas; no escatima detalles, por escabrosos que sean, y mueve las manos para todos lados, como si fuera un hombre del tiempo manchego.
—Ya le noté yo en el mirar húmedo que andaba con ganas de rabo. Y razón no me faltaba, que no le llegaron los cinco polvos que le apreté.
— ¡Amos anda!
Aquel viernes de octubre la habitación desprendía un tufo a salitre y tráfico portuario. A no ser por los ojos, tan abiertos absurdamente a la oscuridad, y la verga dura y desafiante que se le adivina bajo el calzón, Cayetano, tan muerto, tan hundido en el estrecho camastro, parece ya dispuesto a recibir tierra. A falta de coronas de flores y pálidos cirios, bajo el rodal de luz amarilla de un flexo oxidado, sobre la mesilla ridícula, le velan una botella mediada de aguardiente blanca y dos cajas destripadas de lormetazepam.
El abuelo Vicente, el tío Oliva, gasta boina redonda, echada apenas a un lado, y un Celtas sin emboquillar afincado en la comisura de los labios. Como anda siempre enredando sin dejar de dar chupadas al cigarro, se da una maña estupenda en quemarse la pechera de las camisas; pocas se han librado del rastro de hoyuelos cenicientos que suelen dejar en la tela sus descuidos.
— ¡Vicente, la ceniza!
—Ya mujer, ya.
Las farolas esta mañana, de madrugada, se arriman a los troncos de los arboles del paseo en su camino hacia un cielo enfermo de noche todavía; su luz indecisa y amarillenta incendia el corazón de las copas, blanquecinas por la helada, inflamándolas de un resplandor tenue y misterioso, como de iglesia. Cualquiera diría que se dan calor.
— ¡Hola, holita!
El conductor del autobús no responde.
— ¡Hooola, holiiita! —insiste aún más fuerte, mientras retira el cambio.
La tonta toma asiento con una alegría inconmensurable, con una felicidad rotunda y obstinada, con un ánimo tozudo, inasequible al desaliento, que no entiende de tristezas congeladas al despuntar el día, ni se contagia del silencio de las meditabundas somnolencias de los pasajeros. Con la sonrisa anclada en los labios como un tatuaje, en estas horas tempranas todavía a medio hacer, la tonta parece una desvergonzada.
Sorteando los racimos de chorizos y morcillas que cuelgan de las varas atravesadas, a la caricia del humo, la tía Basilisa aparece en la cocina y se arrima a la lumbre. Son días de matanza; lleva en las manos el hígado sangrante del guarro que acaban de sacrificar. Anciana Vestal, arrebatada de negro, que espera de la entraña el augurio de los dioses y el fulgor de la llama sagrada que abandono en el templo a su suerte.
Cierro la pluma e intento, a toda prisa, ordenar los pequeños papelitos en los que aprieto estas líneas, de caligrafía liviana y deprimida, como falanges de insectos corriendo por la cuesta abajo. A ella le gusta el orden. Paula acaba de llegar. Lo sé por el rumor apenas perceptible de sus pasos amortiguados, deslizándose por la alfombra de la entrada. El tenue perfume que usa me acaricia, nítido y ligero, gracias a la corriente de aire que se abre paso desde la puerta entornada; como una daga de terciopelo que anega los canales vacios de mi consciencia, un aroma de vida que se cuela a hurtadillas por las rendijas del desanimo.
Existen enfermedades despiadadas, crueles e inmisericordes; otras, en un macabro ejercicio de equidad, te agudizan los sentidos, sin que por ello cejen en abonar el camino que inevitablemente te conducirá a la muerte. Sin duda, una de estas últimas me ha escogido.
—Cielo, ¿estás ahí?
—En el estudio, cariño…ven.
Su presencia avanza poderosa por el pasillo, y puedo verla en la habitación segundos antes de que llegue. Los primeros tintes de la noche, tomando posesión de los espacios, no impiden que distinga sus ojos verdes; perlas de jade bellamente engarzadas en unas cuencas profundas y misteriosas. Menuda y silenciosa, entra en la estancia; bajo el brazo izquierdo apenas puede sostener un abultado paquete de libros que no soy capaz de identificar, la mano derecha, lívida, ruega por el torrente sanguíneo que han estrangulado las afiladas asas de plástico de dos grandes bolsas repletas de fruta. No puedo levantarme a besarla —hace ya semanas que el insaciable alacrán ha devorado la masa muscular de las piernas—, pero antes de que el pensamiento se agote, su abrazo y sus caricias envuelven el dolor, calman el deseo, alivian la ansiedad.
