Relato 03 - Entre las Sombras

Entre las sombras

 

Todos los que me querían bien me lo tenían avisado. Igual que a mí, a todos los chicos del pueblo.

¡No te acerques al callejón por la noche, Damián!

  Yo sabía bien por qué me lo decían. La oscuridad, la sordidez, la suciedad, la atmósfera asfixiante provocada por la ciénaga de miradas desconfiadas desde las sombras… Y luego aquellos hombres. Todos entraban en el callejón, transidos, embozados, sigilosos, desconfiados. Nunca vi a ninguno salir, sólo entrar.

De día, aquellos edificios ruinosos del callejón daban pena, con enormes desconchones en las paredes mostrando impúdicamente el ladrillo rojizo, pardo o ennegrecido por el moho que se ocultaba bajo las innumerables capas de cal viva. Muchos de los cristales de las ventanas estaban rotos, y se veían flotar hilachos descoloridos de lo que fueron en otros tiempos visillos o cortinas. Las aceras acumulaban suciedad ancestral arremolinada por el viento en esquinas estratégicas o en lugares donde tal vez una boca de riego hacía de imán para las bolsas de plástico y los papeles. Pero luego llegaba la noche… Y de noche la calle se convertía en selva, en laberinto, en vórtice, en caverna.

Si entras, los seres que pululan por ese inframundo no te dejarán salir sin sacarte hasta las entrañas. Son insaciables.

Las advertencias sobran. ¡Ya no soy un niño, joder!

Vale, vale. No te pongas así. Pero avisado quedas, “adulto”.

El mes que viene cumplo dieciocho. Entonces tendréis que dejar de darme la tabarra.

  Por aquel entonces, yo iba al instituto de bachillerato “Virgen del Cerro”. Estaba en COU y quedaba la mitad tercer trimestre todavía por echar para adelante. Pasaban los días con la lentitud propia de cuando no se quiere que pase el tiempo para luego, justo al final, con el apocalipsis de los exámenes de junio, acelerar su imparable marcha hasta producir vértigo.

Marzo empezaba a traer cálidas y perfumadas brisas con la promesa de un clima propicio para el romance. Un día, estando embelesado con las incipientes curvas de algunas de mis compañeras durante el recreo, Eulogio se me acercó.

Esta noche voy a entrar en el callejón, ¿te apuntas?

─¿Qué?

─Lo que oyes. ¿Entonces…?

  Mi mirada le bastó como respuesta. Me miró unos segundos fijamente, se encogió de hombros, se dio la vuelta y se largó. Nunca más volvieron a verle. Nadie se preguntó por qué había dejado de ir a clase. Nadie llamó a su casa para ver si estaba enfermo. Ningún profesor preguntó por la causa de sus ausencias. Sólo yo sabía lo que le había pasado, y me temblaban las piernas cuando lo recordaba.  Sin embargo, yo había mordido el anzuelo aquel día. Para satisfacer mi curiosidad no tenía que ir con él, me bastaba con seguirle. Y eso hice.

  Al anochecer, yo ya estaba cerca de la casa de Eulogio, oculto por las sombras de los soportales de la casa parroquial. A esa hora ya casi no había nadie, y los pocos transeúntes se dirigían apresuradamente a sus casas para cenar, ver algo de tele y acostarse. Eulogio salió de su casa a las nueve en punto, con la sintonía del telediario. Yo esperé a que doblara la esquina de su calle y enfilara el Paseo de los Curas, camino al barrio chico, donde se encontraba el callejón. Empecé a seguirle en cuanto le perdí de vista. Dejé la suficiente distancia para que, en caso de que se volviera, no distinguiera más que una sombra entre las sombras. No se volvió. Iba andando a una velocidad endiablada, pero no corría. Al llegar a los aledaños del callejón, pareció pararse como para tomar aire o impulso. Luego reanudó el paso ligero y desapareció en el límite de la zona iluminada, como si hubiera sido abducido. Yo me acerqué hasta la misma frontera de lo desconocido, pero no me atreví ni siquiera a pisar la línea negra con la punta del zapato. Me di la vuelta y regresé corriendo a mi casa, intentando dejar atrás la estela del fantasma de Eulogio, por si le daba por perseguirme.

