Relato 039 - Nadie cuidará de ti
when you have no one, no one can hurt you
BONNIE ‘PRINCE’ BILLY You will miss me when I burn.
Fue una mañana de invierno (recuerdo la escarcha cubriendo el brocal del pozo) la que mi sobrina Amparito eligió para nacer. Nadie, ni por asomo, supuso entonces que el parto iba a contar con visitante tan insospechado.
Pasados los años, aún no se explican como el cerdo, que había esquivado el cuchillo en el patio en que mataban aquel día, pudo irrumpir despavorido en la alcoba donde mi hermana, en un puro alarido, llevaba buen rato empujando, asistida por la partera y un par de vecinas. Cuando quisieron acordar, había echado la boca sobre la cabecita que ya asomaba del vientre de la madre, y tiró con tal fuerza de la criatura que la alumbró a la vida. Por poco la descoyunta.
En apariencia, la pequeña resultó ilesa y no requirió, por descontado, de azote alguno para romper a llorar con la angustia que padecen los que, a pesar de sus pocos instantes de vida, han visto a la Muerte tan de cerca. Por desgracia, los dientes del cochino, con el zarandeo, atravesaron unos huesos por fuerza todavía tiernos y, a los pocos meses, resultaban ya evidentes el retraso en el entendimiento y la falta de lustre de la chiquilla.
Pensaba, angustiado, que era probable que coincidiera con alguna de las numerosas matanzas que, llegados los fríos, tendrían lugar en aquellos días de diciembre. La violenta llegada de mi sobrina sin duda debió dejarme poso y, con el devenir de los años, mi aversión por aquellos animales, en lugar de menguar, fue en aumento. Me resultaban insufribles los desesperados chillidos que proferían los elegidos por el gancho para el sacrificio; verlos clavar las pezuñas en la tierra, plantando cara en balde al despiadado tirón que por la garganta irremisiblemente los arrastraba a la muerte, me descompuso el vientre más de una vez.
A medida que el viaje tocaba a su fin y llegaba a mi destino, la imponente silueta de los montes de Toledo se adueñaba casi por completo de la superficie del parabrisas. Poco importaba que conociera cada detalle de un paisaje de sobras familiar pues, según me acercaba a los aledaños del pueblo, la ilusión de adentrarme en un territorio inexplorado iba creciendo. Al igual que en las dos ocasiones anteriores, un intenso aroma de flores de jara perfumaba un aire enrarecido.
Las horas solo al volante, lejos de lo que supuse, no habían calmado la inquietud que aún sentía, después de atender la llamada de Orestes en plena madrugada. En realidad, a duras penas pude descifrar aquellos balbuceos que, sumados a los hipos que solían dominarlo cuando el miedo hacía mella en sus tripas, consiguieron intranquilizarme todavía más. Aunque fiel y servicial como los galgos de ojos famélicos y sumisos de la tierra, a la vista de sus pocas luces, todos (yo incluido) pensamos siempre en el pueblo que no estaba del todo hecho. Anastasia, por suerte, no debía andar lejos, y dando un grito a su marido que me obligó a separar un palmo el auricular, tomó el relevo al otro lado de la línea para darme la noticia de manera tan breve como su descarnada silueta.
