Relato 047 - Una ficha vieja
No soy persona aprensiva ni crédula. Me considero racionalista, y cuando alguien me habla de sucesos extraños, de ovnis, apariciones, o cualquier cosa parecida, sonrío con escepticismo. Por eso no pensaba hacer referencia alguna a estos sucesos que, en un principio, atribuí a mera casualidad. Ahora el desasosiego me lleva a consignar todo esto, por si alguien fuera capaz de encontrarle una explicación. Sigo considerando que todo lo que sucede, por el hecho de suceder, ha de ser natural, explicable; por extraña, difícil, remota o terrible que sea esa explicación.
Soy bibliotecario, y hace algún tiempo me contrataron junto a varios compañeros para hacer la catalogación de los fondos de un centro de estudios jurídicos, situado en el campus de una importante universidad. Se trataba de un edificio funcional, pero con cierta nobleza, construido en los años cuarenta o cincuenta del siglo XX. Yo lo llamaba en broma ‘la cancillería del Reich’, pues parecía surgido del lápiz de Albert Speer: clásico, monumental, pero sumamente austero. Fue allí donde hice un extraño hallazgo cuando nos quedaban pocos días para terminar el trabajo. Intenté, antes de dejar el centro, averiguar un poco más, en la medida de mis posibilidades.
Antes de seguir, es necesario hablar brevemente del escritor norteamericano Howard Philips Lovecraft, que murió en 1937. Lovecraft renovó el género del terror. Abandonó el terror gótico, propio del siglo XIX (que nunca ha dejado de estar vigente): el terror sobrenatural basado en apariciones, casas encantadas, bosques sombríos, vampiros y cosas así. El de Lovecraft suele denominarse ‘horror cósmico’: criaturas monstruosas, filtraciones interdimensionales, viajes en el tiempo… El escritor hace referencia en muchos de sus relatos a un libro, al que dedica adjetivos como ‘nauseabundo’ o ‘demencial’: se trata del Necronomicon, supuestamente escrito por ‘el árabe loco Abdul Alhazred’. Se trata de un libro mágico, de saberes ancestrales, lleno de hechizos y conjuros; lleva a la locura y a la muerte a quien se atreva a leerlo. Es, obviamente, una invención de Lovecraft. Sin embargo, el libro ha alcanzado después mucha fama, y ha sido utilizado por muchos escritores y cineastas. Existe hasta un juego de ordenador con ese nombre. En ocasiones se ha dado la circunstancia de que la ficha del inexistente libro ha aparecido en bibliotecas reales, sobre todo en universidades norteamericanas.
Para aportar mi granito de arena a la leyenda, se me ocurrió hacer en el ordenador una ficha del Necronomicon. Yo estaba sentado en una mesa al fondo de la biblioteca. No pude dar de alta el libro porque el ordenador se bloqueó: la pantalla se oscureció, y no tuve más remedio que reiniciarlo. No conseguí que volviera a funcionar, así que cambié de ordenador, me fui a una mesa cercana, a mi izquierda. El ordenador parecía funcionar bien, pero de nuevo, al intentar dar de alta el Necronomicon, se atascó. Otra vez la pantalla en negro, y el ordenador inutilizado. Salí de la biblioteca, en la que empezaba a hacer un frío extraño, inhumano.
En los últimos días en el centro se precipitaron los acontecimientos, aunque preferí guardar silencio para no alarmar a nadie. Seguir concentrado en el desarrollo del trabajo fue una labor ardua, y aún ahora me tiembla la mano, no tanto al recordar lo sucedido como anticipando lo que estaba por venir.
Al no poder dar de alta el Necronomicon, pensé que quizá podría estar ya creado en el sistema. Quién sabe si un bibliotecario guasón no lo había hecho antes. Entré en el ordenador y abrí el catálogo. La caja de búsqueda no estaba en blanco, a pesar de que eran las ocho de la mañana y no me había conectado desde el día anterior. Me resistía a creerlo, pero sabía muy bien qué libro era aquel. Pinché dos veces y se desplegó la ficha:
ALHAZRED, ABDUL (717 – ?)
Necronomicon / Abdul Alhazred
Constantinopolis: ?
2.356 p. ; 45 cm.
Pergamino, encuadernado en piel humana. En mal estado.
