Relato 015 - Buscando

Necesitaba escribir. Nos sabía qué o para qué exactamente. Esa fue la razón por la que, al igual que quienes tratando de robar información a los muertos acechan sus voces en las sombras de algún cementerio, subí a aquel autobús.

No necesitaba papel y pluma para atrapar las ideas que el azar pudiera o quisiera depararme. Tan solo me bastaba mi receptividad ante cuanto pudiera suceder a mi alrededor y, tal vez, que las emociones queme hiciese sentir aquel Requiem que el ateo Verdi compusiera en memoria de un anticlerical, cuyo nombre no recordaba, pudiesen servirme de ayuda para mi propósito.

Al principio, el vacío que se había adueñado de mi cerebro apenas fue alterado por un ronroneo de voces sin forma que se dejó oír entre las notas del Dies Irae, el batir de las puertas, que ocasionalmente se abrían y se cerraban, y el ahogado rugido del motor del vehículo. .

“-… Y entonces fue y le cortó la cabeza”

“- ¿Y se murió?-“

“-Sí, hija. Se murió-“

“Sálvame, fuente de piedad infinita”. Voces que clamaban el perdón eterno desde su desesperación ante el Juicio Final y desesperados diálogos absurdos sobre los que apenas reparé lo suficiente como para que los considerase, siquiera, dignos de llenar una de esas estériles conversaciones con las que, nada más llegar a casa, tratamos de resolver con desgana algún comprometido silencio y así evitar que nuestros viejos se sientan presa de ese abandono al que los sometemos minuto a minuto. A los ancianos les gusta reírse de ellos mismos, contemplar en el espejo de feria de las anécdotas de otros viejos la quebrada imagen de su propia mente. Son tan fuertes que hasta se ríen de su propia debilidad.

“-Si yo me sé el teléfono de tu padre. Pero no me da la gana de llamarlo. Que me llame él a mí. Que eso es para él, no para mí. Pues bastante tengo con sacarte de paseo y darte de merendar”.

Tampoco tuve suerte con la reprimenda de aquel abuelo a un nieto que era patrimonio exclusivo de su imaginación o, tal vez, de unos recuerdos que se resistían a morir en aquel exterminio de neuronas que estaba perpetrando un despiadado Alzheimer. Un nieto que quizá estuviese ya gozando de la gloria y sufriendo el padecimiento del infierno de un mundo diferente al suyo. Un mundo hecho de rutinas diarias como comer, trabajar, jugar un partido de fútbol sala los sábados por la mañana o hacer el amor día a día con alguna muchacha de su edad. Rutinas de las que estaba excluida la de hacerse cargo de ese viejo que diez o quince años atrás lo llevaba los miércoles por la tarde al cine o a la hamburguesería del centro comercial, a escondidas de sus padres, a comer el menú completo que incluía uno de esos helados elaborados con sucedáneos de vainilla o chocolate, pero que no por ello dejaban de ser especiales cuando se tienen diez años.

Luego, otra vez el silencio por más de diez minutos. Tan solo el sonido del motor y una radio con su monótona emisión de diálogos sobre acontecimientos sociales, canciones y noticias. Nada. Como tampoco había nada en los rostros de los quince pasajeros que viajaban en aquel vehículo.

Era el momento de escrutar alguna emoción, una peculiaridad que pudiera dar pábulo a alguna idea y con ella, y con un poco de suerte, inspirarme lo suficiente como para escribir algún cuento o, tal vez, una simple reflexión o algunas líneas de mi diario.

Comencé por la chica que tenía a mi izquierda. Tal vez su mirada perdida, su sonrisa sin sentido esbozada como una mueca agria... ¿Estaba loca? Y de estarlo, ¿qué hubiera habido de particular en ello? Había ya demasiados locos en el mundo como para que por satisfacer mi ego emborronase unos cuantos folios detallando todas y cada una de sus muecas, sus estupideces o sus silencios engalanándolos con unas cuantas metáforas recargadas y comprensibles tan solo para mí y para solaz de unos cuantos pedantes. Todo con el único propósito de pasar a la posteridad como aquella cortesana desdentada y medio calva cuya sonrisa cautivó a cientos de generaciones. Aquella chica, a diferencia de esa italiana, se debía únicamente al linaje de quienes jamás llegan a saber quiénes eran sus bisabuelos o sus tatarabuelos. El único sentimiento que les inspiraban todos aquellos que la precedieron cien o doscientos años atrás, y que ahora reposaban en paz en algún osario perdido así como en los legajos errados de alguna sacristía de pueblo, era la indiferencia. Pero por su expresión de derrota absoluta no hubiera sido nada descabellado suponer que a su padre le habían diagnosticado un cáncer y que, al estar tan avanzado, los médicos hubiesen descartado cualquier terapia de las llamadas agresivas como la radioterapia o la quimioterapia. Todo estaba perdido, todo menos el cariño hacia aquel desahuciado y la vaga esperanza de que ella, al igual que el autor de sus días, irían a descansar al mismo lugar que sus ignorados antepasados.

