RELATO 006 - LA DEUDA
LA DEUDA
Don Luis le lanzó a Penty, su setter, una mirada llena de rabia. La misma que años atrás le lanzaba a sus empleados cada vez que se percataba de que habían desaprovechado varios metros de piel o, lo que era lo mismo, varios pares de zapatos. Esta vez, la causa de su cólera habían sido los insistentes ladridos del perro que lo despertaron de su siesta cuando apenas había empezado a soñar. Su enfado no se debía en realidad a que le hubiesen interrumpido su sueño, sino a que, ya fuese su perro, un terremoto o el mismísimo Dios alguien o algo había alterado su tranquilidad, la misma que había anhelado durante sus más de treinta años de empresario. Pues en cuanto al sueño se trataba del recuerdo del día en que, quince años atrás, invitó a cenar a su primo Tomás para enseñarle su nuevo mercedes y en el que este, aprovechando la ocasión, le pidió prestadas cincuenta mil pesetas para una ortodoncia al perder varios dientes. Un préstamo al que se negó rotundamente sin darle ninguna explicación y sin importarle que Tomás le negara el saludo durante varios meses.
Penty, haciendo caso omiso de la regañina de su amo, continúo ladrando mientras miraba a la puerta que daba al camino. Junto a ella un joven de unos veinte o veinticinco años, vestido con un traje de pana que parecía sacado de alguna película española sobre estudiantes de los años cuarenta, sostenía una cartera de imitación de piel con el cierre roto. Don Luis, desde su hamaca, lanzó a tientas un manotazo al perro y trató de levantarse mientras apretaba los dientes por el dolor que le supuso el sobreesfuerzo.
Ya en pie, se ajustó su bañador para disimular la incipiente barriga y se dirigió a la entrada.
—Buenas tardes. ¿Quería algo? —preguntó Don Luis creyendo que se trataba de algún comercial mientras se esforzaba, en vano, por ocultar su mal humor.
—¿Luis Quiles Pastor? —le preguntó el joven—Quería saldar una deuda que tengo con usted desde hace treinta años.
Don Luis, ya de por sí molesto, entornó los ojos y cerró con tanta fuerza sus manos destrozadas por la artrosis que tuvo que contener un nuevo ay.
—Oiga, si se trata de alguna broma o de algún chantaje le advierto que dentro de casa está mi hijo —le dijo al joven temiendo que, lo de los treinta años, fuese en realidad un modo de recordarle que era el fruto de alguno de sus flirteos de juventud.
Pero el recién llegado bajó la cabeza y, moviéndola mientras sonreía, le dio a entender que él no era ningún hijo ilegítimo a la caza y captura del reconocimiento y del dinero de aquel sesentón ex fabricante.
—Bueno, dígame exactamente qué es lo que quiere —dijo Don Luis algo más tranquilo.
—Verá, Don Luis: soy yo el que debo pagarle a usted. Le hago esta aclaración puesto que me da la impresión de que ha entendido lo contrario.
Los diez minutos que el jubilado llevaba de pie frente al desconocido habían avivado los dolores de su cadera y una ligera fatiga que, de vez en cuando, le producía algún pinchazo en el pecho. Y por si fuera poco, aquella intriga, estaba empezando a producirle dolor de cabeza.
— ¿Pero qué es lo que me debe usted a mí? —dijo Don Luis elevando la voz sin molestarse en ocultar su fastidio.
—No se encuentra bien, ¿no es cierto? —le preguntó el misterioso deudor. Don Luis sonrió con desgana y trató de excusarse, pero fue interrumpido de nuevo por el joven— Cuando usted no había cumplido los treinta años abrió su primera fábrica, ¿verdad? En aquella época, a principios de los ochenta, rebosaba felicidad e ilusión. No le importaba quedarse hasta la una o incluso las tres de la madrugada en su despacho mientras supervisaba cada una de las cajas de calzado que exportaba a Estados Unidos. —Don Luis sonrió al recordar aquellos años— Y fue entonces, también, cuando comenzó a notar que sus caderas empezaban a resentirse tras estar horas y más horas de pie vigilando a cada uno de sus empleados, ¿no es así? Incluso uno de sus encargados le propuso elevar su despacho en el centro de la nave con el fin de que esa vigilancia no fuese tan incómoda para usted, pero usted se negó porque aquello supondría un gasto innecesario e inútil, nada comparable a la vigilancia que usted llevaba a cabo recorriendo los trescientos metros cuadrados de la nave a la expectativa de cualquier error, de cualquier par de botas cortado indebidamente. ¿No es así, Don Luis?
El rostro del ex empresario se contrajo en una mueca de vergüenza y de rabia por el hecho de que aquellos hechos hubiesen trascendido hasta el extremo de que hasta un desconocido los conociese con tanto detalle. ¿Quién demonios le habría contado todo aquello?, se preguntaba mientras trataba de recordar nombres de encargados e incluso de gente allegada a empleados.