Obviamente, era una broma. La catalogación estaba mal hecha, los datos eran incompletos, las notas inverosímiles… ¿Pero por qué me estaba esperando? ¿Llegué a consultarlo el día anterior y no me acordaba? ¿Alguien sabía que lo había intentado crear y pretendía burlarse de mí? Quise comprobar si la ficha estaba en alguna otra parte. Me dirigí a los cajones de madera del primer piso, donde se conservaban, quizá sólo por romanticismo, las viejas fichas en papel. Busqué por nombre, por título, por materia… sin éxito. Era evidente que el libro no había existido nunca. No le di gran importancia.
Pero a las tres, cuando nos íbamos, pasé un momento al cuarto de baño. Al salir, ya no había nadie. Y uno de los cajones del viejo fichero de madera estaba abierto, fuera casi por completo. Quise cerrarlo, pero parecía atascado, no se movía. Las fichas estaban agrupadas en ambos extremos. Sólo una, solitaria, quedaba en el medio. Me incliné para leerla. Ahora sí, allí estaba. Por la ‘A’ de Alhazred. Era una ficha muy vieja, sucia. La toqué. La sensación era muy desagradable. No era papel; era algo viscoso, como la piel de un calamar crudo. La solté en seguida. Me alejé sin volver a tocar el cajón, despacio. Este se cerró de golpe, con un estremecimiento del vetusto mueble. Sin ganas de hacer más averiguaciones, salí del edificio.
En todo el día no pude quitarme de los dedos un olor extraño, desagradable, pero imposible de identificar.
El último lunes de trabajo en la biblioteca del centro de estudios jurídicos llegué muy pronto. Apenas a las siete y media ya había aparcado delante del centro. Aún era noche cerrada. En el edificio sólo estaba el vigilante. Tuve que encender las luces cuando bajé a la sala de la máquina de café. Me senté a tomar un cortado hirviente como el infierno. Eran las ocho menos veinte. Reparé en la presencia, bajo la escalera, de una puerta pequeña, inclinada. Nunca me había fijado en ella. Estaba entreabierta. Y había luz en el interior. Dejé mi vaso sobre la mesita de cristal y me asomé. Era una estancia muy grande, la mayor parte en penumbra. Parecía una biblioteca vieja. Entré. Enormes y vetustas estanterías de madera albergaban innumerables libros polvorientos. Avancé por uno de los angostos pasillos. A causa de la tenue luz, no se veía el final. Los títulos eran indescifrables para mí. Distinguí algunos idiomas, como el latín y el árabe, y algo que parecía hebreo. El resto me era completamente desconocido. Incluso los caracteres eran extraños: no eran latinos, ni cirílicos, ni orientales, nada que yo pudiera reconocer.
Caminé durante varios minutos entre aquellas estanterías, pero no encontré el final. Cambié varias veces de pasillo, eligiéndolos al azar, a derecha e izquierda. En ninguno me topé con la pared del fondo. Aquella sala subterránea debía ser mucho más grande que el edificio del Centro, desbordándolo varios centenares de metros, como poco. Pero aquello no tenía mucho sentido. Súbitamente preocupado, miré mi reloj: las ocho menos veinte. No había prisa.
No podía determinar de dónde venía la luz de la biblioteca. No había tubos fluorescentes en el techo, ni lámparas de ningún tipo. Sin embargo la luz, aunque débil, era suficiente. Quizá se tratase de un sofisticado sistema para proteger aquellos volúmenes tan antiguos.
De pronto, en un pasillo cercano, un golpe fuerte pero sordo me dejó helado. Permanecí inmóvil, en silencio; incluso atenué el ritmo de mi respiración para aguzar el oído. Nada. Caminé despacio hacia el origen del ruido, intrigado. Entré en otro largo pasillo entre estantes: allí estaba. Un libro grande, voluminoso, se había caído de su estantería y estaba en el suelo. Me agaché a recogerlo, pero me detuve antes de tocarlo. En la cubierta, en extrañas letras rojas, destacaba una sola palabra: Necronomicon. Estaba encuadernado en piel, por supuesto. Y el olor, de nuevo, era aquel hedor repugnante, indescriptible, de la ficha que encontrara la semana anterior.
Observé el libro largamente. Aparte del olor, parecía inofensivo. Me atreví a cogerlo del suelo, pero volví a soltarlo en seguida. Había algo vivo allí. Sólo con tocarlo, había sentido un cosquilleo en las yemas de los dedos, como si miles de insectos minúsculos pulularan por la superficie del libro. La cubierta había cambiado. Ya no parecía de piel. Ahora estaba como hecha de raíces: multitud de fibras se entrelazaban y se cruzaban al azar. Y se movían, leve pero perceptiblemente. La fascinación era superior al miedo: apoyé la mano sobre la portada, con intención de abrir el libro. Contemplé horrorizado cómo mis dedos cambiaban: ya no eran cinco, sino veinte, treinta, quizá más. La anchura de mi mano era descomunal. Quise retirarla, pero las raíces de la portada empezaban a entrelazarse con mis dedos innumerables. Mi mano se fundía con aquel libro repugnante.
