Relato 015 - Rosas y malvavisco
ROSAS Y MALVAVISCO
Me llamo Abelardo y una bala del 38 incrustada en mi frente me mató la noche pasada.
Podría afirmar que soy un joven inocente que no merecía morir de esa manera. Podría decir que todo fue un accidente, una bala perdida que chocó contra mi cabeza con tal mala fortuna que me hizo un agujero. Pero ¿por qué voy a mentir? ¿Para qué? Soy un cadáver y mis mentiras ya no van a salvarme la vida. Ahora mi cuerpo está tirado en un callejón de un barrio poco recomendable de una ciudad populosa. La persona que me ha ejecutado salió corriendo hace horas y ahora seguramente está abandonando la ciudad.
Otros individuos han entrado y salido del callejón. Mi cuerpo oculto en parte por la basura dueña de este callejón no ha sido observado por la mayoría de ellos, drogadictos y borrachos que no desean problemas, personas que no aceptan ni sus propios conflictos.
Ahora ya está amaneciendo. Los vividores de la noche han dejado paso a los trabajadores. Uno de ellos se ha detenido a la entrada del callejón. No creo que llegue a entrar, no antes de asegurarse que no hay algún maleante oculto. ¿Qué hace ahora? No se decide a entrar, pero tampoco se marcha. Creo que me ha visto y que duda si soy solamente un borracho más. Un desecho más. Mira, ahora se acerca. ¡Qué pronto sale corriendo! Sí, el agujero en mi cabeza no deja lugar a dudas de mi estado.
Las sirenas. Pronto estaré rodeado de policías esperando al forense y al juez que decretará mi levantamiento. O al menos eso es lo que enseñan en series y películas. ¿En la vida real se siguen los mismos pasos? Pronto me enteraré.
¡Ahora! Ya ha llegado la caballería. Han dejado aparcados a la entrada del callejón tres coches patrullas y una ambulancia. Los dos de la ambulancia están a la entrada del callejón fumando un cigarrillo a medias. No deben ganar suficiente dinero para poder comprar cada uno sus propios cigarrillos. Lo que soy yo, jamás compartiría un cigarrillo con otra persona. No, ya no. Ciertamente.
Los policías me observan al igual que observan los alrededores. Pero, ahora que me fijo. No todos son policías. Veo algunos técnicos, de esos que recogen las pruebas para el laboratorio forense. Si, por aquí andan en busca del arma del crimen. Les podría decir que excusan de buscar. Mi asesino no ha tenido el detalle de dejar el revólver. Ahora, ese 38 debe estar nadando entre los peces o tirado en un contenedor a manzanas de distancia.
Ya ha llegado el resto del circo. El forense. El juez. Un técnico obedece la orden del forense, fotografiando mi cadáver una media docena de fotografías, desde diferentes puntos de vista. Después el forense gira mi cuerpo, concentrando su atención en mi cabeza. Ningún agujero en la parte posterior hace juego con el que tengo delante. La bala continúa dentro de mí. Ahora soy como un huevo Kinder. Un regalo esperando a ser abierto.
El forense se ha alzado. Su revisión preliminar ha finalizado. Ahora es el turno del juez, quien se acerca solamente lo justo mientras frunce la nariz. Parece como si le molestase el olor. Pero no puede ser culpa mía, no llevo tanto tiempo muerto. Una orden rápida sale de sus labios y con presura se aleja dejándome atrás.
Una bolsa negra se ha tragado mi cuerpo. Yo ya no pinto nada aquí, ahora este callejón pertenece a la ley. ¡Qué mala suerte para camellos y proxenetas! Tendrán que prostituir otro callejón.
¿Y yo? Mi cuerpo ya no me pertenece. Pobrecillo. Drogas y alcohol no han sido la mejor manera de tratarlo. Llevarlo a la muerte, tampoco.
Porque cierto es que no soy un santo, nunca he sido una persona recomendable. Preguntárselo a aquellos que he robado, que he engañado, que he golpeado… Sí, he sido un tipo odioso y odiado. Ahora, tras mi asesinato, lo reconozco. Muchos dejaran de hacerlo. ¿Tiene sentido odiar a un muerto?
Y algunas, me han amado. Mi cuerpo y yo hemos sido apreciados por las mujeres. Aquellas mujeres, premios de un día o de una semana, que han alegrado mis noches entre copa y aguja o entre agua y copa. Poco importa el orden.
Algunos se acercan, curiosos al ver una cinta policial con las palabras NO PASAR escritas en azul sobre un fondo blanco. Como abejas a la miel, el número aumenta. Ya son una docena. Observa aquel, debe trabajar en una oficina. Llegará tarde a la reunión que debe tener programada a primera hora de la mañana. O ese otro, que pondrá como pretexto a su retraso que si el tráfico, que si el autobús…
Dicen que el asesino acostumbra a volver a la escena del crimen. Fijándome en la docena de mirones, creo que no es ninguno de ellos. Tampoco podría jurar que si está presente. No es culpa mía, por una noche estaba sereno, pero el morir en un callejón mal iluminado tiene sus consecuencias. Lo único que vi de mi agresor fue que éramos casi idénticos en altura, únicamente yo era unos pocos centímetros más alto. No pude calcular su peso, ni fijarme en sus facciones, tapadas levemente por un pañuelo. Tan solo vi el brillo de sus ojos y el fogonazo del 38 al ser disparado. Ni una sola sílaba fue pronunciada antes de mi asesinato.
