Relato 034 - Rocinha

Podía notar como la gravilla se clavaba en su cara. El olor a humedad, pero no la humedad placentera de la lluvia, sino orines, agua estancada, sudor y sangre. Podía escuchar los latidos de su corazón, sentirlos en las sienes notando como se debilitaban, como si se alejaran persiguiendo el calor que abandonaba su cuerpo. Podía escuchar pasos, carreras, gritos de gente, cristales rotos, insultos escupidos con ira y miedo. Podía…

I

— ¡Corre, corre!

El joven mulato con el pelo rapado, no podía hacer otra cosa que correr. Aferraba fuertemente la pequeña cartera negra de cuero, mientras corría tratando de no chocar con la gente, que agolpaba la pequeña callejuela.

Rocinha, el barrio más pobre, donde puede pasar de todo pero nadie ve ni oye nada. La zona resultaría imposible para cualquiera que no la conociera, pero no era el caso. Las laberínticas callejuelas podían no tener salida en cualquier momento, esto no era algo que le preocupara a él, puesto que llevaba toda la vida viviendo bajo el amparo de estas mismas calles. Buscando la sombra de las pequeñas casas de los más diversos colores, superpuestas unas sobre otras. El suelo alternaba adoquines, con barro y basura casi a partes iguales.

Podía oír los insultos tras él. A pesar de ser en otro idioma, uno siempre los entiende. Si fuésemos capaces de hablar todos los idiomas de los que conocemos los insultos…era algo que siempre decía la vieja Lucrecia.

La gente maldecía al sufrir los empujones provocados por su paso. La vieja Lucrecia le miraba divertida al final de la callejuela fumándose un puro. Vestida como siempre con su traje típico, se hacía fotos por la voluntad con los turistas, que perdían la cartera cuando menos lo esperaban. Ni siquiera sabía si el botín que Marco le había pasado merecía la pena. Notaba el tacto del cuero. Al principio placentero, ahora resultaba un poco pegajoso a causa del sudor de la palma de su mano, que aferraba fuerte la cartera negra.

Marco era su amigo de toda la vida, ese amigo al que tu madre no quiere que te acerques, pero resulta imposible no hacerlo. El padre de Marco estaba en la cárcel y él vivía con su abuelo. Realmente solo pasaba por la casa para dormir, no creía que a su abuelo le molestara su presencia. Normalmente no estaba lo bastante sobrio como para saber si estaba o no en la casa. La madre de Marco llevaba unos meses fuera, según ella por trabajo, pero a Marco no parecía convencerle la idea.

Entre las muchas habilidades de Marco, destacaba la agilidad y velocidad de sus manos, era capaz de desvalijarte en menos de seis segundos.

Ahora Luis corría hacía el lugar que habían pactado, con la cartera que Marco había robado a algún incauto turista.

Le pareció como si Lucrecia le guiñara un ojo al pasar. Esta se levantó moviendo las decrépitas caderas, taponando ligeramente la boca de la calle. Los insultos parecían alejarse, y no pudo evitar reírse mientras se giraba ya seguro de que ese turista no podría seguirle. Lucrecia le había detenido el tiempo justo y ahora no sabría por donde había girado. Estaba claro que Lucrecia se merecía un premio, le conseguiría uno de esos puros que tanto le gustaba fumar, pensaba mientras corría.

Un último vistazo hacía atrás, nada. Notó el topetazo antes de poder girar la cabeza. Cayó desparramado al suelo totalmente patas arriba. La cartera salió despedida de su mano y fue a parar al suelo junto a una suela de zapato enorme. El zapato comenzó a moverse, eran negros, brillantes, elegantes. Vio como la persona que viajaba sobre ellos se incorporaba, pues había caído tras su involuntario empujón.

Con un traje blanco ahora manchado de barro, el hombre se incorporó rápidamente con un gesto contrariado que no trataba de disimular. Le dirigió una mirada gélida, metió la mano dentro de la chaqueta y sacó una pistola. No era la primera vez que veía una Taurus de 9 mm, pero esta vez le apuntaba directamente a la cara.

—Quien cojones eres y qué haces.

Cuando se disponía a contestar, vio a las mujeres que se encontraban detrás del individuo. Con escasa y sexy ropa, pinturas de guerra, la más alta llamó poderosamente su atención. Pero no por su altura, por sus ojos extrañamente verdes, o por su flequillo liso sobre su pelo rizado, que tapaba parcialmente su cara. Si no porque era su madre. Consiguió recuperarse lo suficiente como para contestar con un hilo de voz.

—Soy Luis, tengo doce años y…— vio como el hombre apretaba la mandíbula y enmudeció quedándose arrodillado, inmóvil, esperando.

