Relato 021 - La certeza de la incertidumbre
“Pequeñeces ligeras como el aire constituyen a los ojos del celoso una prueba tan sólida como las de las Sagradas Escrituras”.
Otelo, William Shakespeare
Las 4 de la mañana, generalmente, suena a automóviles lejanos, y a leves y esporádicos ladridos perdidos en patios oscuros que nunca conoceremos.
Y lo sé. Voy a estar una media hora acomodando las sábanas y las frazadas que me dejan los pies al frío húmedo de otoño metido en mi habitación; luego me apostaré en la mesa a oler el gorjeo de las aves que alborean un martes cualquiera: huele a tostadas y café con leche. Más tarde, trabajo. Más tarde aún, me duermo otra vez. Miércoles luego.
A las 5 hay menos motores lejanos, más voces adivinadas detrás de las paredes y alguna motocicleta deshilachando la calle mojada. La calle de mi casa. Creo que son las mismas motocicletas de los martes; el jueves vuelven a pasar.
Y el viernes a las 6, como todos los días, enciendo un cigarro después de abrir la puertaventana que separa mi cama del balcón. Echando el humo a un viento que no tiene ninguna prisa, me resisto a creer que hoy no llueva de una vez por todas: es estúpida tanta humedad a esta altura del año. La primera helada tendría que haber caído un par de semanas atrás, los mosquitos tendrían que haber muerto, y deberían de terminar, por Dios, los hálitos somáticos de los apretados viajes en autobús.
Todo parece flotar en un limo que gira gracias a un mecanismo de cinta traccionado por babosas. Y ese limo, a la inversa de un agujero de gusano, expulsa todo de sí: tiempo, espacio y luz.
El sol entra demasiado claro, débil; deja rayas en mi rostro de ojos irritados. Y escribo porque siempre vale la pena dejar sentado (y por escrito, los que no sabemos de música o de pintura) cualquier ocasión en la que ese monstruo que día a día reencarna, ese monstruo llamado tan a la ligera “Rutina”, es momentáneamente asesinado.
Cuatro colillas de cigarro resaltaban en blanco sobre la baldosa sombría del balcón; entre ellas, la que acababa de arrojar. Pero ¿y esa quinta, pajiza, casi invisible al amanecer, de la marca de los que fumaba mi vecina, la señora Comizzo, era un error, un ataque o un mensaje? Cabía tener en cuenta de que su balcón estaba apenas metro y medio separado del mío, y que bien podría haberse tratado de un accidente. Pero no. El viento en un quinto piso no da permiso a ese tipo de accidentes. Si la colilla oropelada se tambaleaba ahí entre las mías, blancas como el libro de mis recuerdos, no podía sino tratarse de una invitación. Una bien encubierta invitación. Bien sutil.
La señora Comizzo era casada. Su departamento brillaba, su marido tenía un buen trabajo y su cama era solo para dos, o eso daba a entender ella misma con sus pálidos “buenos días” de cortísima duración que a duras penas invocaba las pocas veces que nos cruzábamos a la espera del ascensor. Claro que la eterna custodia de su marido, de seguro, le impediría mostrarse algo más sociable, algo más amigable. Su señor era alto, imponente, rostro serio, gestos cortos y firmes. ¿Yo? Apurado, sudoroso, sin mucho para decir ni mucho para enorgullecerme de mis silencios sociales.
¿Pero qué importaba? Había mujeres cuyos deseos por otros hombres radicaban en el simple hecho de esa mismísima condición, de que simplemente eran “otros”. ¿Y por qué no la señora Comizzo? ¿Por qué no podía ser ella una de esas mujeres? Al fin y al cabo, ningún accidente pudo arrojar una de las colillas de sus cigarros directo a mi balcón. Y no cabían dudas de que yo era “otro” hombre: una enorme ventaja para mí por sobre su hombre de todos los días. Así que cuando me asomo a la mañana y el viento no alcanza a despeinarme me doy cuenta al fin: es un mensaje. Irrefutable.
"Sostenido delicadamente entre dos dedos, o cuando sale de su paquete tras un ofrecimiento, el cigarrillo puede transmitir mundos de significado que ninguna tesis sería capaz de desentrañar y cuya evocación requiere ejércitos de novelistas, cineastas, letristas y poetas". Eso dijo o escribió, alguna vez, Richard Klein. Claro que lo busqué en google; necesitaba alejarme un poco del rompecabezas para contemplar la suma de sus partes. Sabía que el misterio del pucho compartido debía estar obligadamente discernido por grandes nombres.
Es indiscutible que la señora Comizzo me está ofreciendo compartir un cigarro. Y su cama. Su marido era hombre de bien y ella temía a la culpa, estoy seguro. Por eso su mensaje tenía ese tipo de cifrado. Si no nada ocurría, el asunto, para ella, quedaría finiquitado sin remordimientos. Si acaso yo me daba cuenta, todo habría sido “una idea mía”, pero aun así comenzaría el tipo de comunicación que se había jurado buscar durante sus eternos, solitarios y abstemios días de semana.
No recordaba la última vez que la techumbre de mi pecho hubo acusado sístole y diástole. Enseguida entré e, incluso sin saber si pondría en movimiento peones, alfiles o incluso la dama, con prisa descuidada avisé que no iría a trabajar por dos o tres días. “Un fuerte dolor de cabeza”.
