Relato 031 - El árbol
Es un roble milenario. Creo que es un roble. No sé demasiado de botánica. Pero el nudoso tronco que tengo al alcance de mis dedos se corresponde con la idea mental que siempre he tenido sobre cómo debe ser un roble. No tiene el alto y delgado tronco de un pino, ni tampoco las caídas ramas de un sauce. Es un roble. Pero no es uno cualquiera. Alzo la mirada, hacia su frondoso follaje inabarcable. El sol juguetea entre las hojas, tratando sin éxito de alcanzar con sus rayos las grandes raíces que sobresalen por encima de la tierra húmeda. El viento mece suavemente las grandes ramas, provocando hipnóticas ondulaciones en las hojas que adormecen a cualquiera que las contemple.
Nunca he estado aquí antes. Y sin embargo, siento como si siempre hubiese pertenecido a este lugar. Es una sensación extraña, pero reconfortante al mismo tiempo. La hierba salvaje se arremolina en torno a mis pies, bajo la sombra del gran árbol.
Los lugareños dicen del árbol que es tan antiguo como el mismo mundo. Evidentemente, lo primero que uno piensa ante semejante idea es que se trata de una exageración, fruto del limitado imaginario de gente que no ha visto todo lo que se extiende fuera de este valle perdido.
Pese a ello, siento bajo sus ramas una sensación cálida, como si alguien muy querido que se marchó hace ya muchos años, hubiera regresado para abrazarme de nuevo. Es una sensación difícil de transcribir en palabras, pero sé, de un modo que no alcanzo a comprender del todo, que este árbol es el origen y destino de todo.
Comprendo como puede sonar esto a oídos de cualquier persona mínimamente escéptica. Es más, yo siempre he sido escéptico hasta tal grado que agotaba la paciencia de aquéllos que trataban de convencerme de algo sin más recursos que argumentos de cimientos precarios. No estoy diciendo que el árbol sea una representación de Dios; sea el judeocristiano, alguno de los múltiples que tienen los hindúes, o el gran espíritu de los inuit. Nunca he creído en ningún poder superior a la naturaleza del hombre. Es el ser humano, y nadie más, quien con su egoísmo y su altruismo ha ido escribiendo cada una de las páginas de su historia. Nunca he tenido motivos para creer en nada ni nadie todopoderoso y omnipresente. Ni tampoco voy a empezar a creer ahora.
Sencillamente, el árbol tiene casi con total seguridad miles de años, y ha vivido más y sus raíces son más profundas que las de cualquier linaje humano que se pueda rastrear con garantías. En su muda contemplación del mundo, ha debido ir acumulando una sabiduría, desde mi percepción mortal, infinita. Considero que le debo respeto. Una sensación probablemente absurda por mi parte. Pero así lo percibo en lo más profundo.
El árbol de la vida. El lugar donde la vida brotó al mundo. Aún hoy, cuando la ciencia moderna nos ha permitido enfrentarnos a la ignorancia y la superstición, esta sencilla idea, este mito local, no deja de cautivarme. Es… hermoso.
Cogí un tren en Venecia hace una semana. Me condujo al noroeste, a la región septentrional, donde las montañas siempre amanecen cubiertas por la nieve. La primera vez que yo oí hablar sobre el árbol fue hace muchos años. Nada menos que en el décimo aniversario de mi hija mayor. Hoy tendría cincuenta y dos años. Recuerdo perfectamente la historia que contó un cuentacuentos a mi hija y sus amigos. Aquel tipo, como un auténtico flautista, encandiló la imaginación de los niños con aquella bonita historia. Y de algún modo también me hechizó a mí. Pues allí estaba yo, tantos años después, contemplando los contornos inmaculados de los Alpes por la ventana del tren, a la búsqueda del mítico árbol de la vida.
El viaje en tren fue bastante cómodo, en comparación a los trenes que cogía cuando era joven. Mi reservado contaba incluso con un pequeño lavabo privado. Mi compañero de compartimento era un hombre maduro, de barba negra perfectamente recortada y mirada afilada. Un tipo de una erudición envidiable, y muy inteligente. Y quizás por esto último, seguramente infeliz. Aunque no intercambiamos demasiadas palabras durante la travesía, me imaginé toda su vida hasta este punto. Expulsado del conservatorio de Milán, ahora vagaba por el viejo continente como coleccionista de viejos instrumentos y partituras románticas. Vestía una elegante chaqueta negra que encajaba perfectamente con la moda del siglo XIX. Me lo imaginaba así, aplaudiendo en el estreno de La Traviata desde el palco de La Fenice, en Venecia, allá en 1853. Llorando emocionado al mismo tiempo que maldecía en secreto a Verdi por haber triunfado donde él no pudo hacerlo.
La travesía duró cuatro días y cuatro noches. En un pueblo perdido en mitad de un pequeño valle, me apeé del tren. Cuando el tren se detuvo, mi decimonónico acompañante debía encontrarse en aquel momento en el vagón restaurante. Por lo que no pude despedirme de él. El pueblo, apenas media docena de casitas de piedra con el techo de pizarra, era deliciosamente acogedor. Era la más perfecta encarnación de la típica y encantadora aldea tirolesa.
