Relato 020 - Del amor al odio, pasamos por el vino

«Después de tanto tiempo en silencio, de intentar que llegara el olvido y la calma con él, en esa fría mañana de invierno, llegó la botella que llenaría mi alma de recuerdos y delirios, los que creí ya olvidados, pero que solo estaban esperando el momento de dejarse de nuevo ver, para aflorar con ellos mis soledades, y hacerme al fin entender que solo había una manera de librarse de ellos y con ellos, de él».

Supe que era ella en cuanto vi la caja, no hizo falta que leyera tan siquiera el remitente para saberlo con certeza. Había llegado, y con ella de nuevo el dolor, el odio, y ese enfermizo amor que se negaba a abandonarme, ya que estaba bien arraigado en las profundidades de mí ya seco corazón.

La llegada del paquete me hizo recordar días de locura, donde el conocernos fue como una bendición, el tener a alguien para olvidar la soledad, para acompañarnos mutuamente en las vicisitudes del día a día y hacernos sentir que, a pesar de la distancia, no estábamos solos y sí gozábamos de una compañía que nos engrandecía a la vista de todos y nos envolvía en su aura de protección, haciéndonos inmunes a cualquier contratiempo de la vida y, del dolor. Dos almas gemelas que se encuentran en el vacío de un mundo material, y que tienen tanta ansia de recibir, como de dar. Almas que llenaron sendas heridas de un cariño sincero, y cuyas caricias supieron las cicatrices sanar, haciéndolas invisibles para todos y que solo fueran para nosotros un mero recuerdo más. Recordé muchas alegrías vividas, risas cantarinas, momentos de mucha dulzura, de grandes sentimientos que se quedan grabados a fuego en un pecho desnudo, tantos bellos recuerdos, palabras, besos… También recordé una enorme pasión, un dejarse llevar hasta unos límites insospechados y jamás soñados, no entender que estábamos ya fuera del alcance de lo que otros llaman, y a veces odian, «razón».

Nosotros estábamos muy lejos de toda cordura, habíamos al fin encontrado a aquel que nos daría las alas para volar, volar muy lejos y encontrar al fin esa felicidad merecida, ganada, permitida solo para unos pocos y la cual esta vez, y por méritos propios, bien que nos habíamos ganado los dos.

También recordé los tristes silencios que con el tiempo llegaron de la nada, las largas calladas gritadas, la cobarde indiferencia del que no habla por miedo, los dañinos desprecios lanzados al viento, un dolor creado sin sentido por y para el sufrimiento, y no solo de uno, sino de dos corazones que volvían a estar heridos, solos y hundidos. Recordé un gran vacío precedido de un profundo precipicio, acompañado en la caída por ese amigo temido, cobijado por las sombras siniestras donde acechan esas lágrimas que presienten un sufrimiento, y por los ecos de las risas de ese infierno que, triunfal, celebra la sequía de un amor que ninguno supo regar ni cuidar, obviando la suerte encontrada que no se supo hacer perdurar, encogiéndose unos corazones que ya no laten igual, dentro de unos cuerpos secos y derrotados, que auguran con todo ello la vendimia del mal. Aunque no para los dos por igual, pues por todos es bien sabido que siempre sufre uno más que otro, siempre pierde el que ama más.

Y yo me lo pregunté en voz alta:

—¿Acaso es que no nos merecíamos habernos encontrado? ¿No fue lícito habernos gozado, enamorado, amado? ¿Hicimos mal en compartir nuestras horas, sueños, pasiones? ¿Es que no merecíamos esa felicidad, y debíamos abandonarla como meros desertores? ¿O es que nunca aquella botella catar debimos? En nuestros labios dejó su casta tatuada, en nariz su aroma, y en el corazón su añada y toda su historia; pero ahora pagamos como meros pecadores aun sin ser para nosotros un vino prohibido, ya que sus parras también son nuestro hogar y signo, pero como si mereciéramos la condena, de nuevo volvemos afligidos y desolados a la tan temida soledad, y solo por haber vivido en el paraíso unos días, meses y poco más.

No tuve prisa por abrir aquel paquete, ya que traía la botella que yo ahora sentía maligna, infiel, dañina. Sabía que en el interior de la caja brillaría inerte el frío cristal, y sin necesidad de que yo lo tocara, el vino dentro del vidrio latiría, me desafiaría como solo él bien sabía, haciendo a mi cordura dudar, maldiciéndome yo para mis adentros, por mi tan débil voluntad.