De nuevo me abandoné a aquel coro que clamaba misericordia a la tremenda majestad del Rey Eterno en las postrimerías de la muerte. Incluso, a pesar de que el dial indicaba que tan solo faltaban tres rayas para alcanzar el máximo volumen, dejé que mis oídos se desbordasen con las atronadoras notas de aquel canto fúnebre hasta el punto que sentí una aguda punzada en mi oído derecho.

Lo que trataba conseguir era dejar de pensar en cualquier cosa, por insignificante que fuese, así como dejar de luchar por crear algo a partir de la nada. Únicamente estaba yo y cuanto me rodeaba, y eso equivalía, de momento, a una soledad que arrebataba cuanto hubiese a mi alrededor para dejarlo sin sentido. Una especie de agujero negro capaz de engullir tramas, intrigas y secretos y reducirlos a simples obviedades inconexas que a penas hubiesen completado unas líneas o, con suerte, algún párrafo. Saturno sentía miedo de sus propios hijos y por eso los devoraba.

Nada. Y lo más curioso es que empezaba a sentirme a gusto con esa nada, con aquella inactividad. Hasta tal punto fue el placer que me causaba aquel estado o fue quizás por la imprudencia de escuchar la música a tan alto volumen que llegué incluso a oír una voz dulce, infantil, que repetía entre risas “¡Vamos a cantar…!” “¿Sí...? ¡A cantar…!” “Cantar...”.

Al principio, no hice caso. Luego, al percatarme de reojo como la chica que se hallaba a mis espaldas sonreía pegada al cristal de la ventanilla, con la cara tan vuelta que a penas pude distinguir su boca, llegué a pensar qué estaría hablando con uno de esos teléfonos diminutos de última generación que causan la sensación de que quien habla con ellos está hablando solo. Pero volviendo a observarla con un detenimiento rayano en el descaro llegué a la conclusión de que no había teléfono alguno, ni siquiera su compañera de asiento le prestaba atención.

Me quité el auricular y, de paso, reparé con más atención en su cara. De nuevo, “¡Vamos a cantar…!” “¿Sí...? ¡A cantar…!” “Cantar...”. Era ella, Ofelia con su mortuoria palidez y sus ojos vencidos por un sueño que se augura eterno devuelta a la vida en aquel cuadro de Dante Gabriel Rossetti. ¿O, tal vez, fuese alguna otra de aquellas adolescentes de tez pálida, ojos enormes y tristes así como largo cabello pelirrojo concebidas por la necrófila imaginación de otro pintor prerrafaelista?

Sonrió. Y aquel gesto delicioso de niña se perdió en su mundo de hadas y de rosáceas cortinas de tul ignorándome a mí y al resto de los pasajeros que permanecíamos impasibles con respetuosa indiferencia. Cogió su pesada mochila, y con su mano izquierda, agarrotada por una especie de parálisis por la que revolvía constantemente su dedo índice hacia arriba de forma compulsiva, partió a la carrera saltando y cantando aquella y otras mil canciones más hacia un patio de recreo que solo existía para ella y sus amigos de ensueño.

Dios mío, también ella. El anciano que le reprochaba al asiento de enfrente; la chica de la sonrisa estúpida y la mirada perdida, tal vez por una desgracia irreparable; las ancianas para las que ser decapitado era una especie de mal menor que podía tener la misma solución que un simple constipado o un dolor de estómago; y ahora aquella pobre niña de unos dieciocho o veinte años recién huida de su cuarto de juguetes. Todos enajenados, idos, locos. Parecía como si aquella pandilla de pobres diablos, en su delirio, creyendo a pies juntillas que aquel autobús fuese a llevarlos al Dorado de la cordura, hubieran concertado un viaje del que yo también debía formar parte como uno más de ellos.

¿Acaso era yo el único cuerdo en aquel grupo? ¿O tal vez era yo el único loco? No lo supe ni tampoco me interesé en escribir sobre mí mismo. Tan solo cerré los ojos y seguí escuchando la obra de Verdi, esta vez con el volumen más bajo hasta que tras el Amén final el reproductor volvió al inicio de la obra. Fue entonces cuando dejé que el viaje transcurriese con su apacible monotonía.

Habían pasado veinte minutos desde que había subido a aquel autobús y únicamente me apetecía que se detuviese, bajar y tomarme una cerveza y también, cómo no, pensar en cosas más concretas, más tangibles.

 

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