Relato 029 - En tránsito

Llevaba no sabía cuánto tiempo durmiendo en aquel vagón. Como para tantos otros, el traqueteo de un tren, complementado por su monótona letanía, el machacón ruido de sus ruedas sobre los raíles, era el mejor somnífero que conocía y a él le funcionaba. Sin embargo, el dolor de cuello le impedía mantenerse en esa cómoda modorra en la que uno se puede permitir el lujo de no llegar a despertarse, sino que conscientemente se vuelve uno a dormir. O, al menos, se continúan las ensoñaciones propias del duermevela, eligiendo cuidadosamente las imágenes, dirigiendo hábilmente el argumento del sueño, seleccionando interesadamente a cada uno de los personajes participantes. A veces se complican las cosas con la aparición de un sueño dentro del sueño o, peor aún, una pesadilla dentro del sueño. Y, luego, la peor parte: despertar angustiado por no saber si te has despertado realmente o sólo has salido del sueño interior, o despertar sobresaltado por el realismo del final de la pesadilla. El suyo era recurrente: el invernal descenso por una ladera nevada –con o sin skis visibles-, cada vez a más velocidad, esquivando a velocidades de vértigo los troncos de los abetos, hasta que la velocidad hacía imposible la maniobra que le salvaría de chocar violentamente contra uno de ellos. A veces se despertaba con en terrible impacto de la carne contra la madera. Otras veces se despertaba antes a causa de la propia sensación de vértigo. Una vez llegó indemne al borde del precipicio y saltó al vacío en un vuelo de pájaro sin alas.

La verdad es que le hacía falta dormir. Se había pasado la noche anterior dando vueltas en la cama, meditando sobre lo que debía o no debía hacer, rumiando sus pensamientos hasta licuarlos y pasarlos por el irregular tamiz de su racionalidad. Y luego, durante toda la mañana del día siguiente, haciendo un ligero equipaje con lo básico para pasar las vacaciones de navidad en un viaje hacia no sabía dónde. Necesitaba estar en movimiento, quizá huyendo de la eterna responsabilidad de tomar una sencilla decisión que desentrañara el complejo entramado de posibles soluciones, la intrincada encrucijada de posibles caminos que tomar, el inextricable laberinto de puertas abiertas o cerradas que es la vida. El era, por naturaleza, pesimista, así que siempre veía las puertas cerradas -y nunca encontraba la llave correcta- o dudaba entre cuál de los senderos debía elegir cuando llegaba a un cruce. La mayoría de las veces desandaba el camino hasta reencontrarse con la sosegante realidad de lo conocido, que no siempre era bueno, pero al menos era previsible. Otras veces -las menos- optaba por emprender un camino al azar cuando se encontraba ante una bifurcación, y terminaba lamentándose de su pésima intuición y su absoluta carencia de suerte; o le hacía un guiño al azar, concentrándose en ver nítida en su mente una señal que le hiciera decantarse por un camino o por otro, siempre con el mismo desastroso resultado, siempre con el mismo desmoralizador final: cul de sac.

