Relato 027 - Lacio

La barra saludó con alboroto la noticia: Uriel y Andrés se mudaban a un departamento en el centro.

Era inevitable la asociación con rito de pasaje a la madurez, los primeros que se independizaban de la casa familiar.

El caso de Roberto no contaba. Malvivía en una pensión miserable. Su celebración de dieciocho años fue encontrar trabajo como mozo y mudarse. Nadie mencionaba, pero todos sabíamos, que esta decisión se sustentaba en la huída de un cuadro de violencia familiar.

Lo de Silvio, tampoco valía. Sus padres le habían construido un departamento detrás de la casa, con salida independiente. Pero la libertad era ilusoria. Había comunicación interna. Ambos bloques estabas separados por un patio compartido. Los ventanales del cuarto de Silvio y del living comedor de sus padres se enfrentaban. La madre, una extranjera enigmática a la que a veces costaba comprender, frecuentaba poco a los vecinos. Pasaba la mayoría de sus horas en esta habitación. Parecía que, en vez de darle libertad, habían instalado un cómodo observatorio…para vigilarlo mejor. Ahí no se podía llevar una mujer. En cambio, en un departamento…

Porque, en definitiva, se trataba de eso. Un departamento era crecer, hacerse cargo, avanzar en la vida. Ser adulto. Pero era, sobre todo, tener un escenario propio para la vida sexual. ¿En dos palabras?: el bulo.

A la felicitación sincera y la envidia solapada, se sumaba la expectativa. Los buenos amigos de siempre iban a compartir, sin dudas, el espacio conquistado, esa tierra nueva, que prometía placeres.

 

Con veintisiete años soy el mayor de la barra, pero no el líder. Ese lugar es de Pedro, el más extrovertido. Obtuvo la corona a fuerza de relatar proezas eróticas, que todos creen sin la más mínima mácula de escepticismo.

 ¿Cómo describirme? Mi cabello es lacio. Diría que el resto también. En un alarde de imaginación y ocurrencia, así me apodaron mis amigos: Lucio el lacio.

Tengo un trabajo part time en la oficina de un abogado. Lo obtuve en los infructuosos años en que quise seguir Derecho, carrera que no me interesaba en absoluto, y que dejé sin iniciar Letras, lo que realmente quería. El dinero es exiguo y mi gasto principal, libros. Arraso sin piedad los anaqueles de las librerías de usados. Especialmente me tientan los pequeños poemarios y las novelas muy viejas, que consigo a precios ínfimos. Mi biblioteca ocupa toda una pared del dormitorio, pero ha tendido sus tentáculos hacia el resto de la casa. Mi madre dice que su alergia actual, tiene su etiología en tanto tomo polvoriento.

Mi padre sólo lee el diario los domingos. Repasa con atención y mal humor el panorama político, picotea el suplemento de deportes. Suele terminar ofuscado, arrojándolo sobre el sofá. La única participación de mi madre es atraparlo cuanto antes, con dedos asqueados por el temor a teñirse y enterrarlo en un cajón de la cocina, para usarlo como papel de envolver.

 

Uriel y Andrés tardaron algunas semanas en instalarse.  Tuvieron que comprar una heladera, algunos muebles. Otros los consiguieron entre los despojos de todas las casas del barrio. De mi familia, recibieron un viejo velador que había sido de mi abuela.

 

Pero al fin, anunciaron la inauguración del antro, con una fiesta de pizza y cerveza.

La barra en pleno se dio cita una noche de sábado.

Una primera y rápida mirada al departamento, daba una imagen descuidada y contrastante.

Un sofá nuevo, tapizado en bordó con motivos oro pálido, presidía el living, rodeado por una corte de muebles derrengados, conseguidos por donación. Las cortinas, gruesas, pesadas, hacían juego con el sofá. La cocina mínima e impecable, deslumbraba.

Parece que desde el inicio de la reunión, las miradas habían recaído sobre la cama doble que ocupaba buena parte del dormitorio. Uriel y Andrés mantuvieron la tensión y toleraron la andanada de bromas, hasta que estuvimos todos. Entonces, Uriel pidió silencio, convocó a un brindis y aclaró: -Ese sofá se hace cama. Si los dos levantamos algo, el que llega primero ocupa el dormitorio, el segundo el living.