Ya me trasladan a la ambulancia. Otra cosa que no entiendo, ¿por qué no me trasladan en un coche fúnebre? Es tontería que me lleven a un hospital. Nada pueden hacer ya por mí. Hace mucho tiempo que nadie puede hacer nada por mí. Directo al cementerio, sin paradas.
Recorremos las calles de una ciudad que ya ha despertado con prisas. Prisas por llegar al trabajo. Prisas por dejar a los niños en el colegio. ¡Corred, corred todos por mí!
La ambulancia se ha detenido, bajan mi cuerpo y lo trasladan a través de pasillos y ascensores hasta una sala que no ganará el premio a la mejor decoración. Ya se van, ya me abandonan en esta soledad.
Pero, no estoy solo. Otras dos camillas con sendas bolsas negras me hacen compañía. Pobres diablos, ¿qué les ha sucedido para acabar envueltos en plástico negro? No puedo quejarme de mi suerte, mi muerte fue rápida. Quizás esos no pueden decir lo mismo. Lástima que no se encuentren presentes para poder intercambiar opiniones. Comparar los modos de morir, hablar para superar el trauma. Me llamo Abelardo, y me han matado de un tiro. Como en aquellos grupos de ayuda para alcohólicos, para drogadictos que jamás me ayudaron a superar mis vicios.
Ahora estoy desnudo sobre una tabla de metal, no recuerdo su denominación exacta. ¿Camilla? ¿Y qué me importa ya cómo se llama? Más importante, ¿quién es ese tipo con bata blanca se acerca? ¿Qué piensa hacer? ¡Dios mío! ¡Qué alguien le detenga! ¡No le dejen que se me aproxime!
Me han mutilado. No lo puedo definir con otra palabra. Mi cuerpo ha sido mutilado por la ciencia.
Debo seguir los estándares marcados. Mi tórax y mi abdomen, abiertos en forma de T, han dejado a la vista mis órganos. Mi hígado alcoholizado, de mi páncreas no pienso hablar. Mis costillas, cortadas con un instrumento en forma de cizalla, dejan a la vista mi cavidad torácica donde escondo pulmones y corazón. Mis pulmones, parecen mediamente sanos y el corazón, no me lo imaginaba así. Si lo pienso, nunca he llegado a pensar en como era mi corazón.
Ahora sacan mi corazón y lo pesan. 300 gramos. Pulmones, 1100 en conjunto. No veo expresiones raras en la cara del forense.
Continúa con el resto de órganos, pesando y midiendo cada uno de ellos y dictando de viva voz los resultados. Escueto, sin florituras. Debería pesarme, comprobar si mi peso es de 21 gramos.
Ahora comprueba mis órganos sexuales. Si ellos hablasen, cuando podrían contar sobre mi vida, pero poco pueden decir sobre mi final.
¿Se puede saber en qué momento se centrará en lo que cuenta en verdad? Cualquiera puede afirmar cual fue la causa de mi fallecimiento. No veo a que viene tanto corte, tanto peso, tanta investigación.
Creo que ha llegado el momento, ahora se ha colocado detrás de mi cabeza sujetando con una mano un bisturí. Una certera incisión ha separado mi piel de mi cerebro. Ahora agarra una sierra circular. Espero que tenga cuidado y no destroce la bala. Me gustaría guardármela de recuerdo. Está cortando el cráneo, empezando por la parte frontal y continuando hacia la derecha, detrás, izquierda hasta completar el círculo. Ya tiene campo libre para extraer mi cerebro. Interesante órgano. ¿En qué parte estará arrojada mi amiga?
Incisión en mi cerebro, extracción de la bala. Asunto resuelto. Ya puedes dejar mi cuerpo en paz. Nada más hay que ver.
La bala es depositada en un sobre y este dejado sobre una cubeta. Adiós, mi amiga viajará de mano en mano, lista para ayudar a encontrar a mi asesino. Lo que soy yo, poco viajaré ya.
Desconozco el tiempo transcurrido. Para mí, ese concepto ya no existe. Calienta el sol mientras los operarios levantan mi ataúd hasta el cuarto piso. Pocas personas han acudido a mi entierro. No se lo tengo en cuenta. Yo hubiese hecho lo mismo.
Pero mi madre y mi hermana si están presentes. ¿Cómo podrían haber faltado? Ahora vivirán tranquilas. Me gustaría decírselo. Que no sufran por mí, nunca merecí sus lágrimas y ahora menos que nunca.
Lo que no sé es quien es esa mujer que desde la distancia observa mi entierro. No está visitando otra tumba pues su atención no se aparta de la escena en la que soy el protagonista. Ahora, se está acercando levemente. ¿Qué es ese aroma? ¿A qué huele? Rosas y malvavisco. El mismo olor que percibí en aquel callejón. ¿Cómo no lo he recordado antes? ¿Quién es ella? Sus ojos están empañados en lágrimas, sus manos cogen los de mi madre y ella la mira a los ojos, sin apartar la mirada, sin preguntas. Se conocen, pero yo no sé quién es. ¿Quién puede consolar a mi familia?
Los técnicos han colocado ya mi ataúd, solamente les queda sellar mi tumba con cemento.
Me cuesta pensar, mis pensamientos son más lentos de lo habitual, me siento desfallecer. Pronto desapareceré, con la última luz que penetre en mi tumba. Y ahora ese aroma a rosas y malvavisco vuelve a golpearme. Ella mira hacia delante, nuestras miradas se han cruzado; pero ella no puede verme ya mientras que yo veo a la persona que me mató. La última mirada antes de desvanecerme por siempre jamás.