Y ahora, la señora Comizzo. ¿Qué más simple que sentarme en el balcón y esperar a que saliera? De por sí, mi presencia, mi lunar presencia, entablaría contacto. Nada malo podía pasar. Quizás quien les escribe estuviese equivocado en lo absoluto de sus especulaciones (era tan posible como cualquier ley de Murphy): a lo sumo obtendría otro de sus poco lubricados “buenos días”. Y después, como mínimo, llamaría a la oficina para decir que me sentía mejor y que me esperasen por la tarde. No creo que nadie pueda objetarme nada. Cualquier hombre encadenado me daría la mano como cualquier discípulo a su profeta.
Así que tomé asiento bajo el sol pálido de la inútil mañana, en esa silla de tiras de goma verde tan poco cómoda para las largas esperas. Quizás no planeaba esperar tanto; encendí un cigarro y, ukulele en mano, toqué esa canción vieja que toco, muy de vez en cuando, con tanto desacierto.
“No tardó en aparecerse, señora Comizzo”, pensé en cuanto la vi posar los codos en la baranda del balcón y contemplar la nada urbana; es que ahí, en la nada del todo de la ciudad, estaba mi reflejo. Luego me sonrió la bastante puta, e hicimos una asquerosa y excitante humedad de sus sábanas conyugales. Nos entendimos a los gemidos, gemidos que retumbaban en los retratos del señor Comizzo y de los hijos del señor y de la señora Comizzo. Había también de un perro y de un par de ancianos. Retumbaron. Todos. Como los vidrios de las ventanillas del autobús, solo que esta calle tenía un bache por metro…, uno por centímetro.
Más tarde, desde mi habitación, oí lo que sería el andar del autobús en el giro del tanque del viejo lavarropas de los Comizzo. Ahora las sábanas se mezclaban con jabón y aromatizantes. ¿Cabría decir: “virginizantes”?
Al contrario que el del malhadado motor del monstruo antropófago que desandaba las calles de la ciudad en busca de mi vejado medio de vida, el sonido del lavarropas me tranquilizaba, me transportaba a una sensación casi tan placentera como la del sexo: la de la impunidad. Y a la del sexo. Porque mañana sería “mañana”, esa palabra exaltada en los labios de la señora Comizzo cuando nos hubimos despedido apenas cinco minutos antes de la hora en que sus hijos regresaban de la escuela.
Sin embargo pude llegar a hacer una interesante aproximación: ni siquiera un consuelo sexual en la vida de un pobre diablo con destino de suicida había de quedar en manos del casi-siempre-regente “las cosas pasan”; no cuando uno es un pobre diablo con aversión por la humedad y este sempiterno dolor de muela.
Hubiera querido más tiempo para detallar esos tres encuentros carnales en la habitación de los retratos y las sábanas perfumadas. Podrán imaginar que en estos tres días no tuve demasiado tiempo para escribir; que mi mente anduvo ondeando en esas hamacas paraguayas que cuelgan bajo las sombras más amables tachonadas por los soles más de fuego.
Ahora apenas tengo un minuto. Discuten tras la pared. Ladran las voces de los Comizzo; lloran los niños. Vuelan los vidrios de los retratos. Suena un disparo. Suena la puerta del vecino. Una patada tira abajo la puerta de mi modestísimo hogar en el quinto piso de una noche húmeda. Es el señor Comizzo. Tiene un arma. Justiciero. Implacable. Venganza ciega que atina al corazón de quien relata.
Tambaleo dos pasos hacia atrás, atravieso el vidrio de la puerta ventana que estalla en cámara lenta, muero, y luego sabe el mundo que no tuve una vida tan emocionante como para caer al vacío. No. En cambio, caigo sin gracia entre las colillas de cigarrillo mojadas por el rocío nocturno. Se me empapa la espalda bajo la camisa a la vez que cesa mi respiración; como si las estrellas fueran mosquitos de agua, saltan a mi rostro y lo constelan en el transcurso de los silenciosos minutos que siguieron, mientras el señor Comizzo no sabe si primero barrer la galaxia de vidrios o limpiar el mar de sangre. Pero se lo ve satisfecho. Es decir, tranquilo.
Muchos se preguntarán cómo es que sigo escribiendo si acaso estoy muerto, o si al menos eso he dado a entender.
Hasta ahora no he dicho quién soy ni qué he hecho. Es la ventaja que tiene cualquier escritor. He matado a mi esposa y a mi vecino. Mi apellido es Comizzo; Abel Comizzo. Y todo era perfecto en mi vida hasta que encontré, en el balcón de mi casa, una colilla de un cigarro de la marca que fumaba mi vecino. No. No una: tres. No pudo haber sido coincidencia. El balcón de mi vecino no estaba tan cerca y el viento jamás pudo ser tan cruel. Y las sábanas siempre limpias y así de perfumadas…
Cierro mi historia; el sol entra tibio entre las rejas en esta celda mohosa. He dicho lo mío y espero ganar el premio del concurso literario para el que escribo esta hazaña; que todo lo vivido es carne de tinta, eso quién no lo sabe.
Y entonces pongo “fin”.