La frase recibió una rugiente respuesta aprobadora y celebratoria. Se notaba la expectativa de las lujurias personales. Había fiesta asegurada.

El olor a pizza interrumpió el griterío. La masticación aplacó el desbande. Yo pensé en los vecinos. ¡Que debut! Los van a querer echar.

Como era habitual, la ingesta invitó a una competencia de eructos.  Y avanzada la noche, a un concurso de pedos al que intenté en vano anotarme.

-Che, Lucio, no- me atajó Alfredo con un manotazo en el pecho- Esto no es para vos.

Frase convalidada por las miradas de los que estaban más cerca. Cuando la reunión terminó y nos fuimos, los párpados cargados, los alientos calientes, todo hablaba de una ebriedad alcohólica que enmascaraba la otra, la de testosterona que saturaba los cuerpos. Perspectivas de orgasmos.

 

Algunos días después, al volver de trabajar, encontré sobre la mesa de la cocina un delgado paquete, envuelto en papel de regalo.

-Estuvo Asunción-dijo mi madre- te dejó eso. No la mandan más sola. Vino con otra monja jovencita o que está estudiando para recibirse de monja.

- Para ordenarse de monja. ¿Una novicia?

-Si. Creo. Dijo algo sobre eso. Y no habló más hasta que se fueron. Miraba todo con cara de lechuza.

Un chocolate blanco con pasas. La hermana mayor de mi padre debía imaginar que aún era un niño.

-En eso- mi madre se interrumpió con una inusual hilaridad-cayó tu hermana. Hacía mucho que no la veía y casi no la reconoció. Pero se dio cuenta del embarazo. En cuanto se fue al baño, me preguntó si la Elsa estaba casada…decí que no vino con los chicos. A la monjita los ojos no le entraban en la cara. – otras carcajadas, la mano pequeña se acomodó un mechón- Se iban al médico……por lo que le sirve a esa pobre vieja. Tu hermana te dejó saludos. Dijo que este domingo no puede venir.

 

Mi hermana hizo un buen matrimonio. Nadie daba demasiado por ese novio desgarbado que tardó en recibirse de ingeniero. Pero, a fin de cuentas, tampoco dábamos demasiado por Elsa. Sin embargo, Gastón logró encumbrarse en la empresa en la que trabajó siempre., una multinacional. Mis padres están demasiado satisfechos con su bienestar económico, así que los comentarios maliciosos se hacen en voz baja. Pese a todo, si uno presta atención a los murmullos, puede identificar la palabra trepador. E incluso, la palabra negociado. Otro tipo de quejido, de la habitación de mis padres, no sale.

 

El primer signo de descontento vino, como no podía ser de otra forma, de Pedro.

Yo cargaba una bolsa de viejos libros recién comprados en la polvorienta cueva del barrio. Casi chocamos al cruzarnos en una esquina cualquiera. Durante un instante de confusión, me pareció que se debatía entre un insulto y un empellón. Entonces me reconoció y aflojó los rasgos. Apenas.

- ¿Qué hacés Pedro? ¿Te pasó algo?

-Los amigos…los amigos. Parece que el centro se le subió a la cabeza y la quieren poner ellos solos.

-No te entiendo.

-Pasa…que me levanté una minita, que es un vagón, la muy turra. Está entregadísima conmigo. Nos vemos esta noche y les mangueé el departamento. ¿Podés creer que me dijeron que no?

Mentalmente, pude. A dos semanas de inaugurado, los chicos se estarían habituando a la nueva vida. Pedro se había extralimitado.

-Bueno, che, a lo mejor ya tienen programa alguno de los dos. O los dos.

- ¿Uriel y Diego?..No sé, salvo que estén haciendo un tratamiento contra la timidez, si no enganchaban nunca nada.

-Ahora se independizaron y entonces…

- ¿Qué?¿Sos psicólogo ahora? Mirá, ya te podés imaginar dónde se pueden meter el departamento. Esta noche me pago un telo, como siempre y chau.

-Chau- contesté por inercia.

