Relato 045 - El Rey en el trono de Hielo

 

 

Nota 54.

He encontrado la forma de dar un salto entre dimensiones, a través del camino de leche, hacia el centro de la vía láctea. Estoy enfadado de la vida, y no me gusta la raza humana aunque pertenezco a ella, en especial, me duele su forma de pensar. Me consideran un loco con ideas de antaño, pues me he decidido por llevar a cabo ``una locura´´ debido al vacío existencial de la misma existencia. A la edad de cincuenta años recién cumplidos, y nadie que me acompañe a festejar, decido retirarme. Literalmente Iré en busca de Dios, o lo que sea eso. He encontrado una melodía dulce que viene de lo más alto y oscuro del universo; donde aún nadie ha podido acceder y embarcaciones de exploración ya no regresan.

 

—Bien doctor Heliel, así que esta es su petición; el exilio al oscuro infinito. ¿Acaso usted es estúpido? Nadie regresa del Alto Universo —dijo el director del planeta Tierra con su voz ronca, y el cabello relamido hacia atrás con una especie de ungüento. Heliel notó las cámaras de hologramas grabando la conversación. Ya tenía las arrugas marcadas en la piel blanca, el cabello antes dorado, ahora más blanco, comenzaba a escasear. Pero en su mirada de ojos cafés vívidos se apreciaba la vitalidad de un joven.

—Oh no señor, bueno, soy consciente de mis procesos cognoscitivos —dijo Heliel con fastidio y desesperación en los ojos—. No hay marchas atrás. Me iré señor, al amanecer; esta es mi maldita última noche en este despreciable planeta.

—El presupuesto solicitado doctor, disculpe la realidad o dureza de mis palabras, fue negado para tal locura de expedición. La empresa que quiere concebir es tachada de impropia; una maldita locura —dijo el director con un tono de ira en la voz.

—No importa, tengo mis propios fondos; los ahorros de toda mi vida.

—Tampoco le proporcionaremos las tres Arcas modernas. —El director solo le daba negativas.

—He comprado tres antorchas pequeñas, con el resto de mis fondos contrataré personal.

—No hay persona alguna que quiera emprender el camino hacia la muerte.

— ¿Y si encuentro candidatos?

—Lo dudo.

—Hay cierta tripulación que está dispuesta —dijo Heliel decidido.

—Maldición Heliel: son asesinos, ladrones; lo peor del mundo.

—Y uno que otro genio. —Heliel no dejaba terreno a ganar.

—Doctor, intento salvarle el culo, pero usted es un necio. No puedo impedirle que abandone el planeta, pero le prohíbo regresar Heliel. —La voz del Director era fría como el hielo.

— ¿Por qué no? —preguntó Heliel.

—Por lo menos le debo mi sinceridad: por mentes como la de usted el mundo se vuelve loco. Ocupamos equilibrio en esta época difícil. Usted, que se hace llamar un genio, solo trae caos a la estabilidad social del planeta. Además, no encontrará a Dios; tal abominación no existe.

—Reconozco que lo más probable es que usted tenga razón. Pero sabe señor director: lo odio, al igual que a los malditos dirigentes y todo este horrible planeta y lo que representan; los odio con todas mis fuerzas. Lo intentaré, ya no tengo motivos aquí; no me necesitan. Ustedes han escogido el estancamiento: ya no quieren explorar, seguir buscando vida, hacer relaciones con otras colonias que están igualmente estancadas —decía Heliel en voz alta y clara—. No me importa morir en el intento, o que a mi tripulación le da igual seguir mis instrucciones o pasarme por las armas y tirar mi cuerpo a la oscuridad de este vacío universo. Reconozco la locura que me arriba en estos momento pero, antes ha pasado, ¿y si tengo razón? Y encuentro a Dios. —El director suspiró largamente.

—Bien señor Heliel, tome sus asesinos, sus pertenencias, su locura, y lárguese de este planeta. Maldito estúpido.

—Gracias señor director.

