Relato 014 - VENERIS, V AUGUSTI
Juan bajó del autobús y recogió su maleta. Observó el pueblo hasta donde le alcanzaba la vista. Seguro que había cambiado muchos en todos esos años pero él no recordaba como era antes. Veintidós años, veintidós años tardó en volver. Y ahora un cinco de agosto, como aquel día volvía. Si ahora había venido era para conseguir por fin un poco de paz. Paz que le había sido denegada desde aquel fatídico día.
Caminó hacia donde le parecía que estaba la casa rural donde se había apuntado pero pronto aceptó que necesitaba ayuda. Un lugareño que estaba trabajando fue el elegido.
–Perdone. Buenos días.
–Buenos días. ¿Qué necesita?
–¿La casa rural?
–Es muy fácil. Sigue por esta calle y luego en la casa del herrero tuerces a la izquierda…
Cinco minutos después Juan seguía las indicaciones del lugareño.
La dueña de la casa rural le recibió muy amigablemente indicándole los lugares de interés y donde podía tomar un buen vino.
–Muchas gracias pero no vengo por turismo.
–¿Ah no? ¿Tiene familia aquí? ¿Por qué no se queda en su casa?
–No, no tengo familia aquí pero de pequeño acostumbraba a venir –y el recuerdo le hizo abstraerse.
–Señor, señor… –Juan volvió en si–. Las llaves. Es la habitación cinco.
Juan las cogió como si quemaran. Deseo pedir otra habitación pero no quería que pensaran que era un maniático. Subió las pocas escaleras y entró en su habitación.
Después de dejar la maleta en un rincón salió de nuevo a la calle. Cogió el camino que le llevaría a su antigua casa. A pesar de los años transcurridos no había olvidado donde estaba. Cuando llevaba andado parte del trayecto apareció ante él el antiguo atajo que usaba cuando era niño. Se introdujo en él.
Cinco minutos después la casa aparecía ante sus ojos. Unos minutos más tarde se encontraba delante de ella. No supo cuando tiempo pasó observándola. Le apenaba verla vacía. Nadie parecía ocupar la casa. Después de aquel fatídico día sus padres pensaron que lo mejor era poner distancia. Se fueron después del entierro ¿o fue antes? No lo recordaba. Luego ya en la ciudad vendieron la casa. Pensaron que era lo mejor para él. Ahora no parecía estar habitada. No sabía si sus dueños hacía tiempo que no venían o había sido revendida de nuevo. Dió la vuelta a la casa esperando ver algo que le indicara que había vida.
No se veía descuidada. Seguramente algún vecino se encargaría de ella. De la casa de al lado llegaba un aroma irresistible. Se acercó a ella. Al mirar por la ventana de la cocina observó a aquella señora entre los fogones. Su cara estaba roja por el calor del fuego y el pañuelo que le cubría la cabeza estaba medio caído. Juan saludó.
–Hola. Buenos días.
La mujer se sobresaltó. No esperaba ver a nadie. Y menos a ese chico que no había visto nunca.
–Buenos días.
–¿Le puedo hacer una pregunta?
–Sí, claro. ¿De que se trata?
–La casa de al lado –la señaló para que la señora no tuviera dudas–, ¿sabe si vive alguien en ella?
La mujer miró hacía ella y rapidamente volvió a sus fogones. No separó la vista de ellos mientras hablaba.
–Buena casa. Es una pena que esté tan desaprovechada. Los dueños ahora solo vienen a veranear.
–¿Ahora? ¿Quiere decir que antes?
–Sí. Cuando compraron la casa vivían aquí. No tenían hijos y aunque tenían que coger el coche para trabajar estaban bien. Luego llegaron los niños, un trabajo mejor pero más lejos y decidieron mudarse. Entonces ya solo vienen en verano.
–Ya estamos a cinco –dijo.
–Sí. Los chicos ya son mayores. No quieren perder su verano en un pueblo que no hay nada. Roberto y Gabriela vienen cuando consiguen coincidir sus vacaciones. Me parece que dijeron que llegarían el lunes.