—Desde luego que aquellas pequeñas molestias no fueron dignas siquiera de ser tenidas en cuenta por usted —continúo el desconocido— y por supuesto que su negocio no se limitó a aquella nave. Diez años después, haciendo caso omiso de quienes le comentaron que había una crisis económica en ciernes, usted adquirió dos naves más y mucho más grandes que la primera. A partir de entonces usted no desarrolló el don de la ubicuidad para poder controlarlo todo personalmente como hacía en la primera nave, pero las horas en las que pasaba usted encerrado en su oficina sí que se multiplicaron. Fue entonces cuando aquellas punzadas en el pecho, las mismas que ha sentido al poco tiempo de empezar a hablar conmigo, empezaron a manifestarse con mayor frecuencia y a, según ha creído hasta ahora, desaparecer cuando se echaba un trago de su botella de chivas, su fiel herramienta escondida en el cajón de su mesa entre albaranes y facturas.
Al oír aquel detalle de la botella de whisky, Don Luis dejó de sentirse incómodo e incluso malhumorado, para sentir un vacío parecido al que se siente cuando se ve un fantasma. Nadie, ni siquiera su secretaria, conocía la existencia de aquella botella.
—Bien, Don Luis. Creo que es el momento de que le explique el objeto de mi visita y de que deje de importunarle con sus propios recuerdos. —abrió su cartera y le tendió una hoja de papel amarillo, idéntica a la que utilizaban los médicos para imprimir sus informes, pero sin ninguna palabra escrita.—¡Ah! Que no hay nada escrito o, mejor dicho, que es usted incapaz de leer nada en ella. Porque el problema, Don Luis, no es que haya venido a tomarle el pelo con una hoja en blanco. No, esa no es la cuestión. El problema es que usted ha sido y es incapaz de ver y de reconocer lo que realmente tiene importancia para usted. Verá —dijo el desconocido quitándole la hoja— aquí dice: Don Luis Quiles Pastor, ex empresario del calzado, de sesenta y seis años de edad, es acreedor por treinta años de vida laboral, miles de horas de sueño perdidas y una vida explotando a sus trabajadores, obligándoles a trabajar el doble de lo pactado por la mitad del sueldo convenido, de la cantidad de… una artrosis degenerativa de cadera y un infarto de miocardio que se hará efectivo el día… que menos lo espere usted y aquel hijo suyo, que aguarda dentro de su chalet a que me marche y a que se muera usted para heredar cuanto ha conseguido. Y con esto creo que estamos en paz. A propósito —dijo el desconocido antes de marcharse mientras sacaba de su cartera otra hoja en blanco y sonreía como lo haría quien disfruta de una venganza meditada durante años— aún tengo que saldar otra deuda con un primo suyo, Tomás, por treinta años descuidando su boca fumando, bebiendo sin tasa y consumiendo LSD, a él le debo una piorrea que degenerará en una destrucción de su sistema circulatorio. Un deterioro incluso más severo que el suyo que, con toda probabilidad, en muy pocos años, lo convertirá en la persona más popular en la planta de oncología del hospital central.
Poco a poco la cruel sonrisa del joven se fue desvaneciendo hasta que su rostro se volvió totalmente inexpresivo.
—Buenas tardes y gracias por su atención —dijo al jubilado mientras se marchaba.
— ¡Y quién narices eres tú! ¿Por qué te dedicas a hacerle esto a la gente? ¿Qué provecho sacas con hacerles daño a los demás recordándole sus miserias? —le gritó don Luis al desconocido que se alejó unos metros dándole la espalda.
Al oír que el anciano comenzó a hiperventilar como lo hacen quienes están próximos a un desvanecimiento, se detuvo y se volvió muy despacio.
— ¿Que quién soy y por qué hago esto, me pregunta? ¿Quiere saberlo? —dijo el desconocido mientras volvía a sonreír con la misma crueldad que antes—Pues bien, hace muchos años, más de los que se pueda imaginar, era un joven que vivía como lo haría cualquier otro. Era estudiante de medicina y me gustaba, como a mis compañeros, divertirme, salir con chicas y, en fin, todo lo que haría cualquier muchacho en cualquier época. Pero un día, al igual que le ha sucedido hoy a usted, un desconocido me reveló un secreto que me hizo mucho daño, tanto como imagino que le habrá causado cuanto le he dicho. Ese individuo, cuya identidad nunca llegué a conocer, me dijo que las molestias que con frecuencia me notaba, y que yo achacaba a una simple gastroenteritis, en realidad, tenían su origen en un problema muy serio. Un problema, que al igual que le ha sucedido a usted, se debía a una dieta desordenada y escasa, la única que nos permitía la postguerra, y también a un consumo excesivo de vino, tal vez el mejor aliado que encontré para aliviar mis penas en aquellos momentos. Y ya ve: sin apenas darme cuenta, en cuestión de unos meses, dejé de ser un estudiante más que frecuentaba los cines de barrio los domingos por la tarde para ver películas que quizá usted haya visto de niño, de muy niño, para convertirme en un desconocido como el que me reveló ese terrible secreto.