— ¿No escribes más esta noche?
—No, el cansancio llega cada vez antes.
— ¿Avanzas?
—Sí, todo, lentamente, va tomando forma.
A duras penas puedo mantener los ojos cerrados; mientras la solemnidad de una cantata de Bach refresca el aire viciado, me hago un ovillo en la butaca e, hipnotizado por el extraño brillo que desprende el equipo de música, pierdo la consciencia, oyendo como Paula siembra un rastro de ruidos familiares y acogedores al comenzar a poner en orden la casa.
A la tía Valentina, la de Gervasia, a la que le murieron todos los hijos en la guerra, esto de la electricidad, le ha pillado ya como a trasmano y con una pila de años a las espaldas; no es fácil desaguar del corazón y de las costumbres tantas noches de sebo, mecha y candiles, como no resulta sencillo desterrar del alma las dentelladas del hambre avariciosa de las trincheras para con los suyos. Así que la mujer, por donde pasa, a la que oscurece, arrima la boca con más tiento que fe y, apretando los labios, lanza unos voluntariosos soplidos a las bombillas que, aunque acusan los bufidos, no se apagan, claro está.
— ¡Pero quiere usted parar quieta, que se va a quemar! ¡Mil veces le tengo dicho cómo funcionan las llaves! ¡Diantre de mujer esta!
Por la estrecha vereda por la que se llega a Los Alares, el abuelo Vicente, el tío Oliva, empuja de buena mañana, entre sudores, el carro grande, el de acarrear el agua de la fuente; en las bocas donde se acoplan las cantaras van embutidos los muchachos, Luis y Emiliano, compartiendo hueco y viaje con docena y media de melones.
Al doblar el recodo, cuando ensancha la senda, cerca de la pila de piedra donde abreva el ganado, los milicianos han hecho un alto y fuman tranquilos. El comandante agarra el viejo máuser, se adelanta y pega un grito que revienta el silencio, rebotando de peña en peña con un eco fantasmal que cuaja las sangres.
— ¡Tú!, ¿cómo te llamas?
—Vicente Olivares.
— ¡No, no, el apodo!
El abuelo Vicente, el tío Oliva, aterrado, obedece antes de que el vientre se le raje como una sandia; y el hombre, mientras la partida conquista a duras penas las cuestas del camino y desaparece en el monte, se arrima corriendo a la cuneta, con el calzón largo a media pierna, a cagar el miedo que le ha invadido las tripas.
Estos badenes que hacen guardia en el andar de las sendas, albergan intimidades insospechadas, desesperadas y terribles; son testigos y se abonan de los hilillos de sangre que rebosan los labios de los ajusticiados en la madrugada, dan fe, como notarios de la naturaleza, de las últimas voluntades de los que sienten próxima la partida, toman nota de las postreras y emocionadas palabras de amor, confesadas en voz baja a las briznas de hierba temblorosas, obran como tibios estercoleros que recogen las heces incontenidas de la desesperación y el miedo. No sería de extrañar que, el día menos pensado, el gobierno de turno promulgara un edicto que otorgara a todas las cunetas la condición de tierra sagrada.
Dos años atrás, una dolorosa e inesperada viudedad me había sumido en un estado de estupor y bloqueo, incapaz de plasmar una sola línea en la inmensidad blanca del puñado de páginas que esperaban convertirse en el tercer capítulo de mi nueva novela. La incertidumbre además atenazaba mis sentidos, a la espera de conocer, en pocas semanas, los resultados de las pruebas médicas que descartarían o confirmarían definitivamente señales preocupantes sobre el funcionamiento de mi sistema neurológico. Parecía que todas las fuerzas negativas se alineaban, dibujando una carta de navegación negra y profunda; un augurio fatal cincelado con fuego por cartógrafos que no pertenecían a este mundo.
Pese a todo, decidí hacer frente a la adversidad y moverme; mi mente obsesionadamente repetía que no resultaba conveniente permanecer quieto en situaciones límites, aguardar escondido e inmóvil suponía abrir de par en par las puertas a la muerte, y no deseaba desaparecer acurrucado, como una bestia herida que aguarda que la rematen; no, al menos, antes de tiempo, si es que al final los ansiados análisis ratificaban todas las sospechas sobre la fragilidad de mi salud.
