Relato 007 - El Pastor

De la mano derecha del Pastor sobresalen dos medias lunas unidas entre sí. La primera, la que agarra con fuerza, tiene las puntas vueltas hacia abajo. La otra, la que nace de la anterior, hacia arriba. Su brazo izquierdo está extendido hacia atrás, con los dedos de la mano bien separados y crispados, buscando el equilibrio que la gran navaja que sostiene en la otra mano le ha robado. Y frente a él, se extiende una nube de gorros altos perdida en un mar de bayonetas y fusiles que  se dispone a  descuartizar su cuerpo. Sus ojos, su boca, su barba, si la tuvo, así como todos y cada uno de los rostros de sus enemigos no son más que un relieve apenas esbozado en el negro mármol que los representa, y que contrasta con el año que hay grabado en caracteres dorados al pie del conjunto: mil ochocientos trece.

La anterior lápida amaneció un día hecha pedazos entre botellas vacías de ron y de cerveza junto a cabos de velas y huesos de animales. Nadie supo con certeza cuántos entraron en el cementerio aquella noche, pero su propósito quedó impreso en varias losas en forma de estrellas rojas de cinco puntas. Para muchos, los más ignorantes en aquellos oscuros temas, se trataba de una misa negra. Para otros, en cambio, quienes estaban versados en aquellas ciencias maléficas, como el farmacéutico del pueblo, solo se trataba de una gamberrada, ya que los pentagramas no  apuntaban hacia abajo, como los que se emplean para invocar al maligno. Sin embargo aquella infamia, con independencia de su naturaleza y de su fin, requería una inmediata reparación, y no solo material. Por lo tanto, tras la misa de doce de un sábado, partió la comitiva hacia el camposanto.

Al llegar, el nuevo guardia jurado que había en la entrada se cuadró ante el cabo de la casa cuartel que encabezaba el grupo. Después, tras varias inclinaciones de cabeza hacia el resto de componentes, abrió totalmente la puerta.

Los descendientes del Pastor, un matrimonio de unos cincuenta años y una muchacha de unos dieciocho, junto al sacerdote y los guardia civiles, avanzaron hasta situarse frente a la nueva lápida del héroe que estaba cubierta por un paño rojo y gualda. La mujer, al ser el descendiente directo de más edad, tuvo el honor de descorrer la tela. Tras hacerlo, después de que el cura dijese una oración, se ajustó con un leve toque la pamela e inclinó la cabeza en señal de respeto por su antepasado, pero también como agradecimiento a los aplausos que recibió de todos los presentes, de todos menos de uno. Apoyado contra uno de los nichos y con los brazos cruzados, un joven de unos veinticinco años sonreía mientras miraba por encima de unas gafas de sol de cristales verdes y montura negra.

Al principio, nadie reparó en él. Pero tanto su socarronería, manifiesta en una sonrisa de desprecio, como su indumentaria, una mochila de tela a la espalda, unos vaqueros ceñidos medio rotos y una camiseta sin mangas, que dejaba ver una a mayúscula rodeada por un círculo tatuada en su brazo derecho, así  como varios piercings junto al ojo derecho, no tardaron en atraer la atención del cabo.

—Venga, ponte ahí, y tranquilito —le dijo el mando de la Guardia Civil mientras le sujetaba por el brazo tatuado, conteniendo el asco que le producían tanto los tatuajes como los piercings. El joven, que no se resistió, se limitó a dejarse mover con teatral docilidad sin dejar de sonreír.

—¿Y esto? —le preguntó el cabo mientras le sacaba del bolsillo una navaja de unos siete centímetros con  hoja en forma de cabeza de caimán y en parte serrada.

—Es mi Spyderco. La hoja no llega a los once centímetros; es legal, ¿no? Además, ni siquiera me acordaba de que la llevaba encima.

En el preciso instante en que el guardia civil iba a contestarle algo así como « ¡A mí me vas a decir lo que es legal o no!», el otro agente le susurró a su superior en el oído unas palabras que, aunque el joven no pudo oír, intuyó  su sentido arrancándole una sonrisa, esta vez, de satisfacción. El individuo al que estaba cacheando el cabo no era uno de los autores de la profanación, sino un descendiente del Pastor y, por lo tanto, y aunque fuese por aquel día y por aquel instante, merecedor del mismo respeto y consideración que tanto los agentes como todos los habitantes del pueblo tributaban a sus padres y a su hermana.

Pero el cabo no solo no se disculpó por lo sucedido; sino que, tras guardarse  la navaja en el bolsillo, añadió con una sonrisa y entre dientes que debía considerarse afortunado pues se acababa de ahorrar  trescientos euros: la sanción con la que la Ley castigaba a quienes portaban navajas en determinados lugares, por muy legales que fuesen, y también por muy ‘especial’ que fuese el infractor.

Ramiro, el descendiente de un héroe que cobró fama y admiración por manejar, precisamente, una navaja, se encogió de hombros ante aquella paradoja y dejó de sonreír. Luego saludó desde lejos a sus padres y a su hermana sin obtener más respuesta que un fugaz saludo de la muchacha. Y después avanzó entre los nichos hasta llegar a uno al que la mano de los sacrílegos no había causado daño alguno, pero en el que la tierra acumulada sobre su repisa así como un puñado de crisantemos resecos manifestaban una ofensa aún mayor: la del olvido.