Heliel se levantó dispuesto a salir de la oficina a toda prisa. El Director carraspeó y Heliel se detuvo. El Director le sujetó el brazo fuertemente, se le acercó mucho y le susurró al oído—: se asegurarán de que no regreses, mantén tus escudos al máximo ¡no vaya a ser que te escupa fuego un dragón! El director le guiñó un ojo al doctor Heliel. Me debías este favor maldito imbécil, gracias. Pensó Heliel.

Heliel fue a dormir su última noche en el planeta Tierra. Llegó a su departamento. Pidió la cena con una botella de vino fuerte y amargo. También pidió al servicio sexual aquel androide femenino de piel morena, piernas largas y ojos aceitunados; la prefería a una humana ya que no le gustaba el contacto con un igual. Cenó y bebió. La androide lo poseyó con furia y a Heliel se le crisparon los ojos. Antes de salir el sol tres antorchas abandonaron la Tierra.

 

Nota 55.

Esta mañana a bordo de mi nave me dispongo a perseguir el sueño de mi retiro. Siguiendo aquella señal que encontré un día, la que viene de lo más alto del universo. Aquella dulce e indescifrable melodía que solo podría cantar el creador.

 

Heliel estaba más extasiado que con el androide mujer de piel morena. Había añorado este momento toda su vida; en el que dejaba para siempre a los humanos. Pero sabía lo que se venía. Mantén los escudos al máximo. Trató de estar suficientemente preparado para lograr abandonar la Tierra. Alertó a su tripulación, seis en total: dos tripulantes por cada antorcha. Heliel equipó las naves con una pequeña porción de antimateria para lograr la combustión y llegar velozmente al mismísimo culo del diablo si era requerido. Recordaba las palabras del director y antiguo compañero de estudios: mantén los escudos al máximo.

Las tres naves pequeñas, apodadas antorchas por la gran propulsión trasera, se llamaban: Darwin, Einstein e Isaac. Abandonaban ya la termósfera. En su nave, la Darwin, viajaba con el mejor piloto de las siete prisiones de la Tierra y único compañero tripulante, era apodado ``Un Ala´´, pues uno de sus brazos era biónico y tenía manchas de oxidación; era difícil mantenerlo pulcro y brilloso en prisión. En Einstein Viajaba Camus, un tétrico mecánico de combustión que hacía las veces de piloto, ayudó a Heliel a adaptar un sistema de inyección de antimateria en los convertidores de las antorchas, su compañero era un hombre pequeño y deforme apodado ``Duende´´, más por lo feo, que se encargó de los campos protectores y las armas de las naves. En Isaac Viajaban Bolto, un ser tan culpable y retorcido pero brillante de mente, y muy dispuesto para el viaje, cosa que Heliel aún se cuestionaba. También en Isaac viajaba Varaz, era un astrofísico bondadoso, ciego y arrepentido de sus crímenes. Heliel llegó a creer incluso que era inocente, pero ya le daba igual. Tal vez ninguno sobreviva. Los canales de comunicación se abrieron, y Bolto, con fachada de pirata espacial, les comunicó sus intenciones.

—Bien señores, me despido. Tengo otros intereses. No es que no sea creyente, ahora que tengo la oportunidad de redimirme me convertiré a la Fe. —Al decir eso Bolto rió. Inmediatamente recibió una reprimenda de su compañero Varaz—. A qué diablos te refieres, no abandonaremos la misión. Además ¿a dónde iríamos? Nos buscarían por todas las colonias.

A Heliel, al escuchar la conversación, se le frunció el seño. Debí haber escogido chimpancés evolucionados. Maldito traidor. Pensó. Y recordó: mantén los escudos al máximo.

—Un Ala, abre un canal con Einstein y bloquea por completo a Isaac.

—Hecho.

Heliel respiró profundo mientras Isaac ya se separaba del grupo. —Camus, activa tu escudo al máximo; que no se note —le dijo con determinación en su voz.

—Doctor, perderemos mucha energía. Qué tal si nos da por sobrevivir.

—Si no lo haces ni siquiera terminarás por abandonar la Tierra.

—Diablos, entendido —dijo Camus.

Detectaron al dragón detrás de ellos: un haz de luces salió de la boca del enorme satélite militar.

—Señor —dijo Un Ala—, si no avisamos a Isaac morirán. Varaz podría hacerse cargo de Bolto.