Ahora se encontraba incómodamente sentado sobre el skay rojo Burdeos de los asientos de aquel tren sin destino conocido. Debía tener el billete en alguna parte. ¿Dónde lo habría metido? Si al menos hubiera concursos en los que se premiara al más despistado… Se rebuscó por todos los bolsillos posibles y terminó vaciando la mochila en el asiento de al lado. Afortunadamente el tren iba medio vacío y había podido optar por un compartimento sin pasajeros. En esa relativa soledad, aislada del resto de soledades que iban en el tren por una mampara de metacrilato, esparció casi obscenamente sus objetos personales en busca del billete perdido. Nada. Finalmente sacudió la mochila vacía y luego la volvió del revés: allí estaba el billete. Se había quedado pillado en la parte de atrás de una de las hebillas del cierre. Recuperó el billete de un rabioso tirón que dejó un trozo debajo de la chapa metálica que hacía de remache del cierre. Miró anonadado el billete roto y lo giró en el aire como examinando una muestra para el microscopio. Le faltaba justo la parte donde estaba escrito el destino: “Trayecto: Madrid –…Porca miseria. Menos mal que al menos la fecha se veía bien. Sólo le faltaba tener que darle explicaciones al revisor -porque seguro que aparecería en el vagón y le pediría el billete- para terminar teniendo que pagar una multa por no llevar billete. Tenía esa suerte, qué se le iba a hacer, la diosa Fortuna tuvo a bien fijarse en él cuando nació. ¡Ja! Recordaba perfectamente aquel viaje a Holanda en el que se pasó un día entero en el Hoge Veluwe, un parque natural y entorno protegido atravesado por una red de carriles para bicicleta que permiten visitarlo a placer. El alquiler de la bicicleta está incluido en la entrada al parque, desde la apertura al cierre, basta llegar a alguno de los aparcamientos y coger una de las miles que hay. Pues bien, no hubo forma –mapa boca arriba, mapa boca abajo, mapa al revés- de encontrar St. Hubertus, palacete de la familia Kröller-Müller junto a un lago, para verlo, ya que lo recomendaba el folleto turístico. Sin embargo, pudo pasar un centenar de veces por la puerta del Museo Kröller-Müller, que no tenía la menor intención de visitar. Todos los carriles le parecían iguales. Todas las señalizaciones le hacían dar vueltas en círculo sin ton ni son. Cuando el parque cerró sus puertas y se vio ya fuera en el aparcamiento, esperando para subirse al autobús que lo llevaría de regreso a Utrech, tenía una insoportable mezcla de desilusión e impotencia. Estaba enfadado consigo mismo. Y lo peor era que al día siguiente salían para Amsterdam (el viaje había empezado en Maastricht) y ya no tendría una segunda oportunidad de orientarse por aquel laberinto de carriles-bici.

Ahora observaba contrariado aquel billete de tren que parecía mordisqueado por una rata y al que le faltaba precisamente aquello que más le interesaba saber. Sin embargo, se autoconvenció, para mayor tranquilidad, de que en un plazo posiblemente breve saldría de dudas. Había emprendido el viaje sin tener claro a dónde quería llegar, así que tampoco era importante si lo había olvidado.

El viaje continuó con las previsibles miradas lánguidas por la ventanilla hacia un punto indeterminado del paisaje agreste de aquella zona. Alternaban los colores y los paisajes como fotogramas en una presentación de diapositivas a cámara rápida. Efectivamente, apareció el revisor, pasando de un compartimento a otro, enhebrando historias aún no contadas o que nunca se llegarían a contar. En el pasillo flotaba un aura de película de cine negro con matones de torva mirada. Pero esto no era el Orient-Express, ni él era Hércules Poirot. Era un TALGO camino de ninguna parte. Podría estar atravesando la Cuenca del Plinio que convirtió a Tomelloso en el Londres de Watson y Holmes. O tal vez los aledaños del desierto de Los Monegros, con su frialdad extraterrestre. A ratos le parecía estar dentro del poema del Cid, atravesando “la terrible estepa castellana”, con su “polvo, sudor y hierro…” pegados a su piel, haciéndole sentir sucio y pesado, añadiendo más melancolía a su espíritu, más herrumbre a sus ansias de felicidad. Una lágrima, pero de rabia, resbaló mejilla abajo y le pareció que dejaba un surco tan profundo como el de un arado. Al llegar a la comisura del labio le supo salada, en un principio, pero le quedó un gusto amargo en la boca que le obligó a chupar una gragea de menta de la caja que procuraba llevar siempre en el bolsillo. Faringitis crónica. Se lo había diagnosticado el otorrino en su primera y única visita a un médico en todo el tiempo que llevaba de maestro de primaria.