Ahora el pánico se imponía definitivamente sobre cualquier otro sentimiento. Grité, me incorporé y corrí por aquel pasillo perpetuo. El libro colgaba de mi brazo izquierdo, formando parte de él. Pesaba terriblemente. Los pasillos, además, ya no eran horizontales: parecían estar en pendiente, una cuesta arriba cada vez más pronunciada. Yo me arrastraba por aquella biblioteca maligna sin rumbo fijo, con el Necronomicon devorándome poco a poco. Tenía la certeza de que acabaría engulléndome por completo.
Colgaba a la altura del codo cuando atisbé la salida. Ante mí, a escasos metros, estaba la pequeña puerta inclinada que daba a la sala del café. Saqué fuerzas de flaqueza y me precipité desesperado hacia ella. Conseguí atravesarla, y se cerró de golpe detrás de mí.
No había nadie en la sala. El peso en mi brazo había desaparecido. Mi mano y mi antebrazo estaban de nuevo en su sitio, aunque me dolían terriblemente, como si miles de dientes los hubieran triturado. Sin embargo, no había marca alguna, y la ropa estaba intacta. Sobre la mesa pequeña seguía mi vaso de café, aún humeante. Miré mi reloj: las ocho menos veinte.
Después de aquellos sucesos semanas enfermé, y tuve que estar un par de días en casa, recuperándome. El brazo aún me dolía de vez en cuando, aunque la piel estaba intacta. No fui al médico, no hubiera sabido qué decirle. En cualquier caso, quería olvidarme de aquel asunto. Por suerte, no tenía que volver a la biblioteca del centro de estudios jurídicos.
No hizo falta. Una tarde estaba en mi casa buscando un ejemplar de la Ilíada. Creía recordar que tenía uno pequeño, de bolsillo. Recorrí varias estanterías. Volví a pensar, como tantas veces, que algún día debería ordenar mis libros. Por suerte tengo una buena memoria fotográfica: no necesito leer los lomos, sé reconocer el que estoy buscando con sólo un vistazo. Por eso me llamó poderosamente la atención un libro de color blanco hueso. No lo recordaba. Era grande, pero no demasiado: algo más pequeño que un tomo de una enciclopedia, por ejemplo. Pero muy grueso. Y sobre el lomo, en letras rojas desvaídas, la palabra fatídica: Necronomicon. Lo cierto es que allí, en mi casa, a plena luz del día, no me causaba una especial aprensión. Alargué la mano y lo toqué; era una cubierta dura, como la de cualquier otro libro. Me atreví a cogerlo: estuvo a punto de caer al suelo, pues pesaba terriblemente. Tuve que usar las dos manos para llevarlo hasta mi mesa. Lo contemplé unos instantes antes de abrirlo. Pese a la plena luz del día, pese a la familiaridad de mi despacho, de mi mesa, el libro tenía algo amenazante. Encendí la luz de la mesa. El haz azulado cayó sobre el Necronomicon. Con tan mala suerte que la bombilla se fundió en ese momento, con un leve estallido. No fui a buscar otra: la luz del día era aún suficiente. Abrí el libro por su primera página. Con un golpe seco la persiana de mi balcón se desplomó. Quedé repentinamente a oscuras, y petrificado. Tenía aún en mi mano la cubierta del libro, pero la solté al momento. En la súbita penumbra de la estancia, tan solo las letras rojas de la palabra Necronomicon seguían siendo perfectamente visibles, como si tuvieran alguna luz propia.
