Relato 008 - Tesoros Olvidados

Desde que un ladrón intentó robar en la casa, deshabitada largo tiempo, la abuela se empeñó a toda costa en regresar, durante el verano, al antiguo hogar y por ello, arrastró tras de sí a toda la familia.

La pretérita y achacosa vivienda pervivía a duras penas entre las nuevas construcciones del barrio, más funcionales, pero horrendas y frías, sin personalidad. La humedad dibujaba en el lienzo de las paredes historias que ocurrieron en los corrales y patios. La morada, rancia y llena de desconchones, se parecía cada vez más a la abuela y todos sabían que cuando la abuela faltara, también desaparecería aquel lugar.

Pablo se emocionaba sólo con traspasar el umbral de los viejos portalones y el corazón le latía a mil por hora cada vez que subía a la pequeña biblioteca, donde, según él, se escondían misterios por resolver. A lo largo de su vida, los abuelos atesoraron cientos de libros que poco a poco fueron invadiendo el desván hasta convertirlo en el tesoro más preciado de aquel viejo caserón.

Su madre le miraba condescendiente, achacando sus fábulas a una febril imaginación. Pero cada vez que quedaba a solas entre las estanterías colmadas por los restos polvorientos de vidas ya desechadas, entre la oscuridad de los rincones Pablo escuchaba llamadas de socorro. Al principio se trataba de una voz aguda y persistente que se abría paso entre las telarañas de los rincones hasta desaparecer absorbida por las cubiertas cuarteadas de los .libros que abarrotaban la cámara. Últimamente ya sólo se trataba de mensajes telepáticos cada vez más débiles.

El acceso al antiguo granero, que él llamaba biblioteca intentando emular la modernidad de las pandillas de chicos y chicas americanos que corrían aventuras de celuloide en blanco y negro dentro del televisor, era un hueco en el techo al que se subía mediante una escalera de mano apolillada. El suelo, de caña y barro, se hundía sobre las vigas de madera que a duras penas lo soportaban combadas por los años y la humedad, y crujía bajo los pasos de Pablo que cauteloso se atrincheraba junto a la ventana con un montón de tebeos y viejas novelas del oeste hasta que los últimos rayos de la tarde coloreaban de ocre las paredes. A esa hora aguzaba especialmente el oído intentando oír los casi imperceptibles mensajes que rebotaban en los trastes del granero.

Convencido al fin de que los gritos de ayuda y socorro iban dirigidos a él, se propuso apuntar en una pequeña libreta todo lo extraño que sus oídos percibieran. Por las tardes, cuando el calor apretaba y los perros buscaban la sombra, se pertrechaba entre las cajas con sus lecturas y vigilante, tomaba notas de todo lo que escuchaba. Llegó a pensar que tal vez se tratara de una radio olvidada, pero nunca la encontró. Puntual y metódicamente, cuando más ensimismado se encontraba, la abuela lo llamaba a voces desde la cocina y él corría a por el pan con aceite de la merienda que devoraba con ansia y glotonería a la par que seguía leyendo tebeos. Papá volvía del trabajo y al verlo de tal guisa profería con solemnidad:-Lea, hermano, lea…ya comerá- pero Pablo ni se enteraba.

-Este niño va a perder la cabeza con tanto tebeo-proseguía su padre, dejándolo como un caso perdido.

Al anochecer, cuando abrían los jazmines y las salamanquesas acechaban a los mosquitos, la familia se sentaba en el patio bajo las estrellas y entre susurros se comentaban los avatares del día.

-¿Que apuntas en esa libreta, Pablo?-preguntó el padre.

-Los mensajes de socorro que escucho en el granero-contestó el niño.

-¿Pero qué mensajes ni que leches? Me tienes preocupado.

-Se parece cada vez más a su abuelo. Son sus mismas tonterías- decía entonces la abuela, entreabriendo los ojos.

El padre de Pablo cambió de conversación y moviendo la cabeza de un lado a otro, miró de reojo a su hijo que al poco se durmió en el columpio de la mecedora. Entonces lo cogió en brazos y lo subió hasta la cama. Después miró hacia el hueco del granero y no pudo reprimir un escalofrío al escuchar un golpe entre la oscuridad. Temeroso, subió con cautela y al asomar la cabeza, un gato maulló en la penumbra de los trastajos. Cuando, después de toda una vida, el abuelo cerró el estanco, guardó allí arriba montones de cajas con objetos inimaginables. Tapetes de poker para jugar a las cartas, restos de coleccionables de todo tipo, lápices de colores, relojes, muñecas de porcelana, coches de hierro, abanicos, soldados articulados….algún día tendré que tirarlo todo a la basura, pensó. Volvió hasta el patio donde la abuela dormitaba al fresco y se fijó en una libreta olvidada bajo la mecedora, sobre las piedras del patio. La cogió con curiosidad y leyó lo que en ella había escrito Pablo:

“¡¡S.O.S!! ¡¡ S.O.S!! Solicito ayuda desesperadamente antes de que el desastre sea irremediable. Mis compañeros agonizan tirados en el suelo. El moho y la humedad han arruinado totalmente a Spiderman. De Roberto Alcázar y Pedrín nada se sabe desde que se los llevaron las ratas que nos visitan con puntualidad al amanecer. Esther y su mundo fueron sus primeras víctimas, tal vez la mirada cándida y pueril de la niña provocó que los roedores la eligieran como primer bocado. Después vino el turno del Guerrero del Antifaz. Se ensañaron con los más viejos y débiles. La Antorcha Humana parece ahuyentarlas, pero, una tenaz gotera que se activa los días de lluvia acabará por apagarla y entonces su mortal enemigo, el Hombre Submarino aprovechará la debilidad para acabar con ella. Luego, las ratas se ensañaran con él.