Los primeros compases de la novela pretendían introducir al lector en los orígenes de una oscura familia gallega afincada en las tierras zamoranas que rayan con Ourense, en la comarca de Sanabria, al abrigo de los misteriosos y desoladores montes de la sierras de la Culebra y la Cabrera, y bañadas por las lóbregas aguas del rio Tera. Aunque mi mujer, gallega e imbuida de una extraña y extensa sabiduría sobre su tierra, había sido la mejor fuente de documentación en los meses previos a su fallecimiento, no conocía la villa de Puebla, capital del valle y lugar donde tenían lugar los acontecimientos de mi historia; una historia estancada, como las inquietantes aguas del cercano lago que compartía nombre con la población.
No tarde demasiado en preparar una pequeña maleta pese a que mis movimientos se me antojaban lentos e ineficaces; tal vez un síntoma más de que el entramado neuronal que poblaba mi cerebro adolecía de algún tipo de sinapsis fundamental y primaria.
Cuando abrí los ojos, al notar que el tren se detenía, tras un viaje sumido en un sueño ligero, sembrado de pesadillas, la tarde aún conservaba una luz plomiza que apenas alcanzaba a atravesar la densa niebla que cubría la estación. Sin embargo, la silueta del edificio principal se dibujaba claramente sobre aquel cuajo espeso y grisáceo, como si se tratara del boceto visionario de algún genio renacentista plasmado en un viejo pergamino; las ventanas ovaladas de la segunda planta desprendían un resplandor tenue y amarillento que, de inmediato, me hicieron recordar viejas películas de terror. Aterido en el andén desierto, sentí la humedad avanzando por mis huesos; las vías se perdían, tozudamente paralelas, en una penetrante oscuridad que poco a poco iba ganando terreno.
El destello de unas luces de posición y el sonido insistente de un claxon rasgaron un silencio casi sagrado.
— ¡Soy Eusebio, el taxista!
—Un minuto, ya voy.
Apuré el cigarrillo y dejé que la menuda figura se encargara de colocar la maleta; me acomodé con alivio en el tibio asiento trasero, recordando que la responsable del hostal, en nuestra charla telefónica, había comentado que el precio de la reserva incluía el traslado. El viejo Renault arrancó, girando bruscamente, y enfiló la estrecha carretera que serpenteaba en dirección al pueblo. El pequeño hombre manejaba con destreza el volante y, sin preámbulo alguno, comenzó a hablar sobre sus viajes a Madrid, el hijo muerto en accidente de caza o las delicias de la cocina sanabresa. Sin prestarle atención, mis sentidos admiraban, cuando las condiciones del recorrido lo permitían, la atalaya imponente de Puebla, cada vez más cerca, iluminada desvaídamente y coronada por la soberbia figura del castillo. No pude evitar que me viniera a la memoria la enigmática y desoladora fortaleza de Gormenghast, e imaginar a Titus Groan, el joven heredero de ojos violeta, pasear su infinita tristeza por los pasillos interminables. El Tera se adivinaba aún más oscuro que la noche que lo cubría; negra costura que remendaba los pedazos deslavazados de una tierra inhóspita.
El taxista detuvo el vehículo al pie de la acusada cuesta que iniciaba la calle Mayor; explicando, mientras me daba el cambio de forma apresurada, lo complicado que resultaba maniobrar arriba. Ya me disponía a acometer el suplicio que suponía para mis piernas aquel desnivel imposible, cuando creí escuchar el eco apagado de una canción conocida. El diminuto mesón se encontraba escondido bajo un antiguo soportal y, apenas iluminado, un cartel de madera reflejaba su nombre en letras rojas: Taberna de las ánimas. Sentí dibujada en el rostro una sonrisa amarga, al pensar que tal vez pudiera compartir una copa de vino con el alma de mi esposa; los detalles de su muerte aún me obsesionaban y era incapaz de ahuyentar el recuerdo de su incrédula mirada, su expresión de estupor y sorpresa al ver atravesado su pecho por una de las barras de hierro que el camión, al que estábamos a punto de rebasar, dejó escapar de la carga como una flecha terrible tras el brusco frenazo.
Al abrir la puerta del local, de inmediato reconocí los acordes de piano de Crest de Tortoise; algo que me causó extrañeza, dado el marcado carácter rustico del establecimiento, pero que me estremecieron como siempre. Pedí que me sirvieran un Muruve justo cuando los sintetizadores se hacían dueños de la melodía, y el primer sorbo coincidió con el llanto desgarrado de la guitarra eléctrica distorsionada que, plácidamente, iba desapareciendo para dar paso de nuevo a las notas iniciales.