—O tal vez no —dijo Heliel con frialdad.

Las descargas de luz los alcanzaron y sacudieron. A Duende se le reventaron los oídos. Heliel observó como la antorcha Isaac era golpeada de lleno por el rayo y, sin escudo protector activado, se convertía en polvo; las partículas eran cada vez más diminutas hasta desintegrarse. Si son ellos seres malvados, yo tengo que ser un monstruo aún peor. Pensó Heliel.

— ¿Mensaje recibido? —preguntó Heliel en tono soberbio y con el demonio dentro. Le contestaron con el silencio.

El convertidor de antimateria inyectó en la propulsión, Einstein y Darwin rompieron la velocidad de la luz dirigiéndose a lo que antaño los romanos llamaron ‘‘camino de leche’’.

Un túnel se abrió en el espacio profundo, de el salieron las dos antorchas a la oscuridad total.

—Así que estamos muy lejos —dijo Un Ala.

—Demasiado, es un área oscura. No hay registros de exploraciones en este parte, si es que le podemos llamar parte. El túnel nos arrojó más lejos del grupo de galaxias. Se supone que estamos, se podría decir, en otra dimensión; en un plano superior a lo creado llamado teóricamente Superuniverso. Y no podemos regresar, aquí no existe una puerta de salida —comentó Heliel a Un Ala.

Camus abrió un canal de comunicación.

—Y bien doctor, ¿prendemos una vela?, ¿dónde está el creador?

—Está bien —dijo Heliel—. Ahora mismo hay que permanecer juntos, y seguir subiendo. Señores vamos a lo más alto, o si prefieren llamarlo ``el paraíso´´.

—Una Eva desnuda me caería bien —dijo Duende.

Ya están obviando la destrucción de Isaac. Pensó Heliel. Continuaron el largo camino en la oscuridad. Por mucho, mucho tiempo.

 

—Bien señores —decía Camus—. Acabamos de consumir dos tercios de nuestra energía y alimentos, a menos que Dios sepa hacer antimateria, o preparar un buen estofado, pronto nos quedaremos sin nada.

— ¿Y si ese pajarraco de Un Ala solo nos trae dando vueltas? —preguntó duende.

—Entonces cuando se nos termine la comida sabremos a qué sabe la carne de Duende —dijo Un Ala.

—Diablos, mis ondas no detectan una maldita estrella a años luz. —Camus se entretenía ofendiendo a Duende, y tratando de encontrar objetos físicos.

La sensación del espacio denso, y la oscuridad en la que se encontraban, provocaron un sentimiento de soledad abrumadora.

—Es como bucear; lento y espeso. Eso es, el espacio es espeso, por eso consumimos más combustible. ¿Dónde diablos estará la superficie? —Decía Un Ala mediante el canal de comunicación.

— ¿Por qué no piensas en voz alta más seguido, pajarraco roto? ­—Le reprochó Duende.

—Es verdad ¿dónde diablos estará la superficie? —añadió Camus.

Tienen razón. Pensó Heliel. Falta una maldita capa.

—Concentren su energía en la antorcha. Romperemos la capa para ir a la superficie. Estábamos bajo el agua.

Las antorchas rompieron en propulsión y una gruesa fibra de oscuridad. Una especie de cristal se resquebrajó al traspasar el espacio denso en el que se encontraban, logrando subir a la superficie. Estrellas brillantes iluminaron sus ojos. Había una enorme; el astro azul llenaba su visión, al cual se dirigieron.

 

Sí, había colores, pero era por el polvo de estrellas destruidas. Y a lo lejos auroras doradas, que creaban los agujeros negros y explosiones de antaño. Se notaba la inmensidad de palacios y jardines en cúpulas flotantes, pero en ruinas. Algún creador con pincel mágico había construido en lo más alto del universo, pero una ola había arrasado con todo dejando estelas de destrucción a su paso.

—Y un demonio —dijo Duende—. Aquí no hay Adánes y Evas.

Los demás prefirieron el silencio y la contemplación. Conforme se acercaban al enorme planeta azul, al que Heliel etiquetó de sede-capital de los mundos. Escucharon un canto entre llantos, con notas ácidas y otras con miel.

