Relato 041 - La casa de la primavera

Carlos maldecía por lo bajo con cada pozo, pero no podía evitarlos. La ruta provincial Nº4 estaba en estado calamitoso, plagada de pozos y grandes toscas irregulares. De repente pisó el freno con fuerza y la camioneta se arrastró unos metros por aquella olvidada ruta. Si su vista no le fallaba, había visto fugazmente la huella de un camino escondida entre los matorrales. Dio marcha atrás hasta que la encontró. Allí estaba, camuflada por dos grandes algarrobos y cubierta de pequeños arbustos de coirón y piquillín, una huella que se abría perpendicularmente respecto de la ruta. Carlos estudió el trazado de esa huella olvidada y su entorno, apelando a las pocas imágenes que guardaba en su memoria. Ayer había recorrido casi trescientos kilómetros siguiendo tres huellas diferentes, y se había equivocado con todas. Sin embargo ésta le provocaba una cierta sensación de angustia, como si algo se hubiese encendido en lo más profundo de su cerebro. Examinó los algarrobos que le cerraban el paso y decidió que eran demasiado grandes para encararlos con la camioneta, no quería correr riesgo de pinchar un neumático. Detuvo la camioneta y, hacha y pico mediante, se puso a trabajar al costado del camino. En media hora había logrado despejar considerablemente la entrada de la huella. En todo ese tiempo no había pasado un alma por la ruta, lo cual no lo sorprendió. Era casi un milagro encontrar alguien que se aventurase por esos caminos tan descuidados y alejados. La camioneta patinó un poco al pasar del camino de ripio y tosca a una huella con tierra recién removida, pero una vez superados los primeros metros el terreno ya estaba consolidado y avanzó sin problemas. Carlos esquivaba, mientras podía, los matorrales que crecían en la huella, especialmente los piquillines, que podían llegar a dañar los neumáticos.

 

El corazón casi se le detiene cuando llevaba recorridos unos diez kilómetros de la maltrecha huella. En una bajada con una suave curva a la izquierda vio una cruz de madera al costado del camino. Frenó, se bajó y dejó la camioneta en marcha. Corrió unos quince metros, hasta donde estaba la cruz y la miró en detalle. Era una cruz de madera agrietada de unos setenta centímetros, muy antigua y de color grisáceo. Carlos sabía la historia de esa cruz, que estaba en esa curva desde mediados de 1944. Según decían los que conocían la zona, esa cruz era un recordatorio de un triste accidente ocurrido en el invierno del ’44, cuando una niña se cayó del camión de su padre y éste la aplastó antes de poder detener el vehículo. Nada se pudo hacer, y el desconsolado padre había colocado una cruz en ese lugar, para que nadie olvide el suceso, y nunca más volvió a recorrer ese camino. Desde aquel entonces aquella bajada se conoció como “La Bajada de Corman”, tal era el apellido del desdichado padre. No era nada que figurase en ningún mapa, era sólo un recuerdo transmitido oralmente de generación en generación. Quien sabe si alguien lo recordaría dentro de cincuenta años más. Sin embargo aquí estaba él, parado frente a esa cruz, setenta y dos años después. La tocó y sintió su superficie áspera, carcomida por los frecuentes vientos y las abundantes nevadas de todos los inviernos. Un recuerdo borroso surgió de su mente, y recordó los viajes que hizo junto a su padre unos veinte años atrás, cuando él era un pre-adolescente quejoso y malagradecido y su padre un tipo gruñón y testarudo. Recordó haber pasado decenas de veces por este lugar, temprano en la mañana o a la hora del crepúsculo según la dirección en la que viajase, y como su padre le contaba la misma historia en cada ocasión. Sí, esta vez no se había equivocado, esta era la huella que buscaba. Cerró los ojos, acarició una vez más la cruz, se persignó y volvió a la camioneta. Retomó el viaje, ahora con la seguridad de ir por la senda correcta.

 