II

Ernesto corría cuesta abajo, la inercia hacia que le fuera prácticamente imposible mantener el control de sus extremidades. El batir de sus brazos hacía pensar que estaba cazando moscas. Avanzaba envuelto en una película de sudor, que se adivinaba en la camisa del uniforme.

Llevaba toda la mañana patrullando en el nuevo Duster. La ronda se hacía eterna por las callejuelas con el coche a veinte kilómetros por hora. Había bajado del coche patrulla cuando vio pasar a Marco corriendo. Marco pasaba más tiempo en las dependencias de la policía que en su propia casa. Ernesto, una vez había bajado del coche, trataba de alcanzarle. En vez de correr tras de él, estaba intentando cortarle el paso. Estaba seguro de por qué calles pasaría para despistar al pobre turista. Justo en el cruce de las calles de Santa Marta y Santa Margarita se produjo el topetazo. Marco cayó de bruces y al levantarse sangraba por la nariz. La corpulencia de Ernesto lo había mantenido en pie, a pesar del tambaleo que había sufrido. Marco le miró con una expresión de fingida sorpresa, le enseñó las palmas de las manos antes vacías y ahora llenas de sangre.

— ¿A quién se lo has pasado esta vez?—Ernesto se acercó tendiéndole la mano, para ayudarle a levantarse.

— ¿El qué? ¿De qué hablas? Joder creo que me has roto la nariz, debería denunciarte por abuso de poder— Apenas terminaba la frase, recibió un pescozón en la cabeza que le hizo dejar de protestar en el acto— Estará en la plaza del viejo cine.

—Vete, y mírate esa nariz.

Ernesto reemprendió la marcha hacía la plaza del viejo cine. Estaba seguro de que allí encontraría al compinche que hubiera ayudado a Marco, de la misma manera que estaba seguro de que el turista no llegaría hasta allí.

Tal vez tendría que haber vuelto a por el coche, no dejaba de pensar en ello cuando giro la esquina y desembocó en la plaza. La imagen frente a él, hizo que se llevara una mano rápidamente a la funda del revólver y la otra al pequeño transmisor de radio.

Frente a él, un joven arrodillado miraba fijamente resignado el cañón de una pistola, que apuntaba directamente a su cara.

III

La gente aun sin acercarse no podía evitar mirar la escena. El estallido resonó por toda la plaza, haciendo que todos los que no se habían percatado de la situación, se dieran por enterados. Comenzaron los gritos y las carreras.

Ernesto salió corriendo mientras sacaba el arma de la funda. No apartaba la vista de la pistola ahora con el cañón humeante. La pistola ahora se agitaba presa de los nervios de la mano que la aferraba. El cuerpo yacía boca abajo, mientras una mancha roja se expandía por el suelo adoquinado.

Clara lloraba nerviosa mirando a su hijo. Este, le devolvía la mirada intentando levantarse del suelo. Le costó enormes esfuerzos hacerlo. El miedo le había dejado completamente paralizado.

Ernesto llegó a su altura.

—Tranquila, ahora dame la pistola— Clara alzó la mirada y pudo ver a Ernesto, que con la palma levantada guardaba su pistola en la funda, tratando de tranquilizarla. Su mano temblorosa soltó poco a poco el arma, dejándola caer al suelo.

Clara no recordaba la cantidad de veces que Ernesto la había detenido, pero esta vez era diferente. No era por ejercer la prostitución, esta vez no valdría con darle unos cientos, o hacerle algún favor de los que a él le gustaban. ¿Quien se haría cargo de su hijo? Mejor solo que muerto pensó. Notaba las lagrimas recorrer su rostro precipitándose sobre el mar de sangre.

La gente ahora sí se estaba agolpando, todos querían ver el cuerpo sin vida, a la asesina, y al policía bañado en sudor. Ernesto se llevó el pequeño transmisor a la boca, pero antes de que pudiera abrirla le sorprendió una nueva detonación. Esta vez notó el calor del fuego entrar por su estomago, acompañado de un fuerte calambre que recorrió todo su cuerpo. Frente a él, el pequeño de doce años que había recogido el revólver de su madre.

Le miraba con temor, incluso tal vez con algo de arrepentimiento. Notó una mano agarrar la suya y tirar de él. Ambos madre e hijo se perdieron por el enjambre de calles. Esas calles en las que ni se ve, ni se oye, ni se cuenta nada.

…Apenas si puede notar la fría gravilla en su rostro, el olor a sangre y muerte lo invade todo. El calor es ahora un vago recuerdo, los gritos poco a poco se han ido apagando al compás de los exiguos latidos. El suelo le abraza, le atenaza fuertemente. Se alejan los pasos, las carreras, los gritos de gente. Tan solo quedan el miedo y la muerte.

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