Desaparecemos poco a poco. Junto a nosotros conviven cientos de soldados que tal vez pudieran ayudarnos a combatir tamaños despropósitos. Pero, sobreviven envueltos en bolsas con las espaldas ancladas a una raspa de plástico, prisioneros de un esqueleto de pez sintético. Hemos sido condenados. Héroes obsoletos y caducos, trozos de papel aferrados a un glorioso pasado que no volverá. El porqué de tal situación es algo difícil de explicar y me veo abocado a lanzar una llamada de socorro.

En otro tiempo fuimos adorados por niños y jóvenes que encontraron en nosotros un reflejo de sus ilusiones. Auténticos guerreros voladores, veloces y extraños. Viñetas de acción que daban color a un mundo gris marcado por el rojo de la sangre recién derramada. Lucíamos como objetos preciados y extraños en escaparates inundados de cocinitas de madera, osos de tela y serrín, payasos de terracota, tanques y aviones de hojalata, balones de cuero y muñecas de porcelana.

Hijos de la cuatricromía, hermanados por pecas de colores, llegamos al mundo entre rodillos de imprenta. Con cuidado, un operario nos metió en una caja; una selección de los mejores superhéroes, colosos del comic; dos colecciones de recortables de castillos, coches, vaqueros y muñecas; cromos de la Segunda Guerra Mundial y un montón de bolsas sorpresa en las que comandos beduinos, invasores vikingos, legiones romanas, tropas japonesas y vaqueros del lejano oeste aguardaban en perfecta formación, impertérritos tras una fría mirada de plástico.

Juntos viajamos hacia un destino incierto y adormecidos por el traqueteo del furgón, devoramos kilómetros de hormigón y cielo hasta llegar a un pueblecito perdido en el sur. El motor tosió para luego callar definitivamente y placidas voces entrecortadas por el arrullo de los árboles y los pájaros nos recibieron bajo un sol apabullante.

Al poco, una niña pequeña abrió la caja y extasiada nos colocó por los estantes de una tienda que rebozaba cartones de tabaco y periódicos. Y en aquellos pedestales nos creímos dueños del mundo sobre las cabezas de hombres que encendían cigarros mientras rellenaban quinielas. Cerca del mediodía entró una señora preguntando por un décimo de lotería cuyo número, al parecer estuvo a punto de hacer millonario a medio pueblo. A su vera venía un pequeño mocoso de calcetines sucios y botas raídas. El chaval quedó alucinado con el brillo de nuestras portadas que relucían en los viejos anaqueles, protegidas por manoseados cristales. Con la boca abierta y rebosante de baba, nos señaló, embobado, con el dedo. Disparando el resorte de la cordura, su madre le soltó un sopapo en la mano. El niño salió llorando del estanco, pero, aún pudo regalarme una mirada de complicidad y yo comprendí que volvería a por mí. Aferré con orgullo el escudo y erguí el pecho disimuladamente. A punto de cerrar, cuando el aroma de los guisos ya se arrastraba por las aceras aplastado por el calor, una escandalosa patulea, capitaneada por el pequeño descubridor, invadió el estanco. La conquista duró el tiempo justo que tardó el dueño en salir de detrás del mostrador y desalojar al ejercito de desaliñados, recuperando el espacio para los clientes que se habían replegado en banda ante el furibundo asalto. Las visitas bulliciosas de niños y niñas que nos contemplaban admirados, para finalmente no comprar nada, se multiplicaron. La paciencia, señora imperturbable y tranquila, domeñaba al estanquero que aguantaba estoicamente el chaparrón de pillastres hasta que una tarde, un audaz descarado hurtó sin disimulo un sobre de soldaditos. Burla burlando, los soldados desaparecieron por los trasfondos de los pantalones del mastuerzo. Pero fue descubierto en plena faena. Y nadie se percató de que había comenzado nuestro infortunio.

Hastiado de tanta bulla que alteraba la normalidad de su negocio, el estanquero volvió a guardarnos en la caja. En espera del furgón que de nuevo nos devolvería a la fábrica, fuimos arrinconados en la trastienda. Sobre nosotros se amontonaron decenas de bultos y paquetes viejos y entre murmullos y conversaciones cortadas de los parroquianos que entraban y salían del estanco, escuchamos que había comenzado la guerra de las Galaxias y que mientras nevaba en el Sahara alguien mató a John Lennon.