–Comento antes que compraron la casa. ¿Conoció usted a sus antiguos dueños?
La mujer apagó el fuego y retiró un poco la olla. Miró a aquel chico tan preguntón. Le observó detenidamente intentando reconocer en sus rasgos un rostro familiar.
–¿Quiere pasar y sentarse? Tengo un jerez muy bueno.
–No quisiera molestar.
–Me parece que eso ya lo estás haciendo. No voy a pasar todo el rato de pie. Entra y nos sentaremos un rato.
Juan empujó la puerta que estaba abierta. El interior de la cocina era muy agradable y reconfortante.
La mujer sacó dos copas y las llenó con el jerez prometido.
–Siéntese –dijo con voz amable pero imperativa.
Una vez los dos sentados siguieron la conversación.
–Sí. Antes que Roberto y Gabriela otra familia venía a esa casa de vacaciones. Tenían un hijo.
–¿Y por qué la vendieron?
–No es una historia que te guste recordar –dijo–. Ocurrió una desgracia.
–Ha dicho que tenían un hijo. ¿Acaso lo perdieron? ¿Por eso se fueron?
–No. Creo que su hijo fue el único que se salvó.
No quiso oír más. Al menos de su boca. Le dió las gracias y salió. Ahora sabía cual era su siguiente destino.
La iglesia y cementerio estaban a un cuarto de hora de su antigua casa. Juan cruzó la verja y buscó entre los nichos. Marc Gómez Rius, Eduardo Santacana Antúnez, Alejandro Manzano Corto, Francisco Fernández Rodríguez. Ver y leer sus nombres le dió un poco de aquella paz que tanto anhelaba.
Fueron muchos años acudiendo al psicólogo. Años en los que sus padres no sabían que hacer. Al principio se mostraba reticente pero poco a poco el doctor se ganó su confianza y podía hablar con él de lo que pasó pero jamás pudo decirle como se sentía. El doctor le daba varios consejos y uno de ellos era éste. Que visitara sus tumbas. Ahora descansaban todos juntos. Sus padres así lo habían querido. Que estuvieran todos juntos haciéndose compañía.
Y él se quedó solo. Sus padres no volvieron al pueblo. Por su propio bien, decían. Se volvió un niño huraño y melancólico que siempre andaba solo. No volvió a hacer amistad con otros chicos o chicas a pesar de los años y de las semanales visitas al psicólogo.
Ahora tenía que ir a su siguiente destino. Donde ocurrió todo. El pantano.
Desde siempre había un lugar donde los más jóvenes iban a divertirse. Era un extenso campo donde también había un pantano en el que estaba prohibido bañarse pues era muy peligroso. Pero la juventud iba igualmente pues a pesar de no poder bañarse se estaba muy bien y como ya hemos dicho era muy extenso y podían estar varios grupos jugando o tomando el sol.
Tuvo que pasar cerca de la casa rural para ir al pantano. Siguió el camino hasta que llegó a un camino de tierra que siguió. Fue al principio del camino cuando notó al primero. Al segundo, al llegar al árbol centenario, el montículo de piedras fue el elegido por el tercero y el cuarto se le acercó en la curva. Ahora los cinco juntos como antaño se dirigían al pantano sin hablar hasta que llegaron a su destino.
–Has tardado en venir –Eduardo fue el primero en hablar.
–Veintidós años.
–¿Por qué has tardado tanto? –preguntó Alejandro.
–No lo sé –contestó.
–¿Por qué has venido avui[i]? –preguntó ahora Marc y Juan sonrió a su pesar porque se dió cuenta que añoraba la forma de hablar de Marc mezclando los dos idiomas.
–¿No te lo imaginas? –contestó.
–Sí, todos los sabemos –repuso Francisco–. Es viernes como aquel día.
–Os he echado mucho de menos –confesó Juan.