La planta baja de una de las casas era en realidad un restaurante. Almorcé al aire libre, sentado a una mesa de madera, de las de tipo picnic. Rodeado de flores de mil colores y su fragante aroma, comí hasta hartarme de pollo relleno de setas acompañado con una generosa ensalada: lechuga, zanahoria, remolacha, tomate, cebolla, maíz y queso de cabra. Puedo decir sin temor a equivocarme que fue el mejor banquete de toda mi vida.
Tras probar un chupito de un dulce licor de hierbas local y abonar la cuenta, increíblemente económica para lo mucho y muy bien que comí, le pregunté a la señora que regentaba el restaurante si sabía dónde podía coger un autobús que cruzara el valle hacia el suroeste. La parada estaba al final de la calle.
Caminé hasta por la única calle hasta llegar a la parada y me fijé en el cartel con los horarios de los autobuses. Me costó un poco entender el mapa de aquella zona, pero al final tuve claro cual era la línea que me llevaría hasta el árbol. La línea amarilla. Dirección Serfaus. Aguardé en la parada un buen rato. Contemplé las montañas alzándose majestuosamente hacia el prístino cielo estival. El único sonido que llegaba a mis oídos era la suave brisa que jugueteaba entre los tallos de hierba. Sabía que no estaba solo. Que detrás de mí, a no más de cincuenta metros, había como mínimo una persona, la dueña del restaurante. Y sin embargo me sentí como si fuese el único habitante de la Tierra. Un espectador privilegiado de la belleza primigenia de este mundo, con la parada de autobús como mi butaca. Al fin y al cabo era una mera ilusión, pero bella.
Dicha idea flotó en mi mente hasta que llegó el autobús. Lo hizo veinte minutos después que consultase el mapa de las rutas. O quizás dos horas más tarde. No lo sé. En aquel escondido y hermoso lugar el tiempo discurre de otro modo. Entre las montañas, la tierra marca su ritmo. No hay reuniones, entregas, videoconferencias o negocios que valgan.
El autobús era un vehículo moderno. Incluso estaba equipado con acceso para minusválidos, lo que confieso que me sorprendió. El chófer era un hombre canoso, fornido, con un rostro amable a pesar de un grueso bigote de extremos puntiagudos. Como no me entendí demasiado bien con él debido al idioma, compré el billete más caro. A fin de cuentas, a estas alturas poco me importaba un euros o dos de más.
Sentado tras el conductor, seguía observando las montañas a través del amplio cristal. Solo dos personas más viajaban en el autobús. Un hombre de treinta y tantos y una señora de unos sesenta. El traqueteo y las suaves oscilaciones del vehículo en aquella carretera sinuosa me acunaban, tentándome con un más que apetecible sueño después de una copiosa comida. Sin embargo, conseguí sobreponerme. Tendría todo el tiempo del mundo para dormir una vez llegase a mi destino.
Saqué el mapa que llevaba en mi mochila y cercioré que iba en la dirección correcta. Me costó unos minutos percatarme que sujetaba el plano del revés. Mi vista ya no es la misma que con veinte años, desde luego. Efectivamente, iba en el buen camino. Cuando el autobús llegó a otro pueblecito y se detuvo, aproveché para preguntarle al conductor -mediante gestos y señalando insistentemente mi mapa arrugado con el dedo índice- cuántas paradas quedaban hasta mi destino. Tras repetirme varias veces una palabra ininteligible, al final, y valiéndose de los dedos, me hizo entender que me faltaban tres paradas.
Subieron tres personas más al autobús. Cuando se detuvo en mi parada, el conductor tuvo la deferencia de avisarme educadamente. Yo le agradecí el gesto y me bajé del vehículo. Con la mochila a la espalda y mi vieja gorra del club de fútbol donde jugó mi nieto. La parada estaba en una suave curva del camino. No se veía ninguna casita cerca. Pero en realidad allí se levantaba una pequeña aldea, semioculta tras unas grandes rocas, responsables éstas últimas de que la carretera torciese en aquel punto hacia el sur. Seguí un pequeño sendero de tierra que rodeaba las rocas hasta llegar al asentamiento. Conté cuatro casas y un pozo. Un par de ancianos jugaban a las cartas sentados en la calle, bajo la sombra de un robusto edificio de dos plantas. Vi en sus rostros surcados de arrugas que aquel lugar no frecuentaba demasiadas visitas, ni siquiera de turistas mochileros.
De nuevo, docenas de macetas rebosantes de flores decoraban todos los rincones. El sitio era incluso más pequeño que el pueblecito donde había comido a mediodía. Permanecía ajeno al mundo, oculto entre la falda de la montaña y las grandes rocas grises que brotaban del suelo, semejantes a los dedos de un gigante que intentase abrirse paso desde las entrañas de la tierra.
Les pregunté por el árbol. Lo hice en tres idiomas diferentes pues, previendo esta situación, me había preparado las frases en cuestión cuando preparaba mi viaje.