—Un canto de sirenas ­—dijo Camus —. Y nos dan la Bienvenida. Camus aceleró y, por primera vez, Duende no se opuso.

—Camus, espera ­—dijo Heliel. Pero fue ignorado. Einstein se adentró en el enorme planeta.

Darwin lo hacía más despacio. Pero qué diablos. Es hermoso. Pensó Heliel. Pero tan amargo como era, no se apresuró. La música no viene del planeta; las notas están dentro de nuestra mente. Pensó.

— ¿Señor? —preguntó Un Ala.

—No te impacientes, ya llegaremos.

—Es fácil decirlo.

Camus abrió un canal de comunicación.

—Apresúrense idiotas. Si es el mismísimo paraíso. Doctor, tal vez tenga razón y aquí viva Dios.

Un Ala no pudo más y, poseído ya por la melodía que lo llamaba, aceleró agotando las últimas reservas.

—No lo hagas. Que no se metan en tu mente…

 

Ya habían traspasado la densa atmósfera. Bajaron a una zona herbosa de vegetación en varios tonos: verdes, azules, amarillos, rojos y morados que se mezclaban; siendo agradable para los ojos como un dulce en la boca. Se pusieron trajes muy delgados de termopiel y duros cascos con oxigeno. El desintegrador láser descansaba al lado, sobre la pierna, igual que desde antaño. Al bajar de la antorcha Un Ala se deshizo de su casco.

—No seas estúpido —dijo Heliel, pero Un Ala respiraba tranquilo y sonriente. Los ojos marrones le brillaban. Heliel también probó el aire; ligero y agradable llenaba los pulmones. Se dirigieron al denso bosque de hojas de colores.

Aterrizaron justo al lado de Einstein la cual estaba vacía. La dulce melodía se apagó dándoles un respiro para volver en sí. A lo lejos divisaron un blanco castillo, e indicios de vida; se adentraron hacia allí.

Cruzaron un río de piedras coloridas. Se posaron frente a la enorme puerta, la cual se abría con invitación a adentrarse.

Las paredes por dentro eran de roca color marfil, con tonos azulados. Un pequeño ser parecido a un hombre les esperaba desde dentro. Heliel se llevó la mano al costado y acarició el metal del arma. Es como nosotros, pero no es humano. Pensó Heliel. La piel era muy clara, el cabello negro y largo le caía a los lados de la blanca túnica, los ojos eran grandes y de un negro vidrioso. El ser les sonrió sin hablarles, incluso parecía como si sus labios de tono purpura estuvieran pegados; daban la sensación de asfixia. El ser seguía dirigiéndoles la sonrisa cuando dio media vuelta y los dejó ahí parados sin más. Heliel y Un Ala no supieron qué hacer. Se adentraron en la blanca ciudad, observando a los habitantes. Heliel continuó con sus grabaciones senso-audio-visuales en un compartimento inyectado en su muñeca izquierda; entre las venas.

Nota 56.

Aterrizamos en el planeta que llamo, según los mapas de antigua, ‘‘la capital de los mundos’’. Entramos a una construcción parecida a un castillo de la época medieval del planeta Tierra. Los habitantes me parecen una especie de tribu, hacen labores muy simples: recoger agua y plantas, prepararlas y llevarlas a una misteriosa cueva a la cual nos impiden la entrada. No tengo idea de qué pasó con nuestros compañeros, no hay rastro de ellos y no hemos logrado comunicarnos.

Heliel logró contar alrededor de cien pequeños seres muy iguales, solo variaban un poco en lo largo del cabello. Normalmente los ignoraban y, cuando les hacían preguntas sobre sus compañeros muy insistentemente, los pequeñines sonreían dedicándoles una mirada vidriosa, y luego se alejaban a continuar con sus misteriosas labores. Algunos se adentraban en la enorme cueva que estaba en el centro del complejo.

Heliel sentía frío en el compartimento que les dieron en una especie de choza cerca de una plaza blanca. Les llevaron la cena: agua, plantas verdes y una sustancia gelatinosa transparente que consumieron hambrientos, incluso haciendo caso omiso del buen sabor. A Un Ala le llevaron la típica vestimenta blanca del lugar; de su talla.