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  Tiempo atrás, al principio de entrar en el instituto, novato y desconfiado, Eulogio –Eu, como luego siempre llamaron los de la clase a este bicho raro- se había sentado a mi lado en un recreo. Estaba maldiciendo mi suerte por haberme dejado marcar un gol por el más torpe del equipo contrario, Segis “el cabezón”. Segismundo Redondo era un paquete con menos coordinación motriz que una ameba, y con una cabeza que “provocaba eclipses”, según los compañeros. Era al que siempre elegían el último al formar los equipos para el partidillo del recreo. Sin embargo, ese día me había marcado un gol. ¿Cómo se me habría ido la olla de esa manera? ¡Santo Dios! ¡Y justo ahora, en que era tan importante ganarse el beneplácito de los mayores! El caso es que todos me habían mirado con odio reconcentrado, y había sido inmisericordemente desterrado al ostracismo de no volver a jugar en una semana, por lo menos. ¡Y que no me vieran cerca del campo de futbito! En fin, que allí estaba yo con mi cabreo y mi ceño fruncido cuando me encontré compañía inopinada. Al principio no dijo nada. Yo tampoco. Sólo rezaba para que se largara de allí y me dejara en paz. ¡No faltaría más que encima me relacionaran con este bicho raro! Entonces, Eulogio me habló.

  ─ ¿Has estado alguna vez en el callejón prohibido?

  ─ ¿Cómo?

  ─ Si hombre, has tenido que oír hablar del callejón. No te hagas el tonto. Ya sabes lo que dicen.

  Pero yo me hice el tonto, aunque el rubor en mis mejillas dijera lo contrario, porque nadie hablaba de aquel tema. Nos lo tenían prohibido. Como tantos otros temas, era tabú. Finalmente, estallé.

  ─ ¿Por qué no me dejas en paz?

  ─ Vale, vale. Ya te dejo tranquilo, simpático. Creí que eras distinto.

Eulogio se alejó despacio, indolente, hablando solo, y yo me quedé con las ganas de decirle que sí, que era distinto, que no era como los otros, que lo que no quería eran malos rollos con el resto de la clase. En fin, que no quería ser distinto. Pero lo era. No sé si me hubiera entendido.

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Ahora, tres años y medio después -dos meses después de la “abducción”- yo ya me había olvidado de Eulogio. Con el curso recién terminado y esperando la “selectividad”, salí una noche a despejarme paseando bajo el tímido frescor de los sauces del parque. El calor acuciaba durante las horas de sol y apenas cedía su empuje con el anochecer. Después de un rato, no sé a santo de qué ni de dónde demonios me vino aquella loca idea a la cabeza, pero se convirtió instantáneamente en fijación. Dejé de pensar para permitir que mis pasos me llevaran hasta la embocadura del callejón, a los aledaños del infierno. Y allí me planté. Tal vez albergaba la efímera esperanza de volver a ver a Eu. Tal vez se hubiera convertido en uno de aquellos seres del inframundo. Tal vez sólo quisiera saciar mi curiosidad, una curiosidad malsana que nacía del tuétano de mis huesos. Tal vez.

El plan no preconcebido consistía en entrar deprisa y con precaución hasta casi el final de la calle y darme la vuelta corriendo y mirando hacia los lados a la vez, grabando con la cámara de mis ojos lo que se ocultara tras aquellos lóbregos portales. Me cagué de miedo de pensar siquiera en tropezar y caerme, o en que me salieran al paso las sombras y me rodearan, impidiéndome la huida. Seguí planeando la incursión, contemplando todas las posibilidades y buscando posibles salidas a los posibles contratiempos o, en última instancia, a la fatalidad. Al fin, estuve preparado y tomé aliento. Allá iba.

  En cuanto penetré en las sombras descubrí las borrosas siluetas de los habitantes del callejón. Al principio sólo observaban atónitos e incrédulos mi carrera. Luego, algunos empezaron a moverse inquietos y con ganas de abordarme. El pavor fue ralentizando el ritmo de mis zancadas hasta detenerlas. El plan no había funcionado. Ni llegué hasta el final, ni me respondieron las piernas para huir. Me quedé petrificado viendo acercarse a uno de aquellos seres sombríos. Una catarata de pelo azabache le cubría media cara y el hombro izquierdo. Todo su cuerpo parecía cubierto de charol negro. Cuando estuvo a medio metro se detuvo. No tuve valor para reaccionar y ella -lo supe por la brecha de carmín que se abrió sobre su barbilla- aprovechó para atacarme. Estaba desarmado, inerme, perdido. Se me echó encima y me espetó:

Por dos billetes te como entero…

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Ha pasado el tiempo y aún ahora me cuesta recordar lo que pasó aquella noche. Todas las imágenes, fotogramas en super 8 de una película mal cortada, fogonazos de un reportaje fotográfico para una revista de misterio, tienen un halo de irrealidad, una bruma de pesadilla que me impide aseverar su autenticidad. Dicen todos que después de aquel día ya no volví a ser el mismo, como si me hubieran cambiado por otro. Sé que tal vez llevara aquellos dos billetes en la cartera, sé que probablemente me dejé fagocitar por aquella criatura de la noche, aunque no recuerdo el dolor, sólo las desconocidas sensaciones de la transmutación, de la metamorfosis.

A veces me despierto bañado en sudor y jadeando. Y es entonces cuando pienso que, si alguna vez tengo un hijo, le tendré que decir que no se acerque jamás de noche al callejón.

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