Veinte kilómetros más delante de la cruz se encontró con otra prueba de que iba por el camino correcto, y una confirmación de las noticias que lo habían impulsado a la ruta. Se encontró con una tranquera de alambre maltrecha que estaba tirada por el suelo. A la izquierda de la tranquera había un trozo de rail oxidado de unos dos metros, enterrado en el suelo y levemente inclinado. Atado en el extremo superior había un cartel de chapa totalmente descascarado y oxidado en el que alguna vez estuvo escrito el nombre de la estancia a la que estaba por entrar. Era imposible leer algo, pero Carlos sabía que, hace muchos años, en ese rectángulo de chapa abollado y torcido se podía leer “Estancia El Arroyo”. La tranquera tirada por el suelo confirmaba lo que le había contado un amigo. La antigua estancia de Thompson estaba abandonada, sin ganado, sin plantaciones y sin nadie que oficie de puestero o peón de campo. ¿Cuántas veces había venido con su padre a esta estancia perdida en el medio de la meseta? Al menos veinte o treinta, pero posiblemente más, sin contar las veces que venía su padre solo. Usualmente la excusa era hacer alguna reparación en una bomba de agua, en el grupo electrógeno de la casa del señor Thompson o en cualquier otra máquina que hubiese en el campo. Incluso hubo viajes que eran para llevar provisiones o ir a buscar cosas que él no recordaba. Los recuerdos empezaban a aflorar más fácilmente ahora, y Carlos recordó como sufría tratando de cerrar esas tranqueras de alambre. En la teoría el mecanismo de funcionamiento es sencillo, pero en la práctica es un difícil juego de habilidad con las manos, similar a esos juegos de ingenio donde hay un artilugio de alambre cerrado que tiene dos o tres argollas que hay que tratar de sacar haciendo una pirueta imposible. Detuvo la camioneta y se bajó a examinar la tranquera. La levantó de un extremo y la arrastró al otro lado, apartándola del camino. Volvió a subir a la camioneta y prosiguió la marcha.

 

Siguió avanzando mientras los kilómetros pasaban lentamente. En ésta parte la huella estaba menos cubierta de arbustos, pero más maltrecha por las lluvias y el paso de los vehículos en épocas pasadas. Quince kilómetros más adelante la huella trepaba una suave pendiente y Carlos contuvo la respiración en forma instintiva. Del otro lado de esa subida tenía que verse el casco de la estancia, y por ende, tendría la visión que estaba buscando. La camioneta trepó sin problemas la suave pendiente y se detuvo justo en la parte más elevada. Allí estaba lo que había venido a buscar. Una extensa planicie se extendía delante de él, solamente interrumpida por dos cosas. La primera era un accidente geográfico natural, un arroyo de caudal impredecible que había tallado una ancha quebrada en la tierra arcillosa a lo largo de cientos o miles de años. La otra alteración al paisaje era artificial: el casco de la estancia. Desde donde estaba, a unos siete u ocho kilómetros, podía divisar cuatro perímetros cuadrados de álamos más una hilera más gruesa y larga de esos mismos árboles que se extendía desde el sureste a noroeste y que hacía las veces de cortaviento para toda la estancia. Los otros cuatro perímetros delimitaban las cuatro áreas de la estancia: la casa de Thompson, las casas de sus peones y puesteros, el galpón donde se almacenaba la lana y las provisiones, y un sector más grande donde había corrales, establos para los caballos y una pequeña huerta irrigada con agua del arroyo. Carlos dejó escapar un largo suspiro y le pareció que nada había cambiado en los últimos veinte años, o por lo menos desde la imagen que él creía era la última que había visto de la estancia.

 

Miró la hora y comprobó que recién era el mediodía, lo cual le daba varias horas de luz como para recorrer el lugar y volver hasta el pueblo más cercano. Emprendió el descenso desde la improvisada atalaya y encaró directamente al casco de la estancia. Conforme iba acercándose a los grupos de árboles y las construcciones, surgieron más recuerdos de lo profundo de su mente, que empezó a contrastar con lo que estaba viendo ahora. Ahora empezaba a notar las diferencias entre los recuerdos, algo borrosos y distorsionados, con lo que existía en realidad. Una de las primeras ausencias que notó fue el enorme molino que se levantaba entre zonas arboladas que delimitaban el galpón y la casa de Thompson. Siempre había llamado su atención ese enorme molino que parecía un faro que guiaba a los viajeros hasta la estancia. Su altura superaba la de todos los álamos circundantes, condición necesaria para poder cumplir su función de extraer agua del pozo mediante la energía eólica. Otra de las diferencias que saltaba a la vista era la menor cantidad de álamos. Parecía que las arboledas eran más traslucidas ahora, dejando adivinar las construcciones que se ocultaban detrás. Eso no ocurría en los recuerdos de su pasado, donde los álamos componían un muro verde casi impenetrable para la vista.