—Me quieren más a mí —dijo Un Ala. Se deshizo del traje y se puso las ropas blancas y holgadas. Quedaron al descubierto la cabeza, manos y pies. Heliel, ya de por sí en tan rara situación, notó locura en las facciones de su compañero; también júbilo. Uno de los pequeños seres tomó la termopiel de Un Ala y el arma.

—Deja eso —le gritó Heliel al ser, con un movimiento rápido ya tenía el arma en mano, apuntando. Pero el pequeño de piel casi blanca le sonrió, dobló el traje y lo depositó cuidadosamente en el suelo, y el arma al lado. Se levantó y abandonó la fría estancia.

—Relájate doctor —dijo Un Ala—. Acaso no fue a lo que vinimos, a conocer que había en la oscuridad. Creo que ya nos están aceptando. No sé, tal vez pronto nos lleven a ese agujero elegante y encontremos ahí a nuestros compañeros. Ya no hay vuelta atrás, ¿recuerdas?

Heliel se quedó pensativo. Tiene razón, ya no hay vuelta tras, llegaré hasta el final. Entonces el cansancio lo consumió y cayó rendido en la fría piedra. Soñó con antiguos dioses sedientos y hambrientos.

Despertó desorientado, sudado y vestido de blanco. Pero qué diablos. Un ala, los trajes y las armas, no estaban. Salió a toda prisa. Tropezó al pisar la tela blanca cayendo de bruces. Al incorporarse miró a la mayoría de los seres congregados en una plaza. Fue hacia allí y, en unos escalones en lo alto de la plaza, estaba Un Ala el cual lo saludó con su mano robótica. La luz de día se reflejaba en las vestimentas blancas. Uno de los pequeños se aproximó a su compañero, el ser sujetaba una hoja dorada en su mano: larga y con grabados de un idioma extraño. Heliel Creyó distinguir el filo. Quiso gritar el nombre de su compañero, pero la palabra se le atoró en la garganta, la hoja había sido clavada en el abdomen, seguido de otras más por la espalda y costados. Cuando un ala se hincó apretándose la barriga, le rebanaron el cuello. Los seres estaban inmutables mientras la sangre bajaba por unos escalones. Un ala, aún con vida y tratando de detener las hemorragias, fue levantado por las pequeñas y blancas manos. Los seres lo llevaban hacia el centro del palacio y lo introdujeron en el enorme orificio oscuro.

—Deténganse, malditos demonios. Deténganse —gritaba Heliel—. Alto.

Heliel sintió un impacto fuerte en la cabeza. Se sumió en imágenes oscuras de pequeños seres que venían hacia él.

 

Heliel despertó en el cuarto oscuro de la choza, estaba muy helado. Se levantó tocándose las sienes; el dolor de cabeza era insoportable. Recordó lo sucedido en la plaza. Salió de la especie de piedra fría que tenía por habitación, donde sin darse cuenta lo habían depositado. En la oscuridad las construcciones blancas se tornaron azules, se reflejaba la neblina en las calles y densas nubes negras cubrían las estrellas. Estaba muy oscuro. La cabeza dejó de molestar y comenzó a escuchar la deliciosa melodía, ahora combinada con sentimientos; era de lo más extraño y agradable. Las calles blancas estaban vacías, como solitario el camino hacia la plaza donde asesinaron a su compañero. Continuó caminando hacia la melodía; hacia el agujero oscuro en el suelo.

Los escalones parecían de hielo. Primero bajó en la oscuridad a tientas, apoyándose en los costados. Las manos le dolían por el contacto con las paredes frías. Bajó y bajó hasta que unas llamas mostraron un camino plano, fue hacia allí para encontrarse con su destino.