Primero empezó hablando uno de los dos, el único que podía peinarse las canas. No acababa de comprender del todo el significado de sus palabras, pero brillaba en sus ojos claros una luz, un orgullo, mientras hablaba del árbol que me sorprendió. Pronto habló también su compañero. Tenía la voz más grave, y hablaba en voz baja. Se inició entre nosotros una conversación a tres bandas, con varios idiomas implicados. Ellos hablaban alemán, francés e italiano. Fue con la lengua de Dante con la que pude entender más cosas.
El árbol estaba allí, a más o menos una hora de camino. Era antiguo, muy antiguo. Siempre había estado allí. Hacía tiempo, muchos años atrás, la gente de los valles cercanos venían hasta aquí para casarse bajo sus ramas. También era tradición, cada vez más en desuso, esparcir las cenizas de los difuntos a los pies de su tronco. Ante mi pregunta de qué dirección debía tomar, ambos señalaron con el dedo un caminito casi inapreciable que se perdía en dirección al norte, hacia el bosque.
Sin embargo antes de dejarme partir se obcecaron en que jugara una partida con ellos a las cartas. Aquí nos costó aún menos entendernos. Pocas cosas son tan universales como los naipes. Jugué una partida. Otra. Y otra más. Jugué tanto tiempo que al final, sin apenas darme cuenta, cayó la noche. Había pensado con llegar al árbol aquel mismo día. Pero aquel par de ancianos y su alpina hospitalidad habían alterado mi plan inicial.
Sería una temeridad por mi parte internarme en el bosque a oscuras. Estaría bueno que antes de llegar al mítico árbol me tropezase con alguna piedra del camino y me quedase allí tirado, a tan sólo unos metros de su sombra. Por lo tanto, me dispuse a pasar la noche allí. Confiaba en que alguien estaría dispuesto a alquilarme una habitación. Cuando saqué la cartera y enseñé el dinero, mis compañeros de cartas me miraron extrañados; en un primer momento no entendieron. Hice el gesto de acostarme, llevándome las manos juntas a la mejilla, a modo de almohada. Cuando uno de ellos comprendió lo que me proponía, me hizo guardar de nuevo el dinero con unos aspavientos que nunca habría imaginado en un austriaco. Si bien es cierto que la frontera con Italia no podía estar mucho más lejos que dos o tres valles al sur. Así pues, hice noche en aquella aldea sin nombre. Dormí como un bebé. Dormí como nunca en la vida he dormido.
Me desperté con ánimo de enfrentarme a cualquier cosa, superar cualquier reto. Almorcé ligero, les agradecí de corazón su hospitalidad y me despedí de mis compañeros de naipes y de la hija de uno de ellos, en cuya casa había pasado la noche. Me cargué la mochila a la espalda y me coloqué la gorra del club de mi nieto. Salí al bosque y siguiendo la senda que discurría remontando el curso de un riachuelo, me dirigí a mi última parada. El árbol.
Trepo con cuidado sus nudosas raíces. Alargo el brazo y acaricio con ambas manos la rugosa y dura superficie, sintiendo cada surco, cada nudo, en mis palmas arrugadas. Mi mente está despejada. Por primera vez, estoy en auténtica paz. No pienso en nada. Sé que he llegado al final de mi viaje. Es una seguridad interior que nace en lo más hondo y que no requiere de razonamiento o pensamiento alguno. A estas alturas de mi vida, no requiero una explicación. Me quito la mochila y la coloco en una oquedad formada por dos raíces que sobresalen del suelo. Me palpo mis maltrechos riñones, agotados tras tantos días de viaje. Me saco la gorra y alzo la vista al cielo, contemplando el mar verde que se alza majestuoso sobre mi cabeza. Y al fin me siento con la espalda recostada contra su grueso tronco dorado.
Tengo ochenta y seis años. He vivido una vida larga y plena. Buenos y malos momentos. He conocido el amor, el cariño, la amistad. Pero también la envidia, los celos y la ira. A lo largo de todo este tiempo he visto nacer, crecer y reproducirse a mis hijos y a mis nietos. Pero también he tenido que enterrar a una hija y a dos nietos. Paso los dedos por encima del escudo del club de fútbol bordado en la gorra. Ojalá pudiera haber dado mi vida por la de ellos. Con sumo gusto hubiera pagado el precio. Pero las cosas no funcionan así. No hay nada que justifique el sobrevivir a tu descendencia. Es la prueba clara de que el mundo es salvaje y caótico.
He vivido muchos años. Qué demonios, he vivido demasiado. Aquí y ahora, cierro los ojos por última vez. Envidio en estos momentos al creyente, quien sabe, o cree saber, qué es lo que le aguarda más allá del último sueño. Yo no espero nada. No existe el cielo ni el infierno. La rencarnación me parece una broma de mal gusto. Allá en lo alto, las hojas juegan a adormilarme con su suave movimiento. Solo quiero paz. Descanso. Hacerlo al fin y por una vez en la vida.