 

Al primer lugar que arribó fue adonde estaban las casas de los peones. Se encontró con tres casuchas, dos de ellas de adobe y la restante de ladrillos, que presentaban un aspecto más ruinoso del que recordaba. De hecho, las dos casas de adobe no tenían techo, ni puertas ni ventanas; eran sólo cuatro paredes maltrechas y abandonadas. A primera vista la casa construida en material parecía estar en buenas condiciones. Sin embargo, una mirada más en detalle revelaba signos claros de abandono: la puerta de entrada salida de quicio, los postigos de las ventanas caídos en el suelo, con toscas muestras de vegetación creciendo entre ellos, la ausencia de ropa colgada o humo en el fogón, y un largo etcétera. Una vívida imagen vino a su mente mientras examinaba las construcciones desde arriba de la camioneta y sin detener la lenta marcha. Recordó llegar con su padre al atardecer, una jauría de perros de diferentes razas que convergían hacia los recién llegados desde distintos puntos de la estancia, los peones levantando la mano en señal de saludo desde los diferentes lugares en donde se encontraban. Carlos no quiso detenerse en ese lugar, por lo que siguió avanzando por la huella que unía las cuatro zonas arboladas que componían el casco de la estancia. No se desvió hacia la zona del galpón ni de los corrales, sino que encaró directamente para la que una vez fue la casa de Thompson.

 

Lo primero que notó, antes siquiera de ver en detalle la casa de Thompson, fue la ausencia de la pesada tranquera de madera que dividía el perímetro donde residía el dueño de la estancia cada vez que venía de visita, y el resto del casco, reservado para los peones y trabajadores temporales. Recordaba claramente que esa era la única tranquera que a él le gustaba abrir, porque no era de alambre, sino una sólida y pesada tranquera de madera, con grandes tornillos y grampas de hierro que le daban solidez al conjunto. Ahora no existía ninguna tranquera, y de hecho, no quedaban ni rastros del alambrado que alguna vez separó este micromundo del resto de la estancia. Atravesó la etérea presencia de la tranquera y detuvo la camioneta. Se bajó y se quedó parado al lado de la camioneta, escuchando el siseo del agua caliente en el radiador. Su mirada estaba clavada en la vieja casa de Thompson. En los recuerdos de su niñez y adolescencia la casa aparecía enorme, con grandes ventanas, una puerta principal de dos hojas, toda rodeada de un sencillo pero vistoso jardín, y pintada de un delicado color durazno. Ahora, en pleno siglo veintiuno, la casa no parecía tan grande, las ventanas se le antojaron pequeñas y la puerta principal había sido reemplaza por una puerta de chapa de las más ordinarias (e incluso ni se habían molestado en revocar a los lados del marco). Del jardín no quedaban ni rastros, y la casa tenía un color amarillo grisáceo, manchado por las lluvias y descascarado por los vientos. El techo de chapa a dos aguas parecía a punto de derrumbarse, todo hundido en el centro y con chapas a punto de soltarse en las esquinas. Carlos caminó hacia el umbral de la puerta principal, mientras trataba de absorber todos los detalles con su vista, para luego compararlos con sus distorsionados y borrosos recuerdos. Ya habían pasado casi veinte años de la última vez que estuvo en la estancia “El Arroyo”, por lo que era normal encontrar las cosas diferentes, no sólo por lo que habían cambiado en todo este tiempo, sino por las mismas deformaciones a las son sometidos los recuerdos con el pasar de los años. Se detuvo frente a la puerta de chapa de la entrada y tanteó el picaporte. Con sorpresa se encontró que la puerta estaba cerrada con llave, como si eso fuese a detener a un hipotético usurpador o ladrón en la soledad de estas tierras. Caminó hasta la esquina izquierda de la casa, la rodeó y se detuvo frente a la ventana que daba a la cocina, que no tenía postigos (ni nunca los había tenido). Los vidrios estaban sucios pero enteros, y la madera de los marcos estaba reseca y resquebrajada, con unos leves trazos de color verde, de la pintura que le habían aplicado varias décadas atrás. Carlos acercó el rostro al vidrio y se cubrió con las manos, para apantallar la luz solar. La habitación aparecía desolada, sin muebles, quedando solo la mesada de granito como mudo testigo de la mudanza. No estaba la mesa, ni las sillas, ni el aparador, y ni siquiera la cocina a leña. El suelo de madera lucía polvoriento, sin nada que delatase una presencia humana en los últimos años. Carlos se alejó y siguió rodeando la casa.

 

Las siguientes dos ventanas tenían sus postigos cerrados, pero una de ellas cedió fácilmente luego de propinarle un golpe seco en la parte de abajo. Carlos la abrió y se acercó al vidrio a confirmar si esa era la habitación que él creía. Efectivamente era esa, el dormitorio de los niños. Allí dentro parecía que el ímpetu de la mudanza había sido menor, porque aún estaban los dos catres de metal, aunque sin colchones, y el enorme ropero de cuatro puertas. Faltaban los accesorios de iluminación, pero el aspecto general de la pieza se conservaba. Carlos recordó los momentos pasados dentro de esa habitación, solo o con la compañía de su hermano menor (eso había ocurrido solo en los últimos tres o cuatro viajes). Recordó las noches en las que su padre (o su madre en las ocasiones que viajaba con ellos) apagaba la luz de la lámpara de kerosén y todo se sumía en la oscuridad. Escuchaba los ruidos de los insectos en el exterior, el crujir del techo de chapa y el piso de madera, los ruidos propios de una casa antigua. El señor Thompson venía pocas veces al año a la estancia, por lo que la mayoría de las ocasiones que Carlos venía con su padre ocupaban la casa de Thompson y la tenían solo para ellos. Ocasionalmente ocurría que el señor Thompson también venía en las mismas fechas, o en el mismo viaje, con ellos, y tenían que compartir la casa. Eso a él no le gustaba, porque el señor Thompson era un tipo hosco y no lo trataba con simpatía.