Obviamente, el libro se burlaba de mí cruelmente. Ese pensamiento acababa de asaltar mi cerebro cuando escuché, de forma nítida, la risa cristalina de un niño. Parecía la carcajada espontánea e incoherente de un bebé. Si en cualquier otra circunstancia ese sonido es agradable, en aquél momento me heló la sangre. Y más aún cuando la risa se fue tornando llanto: primero la congoja incómoda de un niño con sueño. Después, el llanto histérico de un niño aterrorizado. Por fin, los chillidos desgarradores de un niño al que estuvieran torturando. Recordé entonces las palabras de Lovecraft, cuando prevenía sobre los graves peligros de leer aquel libro demencial: un camino seguro a la locura, y tal vez a la muerte. Me precipité sobre el volumen para cogerlo y arrojarlo por la ventana, pero se abrió con estrépito. Pese a la oscuridad, las páginas se leían sin esfuerzo alguno: estaban bañadas en una luz tenue, difusa, gélida pero suficiente. Los lamentos eran sordos, apagados: apenas los últimos estertores. La página abierta mostraba un dibujo de un monstruo inconcebible: un maremágnum de tentáculos, ojos y fauces, devorando a un niño muy pequeño, casi un bebé. De nuevo se mezclaban en mí el terror y la fascinación. Empecé a percibir un olor nauseabundo, pero ya familiar. Me pareció que el dibujo se movía. Me fijé con atención: los tentáculos palpitaban, cobraban volumen, pugnaban por salir del libro. Era la criatura más repugnante jamás imaginada por mí. Intenté a la desesperada cerrar el libro, pero era imposible. Sólo tuve tiempo de salir apresuradamente de la habitación. Mientras corría escaleras abajo, aquel leviatán rugía espantosamente.
“Hasta aquí llega la transcripción de los papeles que llegaron a mis manos hace ya algún tiempo, en el curso de mis investigaciones para localizar y destruir los últimos ejemplares del nefasto Necronomicon, atribuido al árabe loco Abdul Alhazred. Están firmados por un tal Bob, quien falleció poco tiempo después de describir la aparición del shoggoth, el monstruo informe de múltiples ojos, bocas y tentáculos que surgió del Necronomicon. Según periódicos de aquel lejano año, la casa de Bob quedó destruida hasta los cimientos, aparentemente por una ‘enorme explosión de gas’. Ni ese pobre Bob, ni nadie de los que lo presenciaran, pudo asimilar lo que realmente estaba pasando. Pero en los largos años de mi investigación he llegado a algunas conclusiones:
Hace millones de años, en un tiempo tan pretérito que es inconcebible, la tierra estuvo poblada por seres llamados Primordiales, de crueldad y ferocidad sin límites. Estos monstruos, de formas horrendas y tamaños descomunales, por desgracia no se extinguieron. Fueron arrinconados y desterrados por seres aún más poderosos (llamados después dioses por los hombres antiguos). Permanecen ocultos en los recovecos del espacio y el tiempo, acumulando ansias de venganza. Lamentablemente, las puertas entre su mundo y el nuestro no son herméticas. En ocasiones alguna de esas criaturas se asoma a nuestro mundo y causa estragos. Los dioses, en previsión de tales desastres, crearon unos seres poderosísimos, los Ungidos: se trata de entes invisibles en condiciones normales, capaces de vencer y devorar a cualquier Primordial. Presumo que esto fue lo que sucedió en casa de Bob; el shoggoth, uno de los Primordiales, reventó con su tamaño la casa al salir del Necronomicon, pero fue atacado por un Ungido, que lo venció y lo devoró. Estas luchas titánicas suelen llevar a la locura a los humanos que las presencian, que nunca son capaces de entender lo que están viendo.
Según mi investigación, Bob fue ingresado en un psiquiátrico poco después de la destrucción de su casa. Allí escribió sus últimas cuartillas, y allí murió a los pocos días. En los archivos del hospital figura que su cuerpo fue encontrado en su habitación horriblemente mutilado (carente de brazos, piernas y cabeza). Tales miembros, por cierto, nunca fueron encontrados. Puedo imaginar la perplejidad de los que entonces investigaran el asunto. Las medidas de seguridad eran severas, y parecía imposible que nadie pudiera entrar desde fuera para cometer el crimen. Por desgracia, las paredes de todo el centro estaban diseñadas sin esquinas, para mayor seguridad de los pacientes. Y esos ángulos redondeados facilitan especialmente la entrada de Primordiales en nuestro mundo. Bob, sin duda, fue atacado y semi-devorado por uno de ellos, cuya naturaleza ilimitadamente vengativa ya he reseñado.
Pero la puerta más peligrosa para el tránsito de Primordiales hacia nuestro mundo es, sin duda, el Necronomicon, que circula por miles por todo el mundo pese a su supuesta ‘inexistencia’. En sus páginas hay fórmulas ocultas, incomprensibles, que el neófito puede pronunciar inconscientemente. Por eso Lovecraft, entre otros, advirtió de los peligros de, simplemente, abrir el libro. El tal Bob, pobre imbécil, fue muy imprudente: abrió una puerta y no supo cerrarla.”
Dr. Folrak, médico Psiquiatra.
Enero de 2043.