De repente, se incorporó bruscamente en su asiento. Un chispazo en el cerebro, un festival de reacciones electroquímicas en sus enlaces sinápticos, le llevó de golpe a la salida del túnel. La cuestión no era hacia dónde iba, sino en busca de quién. ¡Eso era! Todo aquel viaje respondía a una búsqueda, la de la persona que buscaba su alma, la respuesta a todas las preguntas, el Santo Grial de su espíritu artúrico. Iba en su busca, no importaba en qué ciudad (se suponía que la había sabido en algún momento, al menos para sacar el billete). Cuando llegara a su destino, también sabrían sus pies a dónde dirigirse para encontrarse con aquel puente que lo ayudara a cruzar indemne al otro lado del abismo.

Entornó los ojos, ya sin sueño, y la recordó mientras una lágrima dibujaba meandros en su mejilla. ¿Cómo era? Únicamente la había visto una vez, en aquella estación de tren bulliciosa y estridente, y se había quedado prendado. Ella también se le había quedado mirando durante lo que dura un suspiro –que, a veces, se eterniza y nos da la oportunidad de saborear ralentizado cada movimiento, de memorizar con detalle cada rasgo- y le había parecido percibir reciprocidad. Ella había bajado pudorosamente la mirada y se había mordido el labio inferior, antes de que un aleteo de pestañas se despidiera para siempre de lo que pudiera haber sido una hermosa historia de amor y que apenas resistía el apelativo de flechazo. El era un perdedor y dejó pasar el destino tras abofetearle el rostro, como el cierzo implacable en una mañana de invierno. Pero luego miró al suelo derrotado y vio aquel trébol de cuatro hojas. A ella se le había caído el ticket y él lo recogió con presteza para comprobar alborozado que, al menos, sabía de dónde venía la muchacha. Incluso empezó a especular, a elucubrar más bien, con la posibilidad de que ella fuera la humilde maestra de primaria de aquel pueblo que rezaba como origen del trayecto en el billete. Bendito billete, ensalmo milagroso que ungía su destino con el dorado óleo de la esperanza.

Una segunda lágrima recorrió el surco de la anterior, repintando los meandros, serpenteando perezosa hasta el mar de su boca. Esta vez se limpió con el dorso de la mano antes de que aquella gota de mar se le metiera entre los labios.

Entonces oyó una campanilla, precursora del ininteligible anuncio de una voz pregrabada que informaba a los pasajeros de la llegada a la estación de “Prsfrtnn” (sic). El tren empezó a perder velocidad. Su corazón empezó a ganarla. Se pegó al cristal de la ventanilla al detenerse el tren en la estación. Otro tren idéntico, pero en sentido contrario, acababa de parar también. Sus ojos chocaron con dos perlas de ámbar flotando en nieve. Era ella. Seguro. Le miraba con el alma asomándole entre los labios. Bastaba con bajarse, cruzar el andén y entrar en el otro tren, pero él estaba como paralizado. Pasaron varios siglos hasta que un silbido puso en marcha a ambos trenes simultáneamente. Las miradas se aferraron desesperadamente la una a la otra, como queriendo detener la inexorable aceleración de los vagones que los albergaban, lanzando invisibles garfios que jamás se engancharían en ningún saliente, pero todo fue inútil. Ella hizo el ademán de bajar la ventanilla para hacerle alguna seña, para gritarle algo, pero la hoja parecía trabada con algo y no conseguía bajarla por más que se esforzaba. El sí que consiguió bajarla y sacar la ventanilla con el billete de tren en la mano, como un estandarte, el mensaje inequívoco de que iba en su busca. En ese momento, una ráfaga de viento –o, tal vez, el efecto de la velocidad que empezaba a alcanzar el tren- le arrebató el trocito de papel de entre los dedos, como signo nefasto de lo que habría de acontecer. Cuando lo único que se veía ya era la trasera del último vagón, se derrumbo en el asiento, pálido como la muerte, con el sudor perlándole la frente y las mejillas.

Ya nunca sabría si ella hubiera dicho sí.

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)