-Ah bueno……no me estaba despidiendo, pero, ¿qué les dio a todos? Nos vemos, Lucio ya los vas a necesitar y te van a decir que no -Lanzó una mirada socarrona a mi evidente bolsa de libros y siguió su camino.

 

Por Carolina, la cuñada de mi hermana, daban aún menos que por Elsa y Gastón, sumados. Pero como un cometa, en su ascenso, Gastón arrastró cola. Carolina accedió a un cargo de secretaria a las órdenes de un ejecutivo. No se detuvo hasta alcanzar la cama del jefe y desde allí, el status de esposa.

Román le lleva quince años. Su ropa sport es más cara que mi mejor ropa. ¿Habrá alguna relación entre su afeitado siempre perfecto y esa sensación de que no logra descontracturarse del todo en la casa de su familia política? Porque allí es donde coincidimos. Un grupo dispar.

Gastón juega al gran asador.  Habla como el dueño de la verdad. Mi padre, ligeramente extraviado por la primera copa de vino (un tinto de marca, carísimo) exultante de odio contra la clase política, los dirigentes y jugadores de fútbol, los intelectuales, los tecnócratas (aquí Gastón enarca una ceja), los ejecutivos de empresas inescrupulosas (en esta parte la ceja la enarca Román), un discurso sin cisuras hasta que el vino termina y va a buscar la segunda copa.

El cuadro lo completo yo, contando mentalmente los segundos que me separan del reencuentro con mis libros.

En la cocina, miden fuerzas mi madre, que considera la casa de su hija como una extensión de su propia casa y Carolina, que no se despoja jamás de su ropa de mal gusto y precio exorbitante.  Elsa hace frente común con una u otra, según las circunstancias. Aunque los embarazos la borronean bastante. Cuando Diego y Uriel se mudaron, cursaba el quinto mes de su cuarto hijo.

Mis sobrinos viven en una esfera aparte. Tres nenes gritones, que alborotan todo lo posible, quizás para llamar la atención, quizás porque es lógico...en los demás. Yo fui siempre un chico callado.

 

Despeinado, con manchas de tierra en la ropa, maloliente. Teco no podía lucir peor. El partido se había prolongado hasta tarde en la canchita del barrio, que no tenía duchas, ni siquiera vestuario. La vecinal había prometido, pero……

- ¿Adónde vas, Lucio?¡Qué producción!

Disimulé la sorpresa y la culpa, lo mejor que pude e inventé un evento relacionado con libros.

-Ah, no, no sé por qué, se me ocurrió que te ibas a ver con los chicos. Como ellos no se comunicaron más.

-Yo hace tiempo que no los veo.

-Hum…. y…. viste, los recién casados, quieren intimidad y tiempo para ellos.

Acompañé su carcajada por compromiso. En las últimas semanas, el mismo comentario malicioso me había alcanzado desde la boca de distintos amigos. Esperaba, en cualquier momento, una pintada en un paredón o un pasacalle.

-¿Qué? ¿estás celoso Teco?

Nos reímos otra vez.

-Y, vos viste. No llaman, no prestan el depto, al barrio con novia no vienen...no sé que pensar.

-Más que celos, lo tuyo es envidia. Mirá si van a inventar que los chicos…Che, ahí viene el bondi.

-Chau, Lucio. Mañana….

-Voy, voy, nos vemos.

Dado este mar de fondo, me felicité de no revelar la invitación secreta. Diego llamó a casa: -Sólo vos, ¿eh?, no digas nada a nadie.

Pasé horas pensando. ¿Iba a ser el depositario de una revelación, de un don, de un misterioso beneficio?

Andrés y Uriel me recibieron con una alegría reposada. Si me habían invitado, no tenía por qué esperar expresiones de molestia. Pero desde el inicio, me sentí fuera de lugar. Eran demasiados los sobrentendidos entre ellos, que yo no lograba desentrañar.

Uriel preparó un plato raro, rico, especiado. Diego, el postre. Llevé una botella de vino que ponderaron. Escucharon con displicencia lo que les conté sobre las últimas películas que había visto. Me contaron sobre marcas de ropa, sobre muebles que pensaban comprar. Casi por casualidad, surgió la noticia de que tenían auto. No me preguntaron por nadie.