Heliel entró a una especie de estancia iluminada con antorchas, había unos estantes con plantas, otros con frutas y unos más grandes con cadáveres. El olor era putrefacto. Parecía una bóveda de cristal adornada con hielo. En el centro, subiendo unos escalones fríos, estaba un trono de cristal, con grabados de seres alados en batallas. Sentado en él, un ser enorme e imposible: de cabello enmarañado color dorado, de fauces abiertas, de mirada azul vidriosa y unas pupilas enormes; al igual que todo en él. Vestía las usuales prendas blancas del lugar. La piel de la enorme cara parecía estar escamosa en ciertas áreas, y tenía sangre seca pegada por todo el cuerpo. La música se detuvo en la mente de Heliel. El ser lo miró fijamente por un instante, luego una de sus enormes manos levantó un brazo mutilado de una bandeja dorada, donde estaba un cuerpo informe y pulposo, se llevó el miembro a la boca y lo engulló. Se ha comido a mis compañeros. Pensó Heliel.

 

— ¿Qué eres? —preguntó Heliel al ser—. Vine en busca de Dios y te encuentro a ti.

El ser parecía escucharlo con atención mientras terminaba de masticar. Heliel divisó una de las armas sobre un estante donde estaban los trajes de termopiel de Camus y Duende. Había dos cadáveres cerca, uno de ellos era pequeño y algo deforme. Un instinto de muerte se apoderó de él; aborreció a aquel ser. Se movió de prisa y cogió uno de los desintegradores. Apuntó con el arma a su objetivo pero, cuando iba a presionar el activador del rayo, la mano se le congeló y dejó de obedecer. Lentamente el cañón cambió de dirección para apuntarse a sí mismo. Fue cuando el ser le habló; las palabras sonaron en su mente.

—Necesito tu ayuda, te propongo un trato. —Escuchó en su mente con voz gruesa y ronca. La proposición fue grotesca; de sangre y muerte. Y Heliel aceptó.

 

Nota 57.

Abandoné el planeta esta mañana, igual que la vez que abandoné la Tierra. Mis manos están sucias; por más que las limpie seguirán rojas. Mi compañero de viaje va en el compartimento grande de atrás, pero pronto cabrá enfrente; está empequeñeciendo. Continúa en su hábito blanco y lo sigue manchando de sangre al comer; se trajo varios de los sirvientes para saciar su brutal hambre. Creo que Camus se hubiera sorprendido de saber que este ser ha proveído de combustible a Darwin.

 

Nota 58.

Cuando salí de la cueva los seres me estaban esperando con antorchas en mano. En un principio eran sus sirvientes, luego, cuando al ser lo atrapó la locura, después de la destrucción del paraíso, se convirtieron en sus captores. Comienzo a dispararles y todos caen con partes desintegradas de sus pequeños cuerpos, y así me dirijo hacia lo alto del castillo blanco, donde habitan los tres principales sacerdotes, los cuales a mi me parecen ángeles. Se encontraban cantando, tratando de contener aquella dulce melodía en una guerra de notas sin fin. Cuando entro a la habitación me miran con el horror en los ojos. Mi mente está embriagada de la dulce música que me posee. Mi mano se mueve por voluntad propia hacia el arma del costado y los tres enormes sacerdotes caen muertos ante mis pies. Creo que a uno le desaparecí por completo el hermoso rostro blanco. En el altar está la llave que librará a aquel enigmático ser de sus cadenas, del trono que lo mantiene prisionero: una piedra azul brillante que le devolverá su libertad.

 

Nota 59.

Le apodé Cronos. Se le ha acabado el alimento y ha empequeñecido un poco. Va tomando una forma más natural; más humana. A veces se sienta en el lugar del copiloto, antes de Un Ala, y se pone a mirar el firmamento. Me ha dirigido sus pensamientos. Necesita alimentarse y cobrar sus fuerzas, comenta que para volver a regir su reino.

 

Nota 60.

Hemos abandonado el paraíso, ya no queda nada, la poca vida que moraba Cronos la ha consumido. Cuando pasamos el mar oscuro del espacio que divide el universo alto con las galaxias, Cronos se incomodó. Me dijo que había un ser oscuro morando en este lugar, que antaño hubo una guerra más antigua que la de la rebelión de los ángeles. También me dijo que no soportaba el hambre.

 

Nota 61.

Se me vino una idea genial para conseguirle alimento, se la he contado y le ha parecido genial. Haré lo que me pide sin remordimientos, a fin de cuentas, yo odio el planeta tierra y, aunque soy uno, odio a los humanos…

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