La cabeza me estallaba por los repetidos deslumbramientos y la atención continuada a la que me obligó la intrincada carretera comarcal. Apoyé un pie sobre la calle empedrada y salí con alivio del útero opresivo en el que se había convertido el interior del vehículo. Un olor intenso a morcillas de año y leña ardiendo me envolvieron; los ventanucos abiertos de las cocinas, atravesadas de varas repletas de embutidos oreándose, desprendían blanquecinas columnas de humo, alientos agitados de bestias al acecho. Quebrando el hielo que ya empezaba a formarse en la cerradura, giré la llave y empujé con fuerza el portón familiar; el resguardo acogedor del patio alivió momentáneamente los efectos de la helada y el cansancio del viaje. En el pueblo, al abrigo de las gruesas mantas y el silencio de la madrugada, los cuerpos se abandonaban al sueño, indiferentes a mi furtiva presencia. Nada más entrar en la cocina, el aroma de una bandeja de puches, colocada sobre la encimera, me hizo saborear de nuevo las apresuradas meriendas de la infancia; se conoce que madre las habría preparado de víspera, y asentaban hasta el día siguiente, ganando así cuajo y gusto a anises. La tibieza de las brasas, apenas vivas en el hogar, rindió la escasa voluntad de mis parpados; los años parecían no haber pasado y recordé a Milagros, mi querida esposa, disfrutando todavía de una salud que se me antojó siempre inquebrantable, ajena aún a la temprana demencia que, agazapada, comenzó a arrimársele al alma como una segunda sombra. Cumplían dos años desde que, aparecidas las primeras alucinaciones, enloqueció de tal modo que no hubo más alternativa que mudarnos a Madrid, y procurarle así los cuidados médicos que requería, dejando en manos de Orestes y Anastasia el cuidado de la casa familiar y el molino de aceite.
—Te esperaba más temprano.
La voz tosca de Anastasia me sobresaltó. Resguardada en la penumbra, hurgaba en el rescoldo con gesto cansado.
—No me da la vida —susurré cerca de su oído, al inclinarme para ofrecerle unos brazos de los que la fuerza parecía haber escapado.
Mientras, Orestes, hecho un ovillo sobre el humilde enlosado, dormitaba sin reparar en el fino hilo de baba que fluía, como un diminuto riachuelo, desde la comisura del labio hasta un mentón ya falto de afeitar.
Abracé a mi hermana.
Sentí que sus delgadas carnes, vestidas de luto severo, se escurrían como las de una anguila, negándose obstinadamente a dar forma al contorno de mi abrazo. No quedaba en ella vestigio alguno de la hembra entera y poderosa que guardaba en mi memoria; si acaso, la mirada intensa de unos ojos negros que, desde joven, le habían conferido la melancólica belleza de los animales salvajes de la sierra. Me costaba mucho reconocer en aquel maltrecho saco de huesos a mi hermana mayor, a la compañera cercana que siempre se las ingeniaba para devolverme la sonrisa en los días oscuros en que a padre se le iba la mano con la botella, y echaba a volar el cinto como un poseído.
Si he de ser sincero, a mi hermana y a mí pocas veces nos puso la mano encima, pero lo cierto es que, a nuestra corta edad, verle atormentar a madre con tanta saña entrañaba castigo más que suficiente. En las semanas que precedieron a su suicidio, permaneció callado y como ausente, sin probar bocado ni salir apenas de la cámara. Tía Basilisa, mujer estudiada y medio bruja, aseguraba que las ondas de colores que se formaban en la superficie de los pozos de aceite del molino lo habían hechizado. Para decir verdad, creo que el avance de la cirrosis y los malos remordimientos hicieron por fin que perdiera el juicio y las ganas de vivir.
Todavía no me cumple en las entendederas de qué manera reunió los arrestos para dejarse caer a plomo, colgado de la soga que abrazaba la viga grande de la cámara, la engrasada con sebo de guarro, la que, a veces, se usaba para alzar los sacos de pienso más pesados. El latigazo seco del cabo al tensarse no llegó a troncharle el cuello de primeras, por lo que, de seguro, fue ahogándose hasta morir; se conoce que tuvo que patalear lo suyo y sacudirse como una piñata, pues Amparito dijo que cuando le encontraron ahorcado, el montón apilado de manzanas que andaba cerca de sus pies estaba hecho un desbarajuste, como quien dice, manga por hombro. Amparito, con los ojos todos llenos de lágrimas y la boca pintada de burriagas, dijo también que se azoró al ver lo tiesa que se le había quedado la verga, y no tuvo por menos que disimulársela ayudándose de los pliegues meados del pantalón.