 

Se apartó de la ventana y siguió rodeando la casa. Después de dar unos pasos se percató de que una lágrima le rodaba por su mejilla. Se la secó con el dorso de la mano y sintió que se le caía otra, además de sentir una repentina angustia. Él sabía que había venido a escarbar en sus recuerdos, pero no contaba que éstos podían afectarlo demasiado. Llegó hasta la ventana del comedor y se asomó a ver su interior. Lo que veían sus ojos era un ambiente enorme lleno de polvo, de unos seis por cuatro metros, con un fogón en uno de los rincones y dos puertas cerradas que daban al hall de entrada y al pasillo distribuidor, respectivamente. Sin embargo su mente veía otra cosa. En su mente se reproducía una cálida mañana de primavera, tomando el desayuno con sus padres y su hermano menor de apenas un año, mientras el canto de los pájaros y el suave murmullo de los árboles entraban por la ventana. Recordó lo feliz que había sido en ese momento, la armonía que lo rodeaba y la inexistencia de preocupaciones. Él tenía ocho años y sus sueños pasaban por ser astronauta o arqueólogo. Más de veinticinco años después se encontraba viéndose a si mismo en ese comedor y comprobaba como la vida lo había llevado por caminos insospechados. No se había convertido ni en arqueólogo ni en astronauta, sino en abogado. La vida no había vuelto a tener la calidez de esa mañana de primavera de su niñez, ni volvió a sentirse envuelto en esa armonía nunca más. Sin embargo ahí estaba, viéndose nuevamente a través del cristal de sus recuerdos, rescatando del olvido un momento de su vida que de tan simple y mundano se tornaba único.

 

Pasaron largos minutos antes de que Carlos se apartase de la ventana del comedor. Tenía los ojos inundados de lágrimas y una sensación mezclada de angustia y alegría. Volvió a la camioneta con pasos lentos, sin apuro y casi sin fuerzas. Pensó en ir a ver el arroyo, en buscar el lugar desde donde se podía ver la pequeña cascada que se formaba en unos de sus recodos, o en recorrer los establos y el galpón. Pero no hizo eso, sino que se subió nuevamente a la camioneta y la puso en marcha. Miró la hora y comprobó que había pasado más de una hora desde que atisbó por vez primera el casco de la estancia. Era hora de volver al pueblo más cercano, era hora de volver a su vida normal. Dio la vuelta y recorrió toda la huella en sentido inverso, circulando a paso de hombre. Vio por el espejo como quedaba atrás la casa de Thompson y se secó una lágrima en forma instintiva. Pasó al lado del galpón y ni siquiera miro hacia adentro. Pasó nuevamente al lado de las que alguna vez fueron las casas de los peones y dedicó unos segundos a visualizar algunos recuerdos desperdigados. Finalmente retomó la huella y aceleró un poco más. Condujo mirando alternativamente la traza de la huella y el espejo retrovisor, donde el casco de la estancia se hacía cada vez más pequeño. Sintió oleadas de recuerdos, una serie de retazos de su memoria que salían a la luz simultáneamente. Pero nuevamente su mente volvió al comedor, a esa mañana de primavera, a esa felicidad, esa paz. Sintió ese calor nuevamente en su cara y la sensación de angustia se fue diluyendo. Ahora se sentía aliviado. Por fin sabía lo que quería hacer con su vida, con sus sueños y con su familia. Aceleró un poco más y se propuso volver a casa antes de lo previsto, para sorprender a su familia. Estaba a tiempo de vivir una vida plena y por primera vez en muchos años sintió que hacía las paces con su pasado.

 

Cuando llegó arriba de la subida desde donde había apreciado el casco de la estancia, dio un último vistazo a través del espejo y prometió volver. A partir de ahora, cada vez que su vida se encerrase en un callejón sin salida, volvería acá, a buscar esa cálida mañana de primavera, ese instante de paz, felicidad y armonía. Sonrió y ninguna lágrima rodó por su mejilla.

 

 

 

FIN

 

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