Fue entonces cuando se dio la vuelta y, con ella, en sentido contrario, todo lo que la rodeaba; nada existía más allá de la música, el terciopelo del vino en mi garganta y sus ojos, unos ojos que inundaban de mar el universo de su rostro, derramándose como plácidas olas contra la bahía de unos labios que daban refugio a una sonrisa cautivadora. Alzó su copa mientras se acercaba, mirándome con una ternura inmensa, incomprensible, próxima a la compasión.
—Todo está a tu alrededor —susurró enigmáticamente en mi oído, al tiempo que hacía una seña en la barra para que nos sirvieran de nuevo.
—Soy Paula, ¿y tú?
No recuerdo si le dije mi nombre ni cuanto vino bebimos en las horas siguientes, pero me invadió la certeza de que la conocía desde hacía mucho tiempo, tal vez, incluso, desde antes de haber nacido. Sentí la necesidad urgente de acariciar su vientre y llamar en voz baja a la hija anhelada, para la que tantas caricias aguardaban en mis manos, encogida, sin vida ya, en el seno inánime de su madre; ansié rogarle que, aun enfermo, permaneciera por siempre a mi lado, aunque, siempre, para mí, era una palabra que podía vaciarse de significado en pocos días. Quizás fue una ilusión o la percepción errónea de un cerebro probablemente enfermo, pero noté que, sin palabras, su cuerpo asentía y aceptaba aquellos íntimos deseos. La novela, de repente, dejó de tener sentido y con una lucidez que me aterró, comprendí que la vida se abre paso a grandes zancadas; la vida y los personajes que la habitan guían, con mano sabia, la pluma del escritor a través de los renglones que dan andamiaje a las mejores historias. La vida y sus inquilinos nos rodean y, sólo haciéndolos vivir, es posible dar esquinazo al olvido, permaneces y perduran.
En una servilleta húmeda y doblada se apresuraban mis primeras líneas en meses; la música parecía ganar volumen y el local, al igual que un decorado de teatro, se adueñó de un escenario que había perdido. Tarde algún tiempo todavía en darme cuenta de que ella ya no formaba parte del mismo.
Al abuelo Cano el vino le gusta una barbaridad; el buen vino, el de casa, el que deja el vaso tintado tras apurarlo y ayuda a que pasen mejor los platos de judías guisadas con chorizo y adobo de lomo. Esta noche se le ha ido un poco la mano y anda algo cargado; cuando ve que se le ha tronchado la pierna, al dar un traspiés y caer de bruces al cauce seco del río, se despabila de golpe y da unos gritos horribles.
— ¡Cabrones, dejad de joder que duele mucho! ¡Al que me saque de aquí le doy un duro!
Los compañeros, que tampoco van muy católicos, se doblan de la risa y, uno de ellos que le dicen Flores, se arrima al borde, tambaleándose, sin parar de reír.
— ¡Buen jornalito p’al que lo pueda ganar!
Todos se piensan que Críspulo, el de la barbería, es maricón. Lo que pasa es que es hombre cultivado y tiene letras; ¡ni se sabe la de cursos que ha ido a hacer a Madrid! Heliodoro, el hijo de la tía Margarita, lleva meses en el monte haciendo cisco y carbón; se ha bajado al pueblo porque, además de necesitar un buen agua y que le afeiten esa barba de chivo que se le ha puesto, ya no se aguanta las ganas de hembra.
Después de enjabonar y meter el primer tiento de navaja, el barbero se queda pensativo; parece un poeta, embelesado ante el soneto de su vida.
—Hay que ver el cutis tan fino que gastas.
El carbonero, que no anda sobrado de luces, no hace más que darle vueltas a lo que le han dicho. Suelta unas monedas en la bacina por el servicio y, cuando ya sale por la puerta, se lo piensa mejor y se vuelve hecho un basilisco.
— ¡Críspulo! ¿Sabes qué te digo? ¡Qué cutis lo será tu madre, tu hija y hasta la burra que tienes!
Las lágrimas encontraron cauce y, sin mermar su caudal, recorrían libres mis mejillas hasta llevarme su sabor salado a los labios. Semanas después, frente a la clínica, bajo un cielo amenazante, acababa de leer el informe médico que, a modo de sentencia cruelmente lacónica, resumía mi futuro a una previsión de tres a cuatro meses de vida.
Dentro ya del taxi, una tibia caricia calmaba el temblor de mis manos.
Paula estaba allí y me llevaba a casa.