— ¿Y madre? —pregunté, tal vez esperando una vez más el tibio cobijo que siempre hallé en mi hermana durante aquellos instantes terribles, cuando de sobras sabía que madre, molida a palos y medio inconsciente, se lamía los correazos refugiada en la oscuridad del dormitorio—. ¿Está bien?
—Me la encontré en la cocina hace un par de días aviando unas judías como si nada —contestó Anastasia, sin poder evitar que sus endurecidos labios se curvaran en algo parecido a una sonrisa—. ¿Cómo se las compondría para abrir la casa sin llaves?, ¡pachasco, me dio un susto que paraqué!
Agachó los ojos y noté que su semblante ensombrecía bajo un halo de tristeza. Orestes roncaba plácidamente ofreciendo la espalda, indiferente a la conversación.
—Me preocupa; con ésta es ya la tercera vez que se escapa —dijo, enjugándose las lágrimas con un pequeño pañuelo arrugado que cobijaba en el hueco de la manga—. No hace más que preguntar por ti: «¿dónde está mi alhaja, dónde?», repite a cada momento.
—Fue todo tan rápido que no acaba de acostumbrarse, hay que tener paciencia —repliqué, con no demasiada convicción.
Orestes rezongaba entre sueños al darse la vuelta, y mi hermana aprovechó para limpiarle la baba, acariciándole fugazmente la mejilla con el dorso de una mano, mientras llevaba a sus labios el dedo índice de la otra para pedirme en silencio que bajara el tono de voz.
—Mandé recado a Cosme, el encargado, con Amparito, para que supiera que madre se encuentra aquí y quedara tranquilo. Encargué a la muchacha que también le dijera que, como de costumbre, la acompañarás tú en el ingreso —explicó mi hermana, sirviéndose del atizador para trazar círculos casi perfectos sobre la ceniza—. Come algo antes de marchar, tienes en la fresquera medio plato de migas y unos pimientos. Después la llamas, tuve que darle una pastilla de dormir: no había manera de que le cogiera el sueño.
—Descuida mujer.
Olvidada la dulzura que había mostrado sólo unos segundos antes, Anastasia se puso en pie y propinó una patada a Orestes, que abrió los ojos sobresaltado y la siguió como un perrillo fiel. Al tiempo que descorría el cerrojo de la puerta, mi hermana preguntó:
— ¿Cómo quedó Milagros?
Cruzaron el patio con los primeros clarores del día, y salieron a la calle antes de que pudiera responder.
Madre había despertado y me miraba sonriendo desde la alcoba. Una media luna encarnada, recuerdo perenne de su caída al bajar del correo en la estación de Palos de Moguer, brillaba sobre su frente surcada de arrugas. Le devolví la mirada con firmeza, luego de abrazarla largamente.
—Por Dios, hijo mío, no me mires de ese modo, hago lo que puedo para hacerme a la idea, pero sueño que padre vuelve y siento temor por ti —dijo, derramando una única lágrima que se me antojó de plata pura.
Arrimé la cafetera al fuego y preparé un café negro con pan migado que apenas probó. Tras vestirse, prendida de mi brazo, salió a mi lado y tomamos juntos la vereda de Hontanar. A medio camino, Cosme esperaba para acompañarnos hasta la puerta; con un chirrido insoportable empujó la vieja verja y, guiándonos entre las sepulturas, nos dejó solos en la entrada del panteón.
—Ten paciencia y cierra cuando acabes —dijo, estrechándome la mano antes de irse.
Sacudí el polvo de la mortaja y me dispuse a ayudar a madre para que se acomodara en el ataúd.
—Quede tranquila, dejaré dicho a Cosme que le eche un ojo siempre que pueda y no olvide acercarse a charlar con usted de cuando en cuando.
— ¡Qué solito te me quedas, hijo mío! Ahora nadie cuidará de ti.
De la labranza cercana me llegó el chillido inconfundible de los guarros resistiéndose al cuchillo. Me tape los oídos y apreté el paso para alejarme cuanto antes de allí.