—Por eso ¡no! no quiero abrirla —pensé y me dije en un grito infernal—. No quiero rendirme de nuevo ante ella, para que vuelva a sentirse sobre mí triunfal, sabiéndome nuevamente burlada, por haber de nuevo caído y de la botella haberme servido, para dejar escapar hacia mi paladar ese delirio que es el vino, como lo sería para cualquiera que sepa bien lo que es amar.

Era increíble que lo que en otro tiempo me habría llenado de una gran alegría y un inmenso placer, me hiciera temblar ahora el cuerpo, y no de frío, ni de un yacer, pero es que hoy, ahora, no tenía ningún sentido, ningún lugar, y nada por lo que yo pudiera celebrar, a no ser que… No seguí la frase, pues mi yo más interno sabía del destino de ese vino y de nuestro conjunto e inminente final.

Por eso sé que la trajo el destino, el cual volvía a jugar sucio conmigo y no quería la calma de mis aguas, sí la tempestad de mis nostalgias, por ello llegaba hoy, precisamente hoy, y hoy me llenaba una vez más de un sufrido desesperar, porque ya no existía ese deseado momento o, más bien, porque para él ya no existía ese yo, que era según él decía tan único y especial.

Me quedé unos segundos mirando aquella caja como si ella me mirase a mí, y juro que por un momento creí y sentí que todo estaba bien, que todo estaba igual. Pero fue solo una triste visión la que mi mente en su engaño, sólo para mí y por unos segundos, creó:

—Creí verte allí frente a mí con dos copas vacías, copas de momento solo llenas del juego de nuestro candor, del sentir de una pasión, del vino que acto seguido la botella volcaría en su interior, del jugo de la uva pisado con esmero, como si hubiese nacido solo para nosotros dos. Creí sentirte volver a acariciar mi piel con aquella fuerza y la suavidad del amor, sintiendo erizarse mi vello, todos mis adentros y mi más fiel clamor. Creí ver que al abrir aquella botella nos envolvería el canto de las aves, llenando todo de un manto de amapolas que, como cuando están en plena flor, tiñen el campo de ese rojo aterciopelado, siendo el vino en las copas éste del mismo color. Creí ver que servías en sendas copas de dicha botella, el elixir de esta extraña sin razón, el fluir de toda una historia, de lo vivido y de lo que no. Creí sentir el embrujo de su sabor a través del beso de tus labios, la esencia de esa vida, la tuya, la mía, ardiendo en los posos que quedan en sendos fondos, después de haber bebido con ansia el líquido embriagador. Creí sentir tus besos ardientes como el fuego que emana de la parra, dejando engendrando su simiente, que germinaría poco a poco en mi vientre, haciendo nacer un nuevo sentimiento que traería con él la esperanza, y todo el sabor. Creí sentir con aquel primer sorbo que deleita los sentires, ese roce furtivo de unas bocas ávidas del liar de sus lenguas, de sus sensaciones, de aromas, de unos cuerpos mezclándose con el olor del bosque, al café de la sobremesa, al de la mora en su morera, y por qué no, a ese incierto y ansiado dulzor. Creí ver en tus ojos aquella mirada apasionada al sentir fijos los míos, cuando advertí tu expresión por su acidez justa en tu paladar, como lo es el de mis entrañas cuando dejas derramar en él la última gota de tu copa para, deseoso, volverla a ir a buscar. Creí ver que me besabas para dejarte arrastrar de nuevo a un cielo lleno de delirios, como lo son los grandes placeres del vino, y que me llenarías y de nuevo me harías tuya, allí, en aquel mudo sillón que siempre supo guardar nuestros secretos y, con ellos, nuestro gran tesón.

Y todo fue y ocurrió porque yo creí en la promesa eterna, en la madre vid, en este vino que me traicionó, en ti, y en mí.

—¡Dame fuerzas, Señor, dame fuerzas! —dije en una súplica mirando al cielo para escuchar solo su silencio, que caía sobre mí a modo de lluvia, de lágrimas de rubí.

Pero yo imploraba y pedía, pues debía resistir la tentación para no caer en la desdicha de querer abrir esa botella, para posesa beber de ella como un borracho lo haría para dejarse las penas en ella, en la colección de sus muchas vacías carencias.

En un momento de fortaleza cogí la caja y la llevé a mi habitación, la dejé encima de mi cama, en el mismo sitio que debías ocupar tú, y me recosté a su lado; la sentí, y a su frialdad a través del cartón, advirtiendo lo que una vez fue calor y un imán, que tan fuerte nos unió. Empecé a recordar y pensarte, porque el pasado siempre vuelve para recordarte; que ya no hay presente, que de amor nos hemos ahogado, y no hay nada que pueda hacer para volver a conquistarte, mucho menos de tus labios a los que yo ahora siento culpables, volver a saborearle.

