Relato 006 - El mar de la soledad

La mujer a la que le gustaría escribir y no puede, se levanta cada día, rumiando su desencanto. Se despoja rápidamente del sueño, no es necesario ni que escuche el desagradable sonido del despertador, porque la mayor parte de los días, ella espera despierta la llegada de la hora. El cuerpo, entrenado, acostumbrado a lo largo de los años, conoce sus horarios mejor que ella misma; aunque no, eso es imposible, porque si de algo entiende ella, conscientemente, es precisamente de eso: de horarios, de cuadrículas, de notas al lado del calendario.

La mujer a la que le gustaría escribir y no puede, siempre sueña lo mismo: tener otra vida, y al igual que le ocurre con la escritura, con otra vida que le gustaría tener y no puede. Pero eso no es tan raro, la mayoría de las mujeres, de los hombres, sueñan con otra vida. En esa otra vida que ella sueña, no se levantaría cansada, ni tendría ojeras, ni tendría que estar despierta temprano cada mañana a la espera de ninguna hora, porque no existirían los horarios, ni las cuadrículas, ni las notas al lado del calendario. En ella, en esa otra vida, no tendría que soportar ese maldito dolor de cabeza que se le instala muchos días en su parietal izquierdo y que en ocasiones, amenaza con hacerle estallar el ojo también de ese mismo lado. En esa otra vida ella sería simplemente ella, y los que la rodearan la admirarían y amarían por eso mismo: por ser ella, sin más añadidos. Pero por encima de todo, sería libre, pero no así: pequeñito, en minúsculas. Sería LIBRE, en grande, en letrero luminoso, como ése puesto en California, que ella no conoce pero tantas veces ha visto en la televisión y alguna que otra revista, donde se lee: HOLLYWOOD. Sonríe cuando piensa esto, y cree que tiene algo de niña, porque este pensamiento, así, tan brillante y reluciente, no deja de resultar infantil, pero a ella le hace feliz, pensar en ese LIBRE inmenso, en ese LIBRE que no tiene, que quizás nunca tenga, pero que por pensar en él que no quede, no vaya a ser… Así que instala ese letrero grande y luminoso en su particular montaña.

Sabe, intuye, y a veces tiene la completa certeza, de que al fin y al cabo su vida no es tan mala, simplemente es una de tantas, como todas ésas con las que se cruza cada día, como todas ésas que la acompañan en el metro, que trabajan a su lado, que le saludan en la escalera. También podría ser mejor, ella podría haberla hecho mejor, seguramente aún estaría a tiempo de hacerla mejor, aunque sólo fuera un poco, un poquito. Porque aún no ha conocido a nadie LIBRE, al menos lo que ella entiende por LIBRE, lo que ella cree que sería ser LIBRE. Pero a pesar de ello, sabe que sí, que es posible, que hay personas que lo son, que viven de esa manera con la que ella sueña. Al igual que uno sabe que Australia existe aunque nunca haya estado allí, al igual que uno sabe que los ácaros llenan nuestra vida, que las bacterias nos acechan. Las cosas, no por ser, digamos invisibles, tiene que no existir. No es necesario ver para creer, no, nada de eso, porque puede ser todo lo contrario, ¿Por qué no? Cree para ver y por ello sabe que sí, que es posible, y aunque no conozca a nadie de su entorno que la viva, sabe que existe esa otra vida y que está ahí, tal vez esperándola, aguardándola en ese tiempo ignoto llamado futuro. De la misma forma que su cabeza está llena de historias, de capítulos, de retazos de conversaciones, de recuerdos reales y recuerdos alterados por el simple paso del tiempo. Su cabeza es literaria, aunque no se haya correspondido con su mano, porque más allá del pensamiento siempre ha existido una barrera que no le ha permitido traspasar a un papel todo ese mundo maravilloso, mágico y desconocido que enmoqueta su cabeza. Porque allí dentro, no son necesarias las tildes, las comas, las “b” o las “v”, o las “h”, allí dentro todo suena bien y la ortografía resulta innecesaria.

Le gustaría escribir y también hablar. Escribir todo lo que sueña, todo lo que le hubiera gustado que hubiera sido realidad y no llegó a serlo. Escribir de lo perdido, de lo hallado, del deseo que un día habitó en ella y en demasiadas ocasiones encuentra ya dormido y aún así no ceja en su empeño de perseguirlo, porque ese temblor es lo único que aún la mantiene unida a la vida, al menos, a lo único auténtico y que aún merece la pena de su vida. Hablar todo lo que se calla, lo que no se atreve a decir, lo que calla por vergüenza, o por esa encorsetada educación en la que la mayoría estamos inmersos. Sacar afuera esas palabras que en su día podía haber dicho y que no pasaron de ser meros fantasmas transitando por su mente. No es políticamente correcto expresar nuestros verdaderos pensamientos, así que por mucho que se presuma de sinceridad, uno siempre estará mintiendo, porque la verdad, lo que es la verdad… poca gente se atreve con ella. Pero si escribiera no hablaría de esas cosas tan tangibles, de esos pequeños sinsabores de palabras que masticamos dentro y que a veces terminan por crearnos acidez en el estómago. Ella a veces ha pesando que se le va a formar hasta una úlcera, de tanto atragantarse con lo no dicho. Su libro, si lo escribiera, sus escritos, si estos existieran en un plano físico, serían como una enredadera verde, llena de ramas formando arabescos, con flores blancas y violetas cuando narrara primaveras, y con ramas momentáneamente yermas, pero a la espera, cuando lo que narrara fueran inviernos. También habría sitio para los océanos, para las aguas azules y profundas, la espuma blanca, la dorada arena. Palabras como mareas regidas por la luna, columpiándose en un infinito vaivén. Y palabras verdes como los ríos, o como el musgo acolchado y húmedo de los caminos umbríos. También serían como una partitura, una canción preciosa, tan linda como ésas que escucha un día tras otro. Y no serían escritos caducos, serían palabras que uno recordara durante mucho, mucho tiempo, perennes a lo largo de toda nuestra existencia. A ella le gusta pensar más allá de las letras, pensar en construir sensaciones, vértigos, miedos, deseos…

