Relato 042 - El último verso del haikú

Resultaba irónico que la última visión en su vida fuera aquella. Pese al desasosiego no pudo evitar una sonrisa sardónica. Aquel tipo, el único que le daba pavor en aquella sala, sostenía un gran pincel de forma suave entre sus dedos, como presa de un rapto teresiano. Abriendo los ojos con gesto iracundo trazó con rapidez gruesas líneas de tinta negra sobre un pliego extendido en el suelo.

Su vida parecía pender de un hilo y aquel personaje estaba sumido en un trance, ajeno a todo lo que ocurría a su alrededor, delineando caracteres japoneses rodeado de sicarios gritones tatuados.

No recordaba haberle visto hablar desde que le quitaron la venda de los ojos. Solo miraba con ojos tranquilos y daba órdenes con pequeños gestos y ligeros movimientos de cabeza. El resto aunque parecían actuar de forma errática se movían al son de las cejas del maestro.

Echó un vistazo a la hoja de papel, debía ser un pliego de papel Xuan en el que la tinta se extendía y tomaba vida tocada por la varita mágica del Katame Fude. En aquellas manos parecía la batuta con la que dirigir los destinos de los tres desgraciados que apenas nos movíamos, con las manos atadas a las piernas tirados en un rincón de aquel sótano. Instinto de supervivencia, quizá si permanecíamos inmóviles se olvidarían de nosotros.

Pero el destino parecía tener otros planes. El mismo que me llevó a aceptar con interés aquellas clases de caligrafía japonesa que me regalaron mis amigos más trendy: “Es lo último en Nueva York”. Valiente tontería aunque ahora no había lugar para lamentos estériles. Parecía que iba a pagar mi intento de parecer más cool con sangre.

Lo comprendí cuando, pese a mis exiguos conocimientos de la lengua logré traducir los signos escritos: muerte y honor. El último verso del haiku

Absurdo, tan estúpido como cautivador me pareció la idea de tatuarme el código bushido: camino del guerrero. Otra estrofa del haiku. Una frivolidad que tomó cuerpo, tinta y piel, en aquella silla del salón de tatuajes especializado en grafías orientales del que acabé saliendo a golpes, con una capucha en la cabeza y cinta americana unciendo mis manos.

Castigo fugaz. La primera estrofa del haiku decoraba ahora mi antebrazo, ahí donde había decidido trascender mis ansias culturales más allá de las fronteras de un barrio que me ahogaba, un trabajo que me absorbía y una familia y convenciones sociales que había acabado por odiar.

La clave estaba en el último verso del haiku. Muerte liberadora, honor fatuo y vanidoso. Hacía tiempo que nada, ni nadie podía rellenar los huecos en mi mente. Mis ojos, cegados por la tecnología parecían haber conformado un crisol insectívoro con ciento de pantallas, un video wall en la retina lleno de pequeñas imágenes, de fotografías instantáneas en movimiento, miraban pero no veían. Cientos de pantallas en blanco, ningún buscador de términos, ningún dios google. Fie la suerte a la tecnología y esta me empujó hasta aquel sótano.

Fue una tontería, nunca lo había hecho antes, pero respondía aquel cuestionario que saltó en un pop up. Siempre tenía activo el filtro pero debió fallar con la última actualización del antivirus. La promesa de aquel tatuaje gratis en un estudio de referencia mundial acabó por condenarme.

Solo fue necesaria una palabra, solo una respuesta, la clave del código del bushido. A todos aquellos que lo descubrieran les prometían ser arrancados de la vida, de la realidad por la hoja purificadora. Una hipérbole, toda una declaración de intenciones que tomé por una metáfora, pero parecía ser verídica.

El honor, la lealtad era su bandera, el honor su paraíso, la muertes su código. Solo así lograrían salvar el mundo los elegidos, los supervivientes que dominarían la faz de la tierra. Me creí uno de ellos, harto de penar una existencia vacua. Creí que el terror y el respeto grabado en mi piel sería el vehículo para dominar a la masa, para salir del rebaño. Ni la euforia de las drogas lo había logrado antes y solo la tinta parecía tener la solución.

Descubrí la clave en el último verso del haiku y certifiqué mi acierto al escuchar el roce sibilante, el tintineo metálico a mi espalda. El final se encontraba cerca, tan cerca como sentía la vibración de la katana cuando el tipo silencioso la acercó a mi cuello marcando el lugar elegido para el tajo fatal. Un momento zen en el que víctima y verdugo nos unimos en un solo ser, en elque sería aquel que había buscado cuando seguía el código samurái que habían marcado en mipiel. Castigo fugaz, muerte y honor.