Y pensé, y me pregunté:

—¿De verdad que hubo un tiempo mejor o todo esto solo me lo he inventado? ¿De verdad alguna vez bebimos juntos, o solo fue un sueño, una locura creada por mi imaginación? Si todo fue mentira… ¿Por qué hoy y ahora sigo sufriendo yo?

Empecé a acariciar la caja y me pareció sentir que empezaba a emanar calor, apreté mi mano más en ella y algo se revolvió en mi fuero interno, cuando sentí el latir de un corazón. Rápida posé la otra mano en mi pecho y no sucedía nada, pues el mío estaba muerto, mi vida se la había llevado ella, por ello ahora latía la botella cómo debía hacerlo yo.

Era increíble cómo alguien, algo, podían darte la vida y, en un simple instante, dejarte inerte, muerta, como un simple muñeco al cual el alma se le esfuma en el aire.

No pude resistirme, me incorporé con miedo pero a la vez con una gran emoción, esa caja traía en su interior más que a un vino, más que a un recuerdo, pues lo que traía era tan simple como lo que albergaba mi corazón.

—¿Y yo? ¿Qué podía hacer yo? ¿Ponerle remedio? ¿Qué si no?

Empecé a abrir la caja, despacio al principio, al final con desesperación, quería con mis ojos sentir esa última emoción de verla inocente, aunque bien sabía que en su interior guardaba para mí el veneno de su amor. El plástico de burbujas la envolvía como un manto de seda, para que llegara ilesa para cumplir su misión. Dejé escapar un gemido que no fue de placer al verla, si de admiración, pues… ¿cómo podía la muerte lucir tan bella, imponente, seductora, también desafiante, cuando solo traía el puñal hiriente con ella, y tanto dolor? Con mano temblorosa saqué aquella botella de su encierro, por un momento me sentí débil y la abracé y apreté contra mi pecho, como si quisiera que me devolviera mi corazón, pues ella me lo había robado, encarcelado en ese vidrio enmascarado; por puro egoísmo, por envidia, ya que sabía que yo sí que lo había encontrado, aunque él por desidia me abandonó.

Una lágrima que de mis ojos resbaló se estrelló sonando contra la botella como estrellas que se caen del cielo en señal de duelo, desazón, porque ya no pueden estar allá arriba, y como cometas se pierden en la nada, ya que nada son. La sequé con mis labios en un amargo beso que me supo a desconsuelo, al vacío de un alma que abandona su lecho con temor.

La botella no traía etiqueta, pero no me sorprendió, pues aquel vino no podía tener nombre, solo emoción.

—Porque… ¿Cómo se puede nombrar a lo que queda cuando ya no queda nada, ni nunca más lo habrá? Simplemente ¿final?

Y entonces lo entendí, esa era la señal de que había llegado el momento, era el motivo por el que aquella botella de vino había llegado hoy, después de tanto tiempo, porque todo tiene un comienzo, para que pueda haber un final.

Y entonces de pronto sentí odio, hacia ti, hacia ella, por dármelo todo para sin remordimientos quitármelo de un soplo, y sentí la crueldad del abandono, del olvido, de quien ya no importa ni es nadie, como si nunca hubiese existido, mucho menos sido alguien.

—¿Acaso es por eso que este vino no tiene nombre? ¿Porque no se puede nombrar a lo que es solo un embrujo? ¿Y entonces, dónde queda todo? En aquel afligido amargor.

—¡Yo sí recordaba! —grité desesperanzada. Y por ello mi dolor y mi ahora, nada.

Recuerdo como si fuera ayer aquel primer día en que, con tanto amor, me decías:

Mi niña, quiero compartir algo grande contigo, el gran misterio de la vida, de por qué por nuestras venas corre sangre, en vez de este caldo que nos da tantas alegrías.

Yo te escuchaba palpitante, me fascinaba oírte y cómo relatabas tu historia con tanta pasión, haciéndome entender por qué el vino es, y era, el culpable de nuestro gran amor. Y así me decías:

Los hombres siempre han buscado las respuestas de la vida eterna, siempre han querido sobrevivir al tiempo para no tener que morir… Pero el Señor para ello puso de esta simple, aunque no tan fácil, condición a seguir:

«No bebáis nunca del vino, pues es un placer que solo puedo gozar yo, y aquel que lo haga vivirá cautivo de su sabor, hechizado por su locura y pasión, y morirá siendo infeliz sin ningún tipo de contemplación, si no es capaz con ello de encontrar al verdadero amor».