La mujer a la que le gustaría escribir y no puede, piensa muchas cosas, pero lo cierto, es que hace muy pocas, auque muchas de ellas ya fueron hechas hace tiempo, en ese recóndito tiempo para ojos extraños llamado pasado. Por eso, se refugia en el mismo muchos de sus días, regresa a paisajes que un día conoció y hoy prácticamente se le presentan velados, regresa a otros brazos y a otras bocas que un día sus labios besaron, y no se da cuenta de que el ayer de cada uno es engañoso, construido a conveniencia, recordado así: “a la carta”. Sabores adulterados por la memoria, hechos trastocados en el recuerdo. El pasado vive dentro de la niebla, dentro de las canciones tristes, dentro de lo que pudo haber sido y nunca llegó a ser más de lo que existió en un momento ya lejano. Y el pasado existe en su cabeza, un pasado de años, tantos que es imposible recorrerlo en un momento, porque éste es escurridizo, como una bola de plateado mercurio que al hacer presión en ella se descompusiera a su vez en varios fragmentos y para volver a formarla, hubiera que ir recuperándolos uno a uno y así, ir uniéndolos. No le gustan los puzzles, y sonríe, porque esto de la bola de mercurio suena mucho a puzzle; sin embargo, le entusiasman los mosaicos de teselas, y cree que las vidas tienen mucho de mosaicos.

Y mientras piensa, va desayunando y desembarazándose lentamente del sopor de la mañana. Afuera, tras los cristales, llueve. Escucha las gotas caer, golpear contra la ventana, y piensa con fastidio que otro día que le toca caminar debajo del paraguas. Entonces cierra un instante, un momento apenas los ojos, y decide que hoy sería estupendo habitar en un faro. Que el sonido en la ventana fuera el viento, o mejor aún, el sonido del mar atrapado dentro de una caracola. Un faro rodeado de olas rompientes contra las paredes rocosas donde éste se alzara. Un faro en una isla. Su Faro, su Isla… Una vida solitaria rodeada de agua salada, pero puestos a completar el sueño, una vida acompañada y el mar como testigo. Se imagina así: él, ella y el mar. O mejor aún: el mar, él y ella. Y cuando ya tiene más de un diálogo y una acción construida, ha salido de casa, se ha metido en el metro como cada mañana, ha caminado un par de kilómetros, ha cerrado el paraguas y ha llegado a su trabajo. Y el faro y el mar se desvanecen, se deshacen envueltos en la insípida realidad de cubos, bayetas y fregonas. En la triste realidad de la falta de él, de un él que la acompañe en cualquier momento, o a cualquier hora. De todos esos él que un día estuvieron y que, por ella o por ellos, hoy se han ido, ya no están, aunque en parte, sigan estando como todo: ahí dentro.

La mujer a la que le gustaría escribir y no puede, cree que podría escribir varios libros dedicados sólo a él. Un libro vivo cuyas hojas fueran la piel donde poder resguardar caricias, donde poder atrapar las docenas de mariposas que poblaron tantos días y sobre todo, tantas noches. Ahí es donde le faltan las palabras, cuando se recrea en los amores, en el amor que un día conoció. Son pocas palabras, contadas casi con los dedos de las manos, pero le producen tanta tristeza que, a veces, aún logran hacerla llorar, por eso sólo piensa en ello cuando está a solas, a salvo de miradas ajenas, cuando cierra la puerta de su casa y entonces puede dejarse llevar de verdad. Y mientras limpia la loza blanca de los baños, y ve su reflejo en el alicatado también blanco de la pared, sueña conque allí dentro, en la superficie pulida y brillante de aquellos azulejos, habita precisamente esa mujer, la que sí sabe escribir maravillosamente, la que también sabe hablar y decir todo lo que piensa, la que es libre, pero LIBRE así, con mayúsculas, la que comparte su vida con él, al menos con todo lo bueno que había en él. Allí, tras los azulejos existe también el faro, y el mar, y las caracolas. Allí dentro esta su isla y todas las palabras.

Pero el día termina, y lo que verdaderamente queda es lo de afuera, lo que se ve, y en un simple parpadeo vuelve a estar en su casa, rodeada de un mar sordo con el que se disfraza la soledad. Entonces se adentra en su cama para navegar una nueva noche, y comprende así, en un flash instantáneo, que esa cama es su isla, que le gustaría escribir pero no puede porque le falta el faro que la guíe, y que un día sintió que era libre y ahora ya no lo es, al igual que un día fueron él, ella y el mar, y ahora todo ha pasado y ha terminado siendo: ella, ella y el mar de la soledad, o peor aún: el mar de la soledad, ella, y ella. Y cuando ya tiene más de un diálogo y una acción construida, se queda profundamente dormida.

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