Perdidos y amontonados soportamos el peso del olvido. Entonces de nuevo se movió la caja. Algo ocurría, tal vez volvíamos al lugar que nos correspondía. Un lugar de ensueño, de miradas infantiles, aventuras y mundos por descubrir. Pero fue una vana ilusión pues nos trasladaron a una casa vacía y al igual que el arpa del poeta, nuestro dueño nos olvidó en el ángulo más oscuro y silencioso de un triste desván. Allí cumplimos condena durante, días, semanas, meses, años, lustros y décadas. Sin ser conscientes de ello dejamos que el tiempo cuarteara nuestras páginas. La derrota se convierte en consuelo si ya no hay esperanza.

Hasta que el cristal de la ventana estalló en miles de pedazos. Una bomba de vidrios ruidosos que rompió el letargo que nos consumía. El cohete que avisa del inminente comienzo de la fiesta. Una llamada a la acción. Primero se escuchó un traqueteo en la puerta de la calle. Unos empujones tímidos que se perdieron con el viento de la tormenta. Los soldados se removieron nerviosos dentro de sus paquetes. Todos preparamos las armas y reactivamos nuestros superpoderes. Llegaba la hora de volver al trabajo. Pero la puerta no se abrió. El desánimo hizo mella dentro de la caja. Thor nos explicó que los truenos hacen temblar el suelo y que de eso él sabía bastante pues por algo era Dios de la Tormenta y tenía un martillo con el que controlar las tempestades. El increíble Hulk se sintió molesto ya que poseía también una enorme fuerza con la que hacía temblar los edificios y por ello podía opinar sobre el asunto. Los Sioux de los recortables pidieron la palabra, ellos sí que conocían los designios de la naturaleza con la que vivían en comunión ancestral. La discusión fue subiendo de tono hasta que Jocker, terrible villano de personalidad contradictoria, pidió silencio a gritos. Entonces oímos romperse la ventana y alguien entró por el balcón. Gracias a Superman y su visión de rayos x tuvimos plena consciencia de lo que ocurría en la habitación.

Un individuo había entrado a robar. Hacía rato que merodeaba por los alrededores, buscando un punto débil por el que introducirse. Sospechaba que la casa escondía un tesoro. Eso dedujo de los retazos de conversación que pudo sisar a unos hombres que charlaban animadamente en un bar. Hablaban de algo de incalculable valor que se guardaba en una caja, un tesoro de juventud olvidado, algo que permitía viajar hacia atrás en el tiempo. Protegido por el temporal que azotaba esa noche al pueblo se introdujo furtivamente en la vivienda abandonada. Abrió cajones, rebuscó por las habitaciones y desesperado al no hallar nada de valor destrozó muebles esperando descubrir en su interior el valioso tesoro que había ido a buscar. La lluvia golpeó con fuerza la chapa de uralita del tejado y un aplauso de agua inundó la estancia cuando el hombre nos encontró. Rompió los cartones con ansia y contrariado nos tiró por el suelo, maldiciendo su suerte. Antes de marcharse aún tuvo tiempo de volverse y dar una tremenda patada a la caja y pisotearnos. Quedamos maltrechos y desparramados por el suelo. El viento de agua que entraba por la ventana rota ensordeció nuestro llanto mientras las páginas mojadas desaparecían en pequeños charcos de tinta.

De eso hace ya más de un mes. Y ahora sé, gracias al sonido de una radio que entra desde la calle, que un tal Harry, mago de profesión, se ha convertido en el nuevo héroe de los niños. He descubierto maravillado que la gente habla entre sí con pequeños transmisores inalámbricos y que viajar por el espacio se ha convertido en algo habitual. Nadie habla ya de nosotros. Spiderman gatea por pantallas de cines tridimensionales y yo morí hace varios años. Soy un equívoco recuerdo de papel de mí mismo. La humedad y el moho han destrozado definitivamente a todos mis compañeros. Hemos sido vencidos por un villano de tres al cuarto. Los niños se hartaron de esperarnos y se convirtieron en mayores. Ya vuelven las ratas, las oigo roer tras la puerta. Tal vez sea mi batalla final. Les habla “El Capitán América” en un último intento desesperado por sobrevivir. Todo está perdido. Que la fuerza nos acompañe.”

 

 

Cuando los rayos del sol hicieron huir a la noche, el padre de Pablo subió a la biblioteca y fisgoneó entre los trastes y cajas polvorientas. En una esquina, totalmente destrozados, se amontonaban decenas de comics de los años setenta; sobre ellos había anidado una rata, entre el ovillo de papeles donde se podían intuir esbozos de superhéroes. El hombre la emprendió a escobazos hasta que consiguió matar al roedor, entre nubes de polvo y tinta. Del estropicio tan sólo pudo recuperar un comic de un tal Capitán América que posó en el alfeizar de la ventana junto a la libreta de notas de Pablo, y la rata muerta.

Al atardecer, Pablo, como siempre, se encerró en la pequeña biblioteca-granero y entonces, su voz retumbó por toda la casa:

-¡¡Se ha salvado, se ha salvado y ha matado a la rata!!

Desde el patio, el padre susurró con resignación:

-Este niño va a perder la cabeza con tanto tebeo.

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