–Nosotros no nos hemos movido de aquí. Tú eres el que ha crecido y vivido. Seguro que ya tienes coche.
–Y un trabajo aburrido.
–Y una novia.
–Después hablaremos de eso si queréis –interrumpió Juan algo incómodo.
–¿Y de qué quieres hablar ahora?
–De aquel día. Hemos de recordar aquel día.
–Bueno, ¿quién empieza?
–Yo –dijo Juan–. Tengo que explicar lo que pasó y esperó que me ayudéis si me equivoco en algo.
–Empieza ya…
–Estábamos los cinco aquí charlando y jugando a ratos. La pelota se escapó y no nos dimos cuenta hasta que estaba a la orilla del pantano. Corrí detrás de ella sin pensar en nada más…
–No, fui yo el primero en levantarse y salir corriendo –repuso Alejandro.
–Te equivocas. Me acuerdo perfectamente porque yo estaba a la izquierda y me encontraba más cerca.
–Eso es verdad pero era yo el que estaba ahí.
Juan no estaba seguro. Él no lo recordaba así.
–Sigue. Todos salimos corriendo tras la pelota –apremió Francisco–. Sigue.
–Yo corrí más deprisa pero la pelota ya había entrado en el lago y se estaba hundiendo. Llegué unos segundos antes que vosotros.
–Los años te han afectado al cerebro. Era Edu quien se llegó primero y se lanzó sin pensar en el perill[ii].
–Sí –repuso éste cabizbajo–. No sé porque lo hice. Sólo pensaba en recuperar la pelota pero enseguida me hundí y no conseguía salir.
–¿Quién lo está explicando? –Juan se mostró molesto.
Sus amigos se rieron pero no le hicieron caso y siguieron metiendo baza.
–Álex fue detrás pensando que lo podía sacar. Eras el más fuerte y alto de los cinco –dijo Juan.
–No sirvió de nada y me hundí y no dí con Edu.
–Estábamos muy nerviosos y no pensábamos con claridad. Veíamos que dos de nuestros amigos no salían y nos lanzamos pensando que entre los tres podríamos con ellos.
–Marc y yo pensamos que no había tiempo que perder y nos metimos en el pantano –dijo Francisco.
–¿Y yo?
–¿No lo recuerdas?
–La verdad no. Ahora no estoy nada seguro. Habéis tergiversado mis recuerdos.
–Cuando Edu se tiró y desapareció y Álex fue detrás tú dijiste que había que pedir ayuda y corriste cuesta arriba pidiendo socorro.
–Pero Quico y yo nos esperamos. Pensamos que nosotros podríamos rescatarlos y que cuando llegara la ayuda sería massa tard[iii].
–Entonces yo no estaba cerca del pantano cuando…
–Sí. Te giraste cuando estábamos entrando y corriste para impedirlo. Ya tus pies tocaban el agua cuando algo te echó para atrás. Varias personas oyeron tus gritos y vinieron corriendo.
Juan recordó. Solo decía: “Están ahí, están ahí” mientras intentaba entrar para rescatarlos. Dos hombres del pueblo le agarraban impidiendo que se lanzara también al pantano.
Luego llegaron sus padres y se lo llevaron. No volvió ahí. No volvió a ningún sitio. Estuvo en estado de shock varios días. Luego sólo el sentimiento de culpa invadía su cuerpo. Se veía como culpable de todo y creía que debería haber muerto con ellos. Se sentía como un traidor.
–Estamos contentos que te hayas hecho grande –dijo Alejandro.
–Fue culpa nuestra porque actuamos sin pensar –dijo Francisco.
–Sí, tú fuiste el único que pensó amb el cap[iv]–dijo Marc.
–Ahora queremos que seas feliz. No has de vivir por ti, has de vivir por los cinco. Ríe, llora, enfadate multiplicado por cinco ¡Ah! Y por supuesto has de ligar mucho –dijo Eduardo.
Juan sonrió de verdad por primera vez en esos veintidós años.