Cerré los ojos y me preparé para el desenlace fatal. Cumpliendo con el rito ancestral, morir ya no me importaba si era aquello lo que me habían reservado, el justo castigo. La hoja cayó con un movimiento circular.

Cuando desperté abofeteado por aquellas rudas manos no sabía dónde me encontraba. Abrí los ojos con dificultad esperando encontrarme en otro lugar pero no, seguía postrado en aquel sillón. Un humo denso y azulado cubría el techo formando una nube compacta. Los olores del incienso y el pachuli aguijoneaban mi pituitaria. Tenía dolor de cabeza, los miembros abotargados y una sensación de abandono.

En la esquina, casi como una estatua estaba el tipo que había sembrado el horror en mí. Me observaba con mirada ausente mientras aspiraba lentamente de una pipa alargada. Dejaba salir gruesas volutas de humo que ascendían caprichosas. Cuando me incorporé se rio con una sonrisa desdentada, inmediatamente habló con una voz estridente ametrallando el silencio de la habitación. A mi lado contestaron en la misma lengua.

Me giré y sorprendido me encontré con uno de mis compañeros de cautiverio, en el que me había apoyado, sobre el que había derramado lágrimas. Movió la cabeza con gesto de satisfacción.

–¿Te encuentras bien?– con gestos torpes me abría los párpados y miraba dentro como si leyera un libro– La vuelta del viaje siempre suele ser dura, sobre todo para alguien que no está acostumbrado.

Tenía un fuerte acento asiático ¿De qué viaje me estaba hablando?

–No sé de qué viaje me hablas…

–Es normal, te costará aún unos minutos volver.

Volví a hacer una prospección del sitio. Las paredes estaban llenas de dibujos y caracteres asiáticos, chinos o japoneses, no sabría diferenciarlos le parecían todos iguales. El vano de la puerta dejaba ver otras salas al fondo de donde salían humaredas compactas. El desdentado solo sonreía y sujetaba con delicadeza la pipa en sus manos mientras fumaba como una coracha. Cuando me acostumbré al humo pude ver a tipos que se movían nerviosos entre las habitaciones, todos llevaban el torso desnudo y completamente tatuado.

Un reflejo inconsciente me hizo mirarme el antebrazo. Ahí seguía, solo, el único tatuaje que me había hecho nunca, la fecha de mi nacimiento en números romanos. El que me había preguntado se volvió a dirigir a mí.

–¿Mejor?

–Sí, creo que si ¿Qué estoy haciendo aquí?

–No te preocupes ahora, irás recordando poco a poco.

–Hace un momento estaban a punto de cortarme la cabeza con una katana– Me volví hacia la esquina y señalándole– Él, estaba a punto de cortarme la cabeza.

Se rio. Maldita la gracia que tenía el condenado.

–Efectos secundarios. Es normal es un psicotrópico muy fuerte.

–¿Una droga? ¿Me estás diciendo que me he metido una droga y que he estado a punto de cagarme encima porque lo estaba flipando?

–Es lo que venías buscando. No es fácil encontrarnos, hay que investigar mucho para lograr llegar hasta aquí.

–Cojonudo, pero ¿Qué me he metido?

–Vosotros lo conocéis con GM, Game Master es un derivado de la tetradotoxina. Fugu.

-¿Fugu? ¿Game Master?

–Fugu, si, pez globo.

– ¡Qué mierda me has metido!

–Tranquilo los efectos se pasan por completo en un par de días

Entre brumas mentales comencé a invocar al único dios verdadero que conozco, el de la cordura aunque no parecía querer acudir presto a mí llamada. Tor me había llevado hasta aquel lugar. Llevaba días, semanas emponzoñado por el opio y la marihuana, probando todo lo que caía en mis manos hasta que encontré la solución en la Deep Web: Game Master una nueva droga de diseño que lograba implantar recuerdos falsos en la mente. Sobre estimulado, teniendo acceso a todo lo que quería, solo frenado por el dinero, necesitaba nuevas sensaciones, algo más allá, trascender la mente, el espíritu, el alma. Me lo creía todo.

Internet lo tiene todo, Tor tiene más. Superé las barreras, insultos y amenazas y me planté en aquel laboratorio, enmascarado tras un salón de tatuajes donde se sintetizaba el GM. Me costó un buen fajo pero en apenas minutos estaba tumbado en aquella silla reclinable notando como mi cerebro se hinchaba hasta reventar.

El pánico por la cercanía de la muerte había pasado, pero seguía observando con recelo a mis dos interlocutores que ahora mi miraban en silencio. Como en una especie de broma macabra me fijé en el que me había despertado. Con un cuidado difuminado llevaba tatuado en el brazo derecho la palabra muerte. Otro kanji esmerado silueteaba la palabra honor en el izquierdo.

 

 

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