Cerca de la una, me dieron una infinita cantidad de disculpas, pero tenían que asistir a una fiesta.

Contesté con una comprensión absoluta. No los demoré, parecieron agradecidos, aliviados.

Frente al edificio, una pequeña recova albergaba un par de negocios. A esa hora, en sombras. Me refugié en la oscuridad y esperé. No demasiado.  Quince minutos después, en su auto rojo, salieron del garage del edificio. Se reían, brillaban de ansiedad. Los había notado demasiado arreglados para una cena conmigo. Imaginé que habían necesitado apenas un toque de perfume importado para estar listos. Esperé unos minutos y antes de que me confundieran con un ladrón emboscado, salí de mi escondite y caminé las pocas cuadras hasta la parada de colectivos.

 

El primer domingo en casa de mi hermana, luego del nacimiento de mi cuarto sobrino, hubo una sorpresa. Al elenco estable, se sumó la participación especial de Astrid, la hermana de Román.

 Astrid, de cabello rubio y lacio, tiene mi edad, es hija del segundo matrimonio de su padre. Mimada y caprichosa hija tardía, se nota que su vida acomodada tuvo como efecto colateral la convicción de que casi todo el mundo es despreciable. Al menos, es lo que se hipotetizaba a partir de su permanente mueca de asco.

¿Linda? No sé. El gesto la afeaba. Era raro que intercambiara algo más que el saludo con ella. Su actitud era la de que más de cinco palabras me catapultaban a la categoría de baboso. Cinco, o menos, a la de indiferente. Ambos casos, una molestia.

Casi me parecía escuchar su monólogo interior: -Ufa, Lucio, ese pesado, ahora me va a preguntar cómo estoy, qué pesado, ¿no se da cuenta de que me molesta? Que ante mi prudencia, se transmutaría en: - ¿Yy éste quién se cree que es? Ni que estuviera bueno.

En un raro momento en el que quedamos solos, Elsa me dijo: -Está rica Astrid sos tímido o las minas no te gustan?

-Esa fruncida de nuera, ni te lo sueñes- apareció mi madre, que no se perdía una- prefiero que te gusten los tipos……

-Lástima que Román esté ocupado.

Ahí nos reímos los tres y Gastón se asomó para ver cuál era el chiste.

Elsa estaba amamantando y tuve la impresión de que tanta ese comentario le iba a hacer mal al bebé.

Astrid se excusó y se fue temprano. Aproveché, salimos juntos. Elsa me guiñó un ojo. Mi madre deslizó un dedo por su garganta. Carolina adoptó un gesto extraño, como, si alguien hubiera deslizado un comentario en un idioma incomprensible. Los varones estaban tan enfrascados en una conversación sobre fútbol, que parecían fuera del mundo. Mis sobrinos vagaban como fantasmas gemebundos. El bebé soltó un eructo tan fuerte, que opacó todas las voces. Salimos ovacionados por la risa general.

En la calle, Astrid subió a su auto, sin ofrecer acercarme a mi destino.

No vivíamos tan lejos. Volví caminando.

Pensé en la lógica de mi hermana. Astrid y yo, juntos o juntados, cerrábamos un ciclo.

 

 

La madre de Silvio estaba en la mitad de la vereda de su casa. No recordaba que era tan atractiva. Rasgos perfectos y maduros. ¡Esos ojos tan grandes y verdes!

Cuando me vio, se dirigió hacia mí y me aferró de un brazo.

-Silvio no vino anoche. No está. No sé. Mi marido no lo quiere salir a buscar. Dice que está bien. Pero Silvio no está, no llamó, no nada. ¿No lo viste, no sabés?

Traté de tranquilizarla como pude, seguramente estaba bien, alguna aventura propia de todo muchacho. Que me llamara si necesitaba alguna ayuda. Qué pena, la situación no daba para preguntarle en qué país había nacido, cual era su lengua materna, qué había enjoyado su dicción de mujer exótica, de película.

Seguí camino a casa, con el peso de sus ojos en la espalda, ¿un injustificado reproche? Sin tener mucho más que decirle, otro consuelo que ofrecerle. Lacio.

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