Y continuabas relatando con gran excitación, mientras saboreabas de tu copa y te convencías de tú explicación hacia mí:

«Pero el hombre es necio, y así como Eva no pudo resistir la tentación de comer de la manzana, ¿cómo iba el hombre a privarse de los placeres que les ofrecía la tinaja? ¿Es que hay acaso en el mundo alguien que pueda negarse a beber de este milagro que da la madre tierra? Y por ello son condenados todos los que lo prueban, sin distinción, a vivir embrujados y morir extasiados, por haberlo probado y haberse en sus brazos dejado saciar».

Y me sonreías, me besabas con alevosía, te ponías serio y decías:

—¡Pero yo estoy libre de pecado porque, amor mío, tú eres ese mi gran amor, y yo te he encontrado gracias al vino, que tanto nos ha dado a los dos! Por eso nosotros somos libres y gozamos de su entera bendición, bebiendo el jugo de la uva cuya simiente bajó del mismo cielo: la cual crece custodiada por ángeles del hombre y sus demonios, arropada por las faldas de las madres, para unos pocos elegidos, pues es un regalo divino y no para cualquier mortal, solo para aquel que sepa de verdad saborear el dulzor de su sal.

Yo te sonreía, aunque bien sabía que tu historia era mentira, pero me gustaba esa fantasía donde la protagonista de tus versos era yo. Y a la vez me excitaba sobremanera con el sonido de tu voz, y solo deseaba con lujuria hacerte con ternura el amor, para beber de tus labios ese placer divino que solo el vino nos regala, para aflorar en nosotros la cura de esta bella maldición.

Pero la caja me recordó que seguía en la tierra, y entonces yo…

Como sonámbula me levanté de la cama, me dirigí al baño, cogí las cerillas y encendí las velas que desde hacía tanto tenía preparadas, porque intuyes, presientes que llega, es tu destino, está escrito, aquí y en el interior de esa caja, que hoy la trajo, y con ella, al vino y la desazón.

Abrí los grifos de la bañera, eché las sales en ella, hoy debía estar llena de aromas que se mezclaran con el del pisar de la uva, con esa madera añeja que en sus brazos luego la acuna, y donde permanecerá en reposo hasta ese día que nunca es cualquiera, pues todos tienen su locura. Y donde yo en mis sueños, mientras en estas aguas me duerma, me transporte a ese lugar que alguna vez fue, y donde de rodillas en aquellos viñedos imaginarios aquel día te juré que te querría hasta el fin de mis días, habiendo llegado ya estos hoy, aquí, y con tu adiós.

Me desnudé contemplando un cuerpo blanco lleno de desesperanza, y me metí en aquella bañera de aguas calmas, espuma alta, donde encontraría ese calor que dejé de recibir de tus brazos, en aquella última tarde en que los abriste con honor. Cogí la botella y la descorché, no pude reprimir la tentación de acercarla a mi nariz e impregnarme de ese maravilloso olor, para sentir esas frutas que despiertan los sentidos y te hacen desear beber, para ver los taninos en su fondo, contando su existir y exhalación. Pero ni tan siquiera mojé mis labios en aquel líquido, sabía que de hacerlo no podría y nunca me libraría de este embrujo, y por ello no bebí, pues no quise que fuese la derrota la que ganara la batalla uniéndose esta, con el desamor, al odio que me producía el recordar su ácido olor, su a veces áspero sabor, y que me hipnotizara de nuevo con el color de este maldito amor que siento por vosotros dos.

Coloqué la botella apoyada en el soporte del jabón de la bañera, en la inclinación justa para que simplemente se derramara lentamente en aquellas aguas que me arroparían, y que con su color violeta su transparencia teñiría, convirtiendo la espuma en el bello color del corazón, la esperanza, y así mezclarse con el más puro que es el que sale de mi añoranza y pundonor.

No sentí dolor, y sí empecé al fin a sentir la paz que necesitaba, a sentirme bien, era una sensación malsana el descansar al fin de tanto padecer, y cerré los ojos en el momento justo en que vi la última gota de la botella caer, botella que al fin estaba vacía, al igual que lo estaban de sangre mi sufrir, mis venas, mi agonía.

Sé que en ese preciso final, bella sonrisa se dibujó en mi rostro, ya que al fin se habían juntado mis dos pasiones, mis dos amores, angostos:

El vino, que me acercó a ti y tantos sentires me hizo vivir, y la sangre que corría por mis venas, y tanto hizo a mi corazón por los dos latir.

«Porque el vino te puede dar la vida, y el sufrimiento traer, te puede curar la herida, pero abrirla también, y derramarás lágrimas de la botella que al fondo van a caer, para llenar un vacío con ellas, por un triste querer».

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