Pese a que por principios, pero sobre todo por convicción, no era creyente, aquel trozo de granito con un nombre, una fecha y un número, el de los años que vivió aquel viejo del que heredó su carácter y su rebeldía, le reportaba la paz y la concentración necesaria para hablar consigo mismo y con sus recuerdos.  Y del tren de aquellos recuerdos  acudió el más reciente, y también el más humillante: el de Manolito, como siempre habían llamado en su casa a aquel zagal regordete y algo tímido, unos años mayor que él, agarrándole por el brazo y quitándole el acero que era un recuerdo de su compañera de Madrid.  «Manolito, abuelo, Manolito. Y parecía tonto, ¿te acuerdas?», murmuró con la mirada perdida en la losa sonriendo con amargura. Él, en cambio, el cabo Manuel Segarra no lo recordaba a él, el  mayor de los Sánchez, los descendientes del guerrillero que dio la vida luchando contra los franceses en defensa de su patria, pues tuvo  que recordárselo su subordinado para que no lo llevase detenido a la casa cuartel, tal como hacía con los demás delincuentes.

El siguiente recuerdo que llegó a través de las vías de su memoria fue la ceremonia de desagravio. Su familia tan orgullosa y tan distinta a él presidiendo aquella pantomima, sonriendo y aceptando los parabienes de los otros caciques del pueblo que, como ellos, se comportaban como si su hidalguía viniese de tiempos inmemoriales. ¡Idiotas!. Y por último, el de aquella losa representando la heroica gesta de su antepasado. La escena del  guerrillero, que  nadie sabía cómo era exactamente, con su cabeza cubierta por un pañuelo anudado y luchando a brazo partido contra un ejército de soldados imperiales, esgrimiendo una enorme navaja, copiada, con toda certeza, de aquella vieja serie de bandoleros. Una navaja que en nada se parecía a las toscas extremeñas de fricción sin más bloqueo que el pulgar firmemente apoyado en la base de la hoja y que se blandían filo arriba buscando los hígados del contrario, tal y como quizás la emplearía  el Pastor. Aquello fue lo que más le avergonzó. 

A continuación, de aquel tren, llegaron los más sólidos vagones, los de aquellas tardes en las que su abuelo, al aroma de un café servido en vaso ancho, le contaba la historia, que a su vez le contaron sus abuelos, la de un Sánchez que peleó contra la rapiña de los invasores, pero también contra la miseria que, bajo  el disfraz de los colores patrios,  invadió su casa causando más estragos que las bayonetas napoleónicas.

El miedo y el hambre empujaron al Pastor de carne y hueso a ayudar a los guerrilleros de la zona con información sobre los senderos y lomas desde donde poder emboscar al enemigo. Y en pago a aquel servicio recibía alguna hogaza o un poco de carne salada para tratar de ahuyentar el hambre de su mujer y de los dos hijos que aún le quedaban con vida.  Pero lejos de plantar cara al enemigo cuchillo en mano, haciendo frente a un ejército en solitario, trató de huir al ser descubierto. Y, a poco de ser capturado, fue arrojado a un pozo como castigo a su traición al emperador.

Luego llegó la paz. Y a la vuelta del Deseado, aquel martirio, pues así fue considerado aquel crimen, fue recompensado con la concesión de unas tierras y unas rentas anuales a perpetuidad para los descendientes del Pastor. Y con aquellas prebendas no solo nació la leyenda sino el engaño de una realeza de sangre que, generación tras generación, fue consolidándose hasta llegar a miembros  como la madre de Ramiro, que creían con firmeza que su familia siempre había pertenecido a la clase alta.

Antes de marcharse, Ramiro pasó el dorso de la mano sobre la lápida tratando de quitar algo de polvo, tiró las flores secas del pocillo y cerró los ojos intentando  encaramarse al último vagón de sus recuerdos, el más amargo. En él, el viejo cuyos huesos tenía ante sí, también fue arrojado a un pozo: el de la cárcel, por sus ideas, antes de que él naciera, y el del menosprecio de quienes le dieron la espalda cuando salió de allí, como su propia hija, su madre. Sin embargo, él, a diferencia de su abuelo, y también de aquel desconocido del que ni siquiera quedaban los huesos, no dejaría que lo arrojasen a ningún pozo, al menos sin haber luchado antes. De Madrid había venido y allí debía volver para seguir peleando, sin navajas, sin fusiles, tan solo con un saco de dormir, algunas latas de conserva y unas botellas de agua.

Cuando salió del cementerio, su hermana, después de excusarse  ante sus padres y un matrimonio con el que conversaban, se acercó hasta él.

—Entonces, ¿te marchas? ¿No pasas por casa? —preguntó la muchacha mientras le acariciaba el brazo.

—No —contestó con un susurro y devolviéndole la caricia—Tengo que volver allí antes de esta noche: mañana es quince de mayo. 

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