Relato 005 - Blisi

BLISI

«Es-pa-bi-la», dijo la mujer de rojo, la de la mesa que había frente al escenario. Y mientras deletreaba cada sílaba, propinaba una pequeña bofetada, sin apenas fuerza, a su marido. Repitió  la palabra dos veces más así como las bofetadas. «Pero no, decididamente no: tú no te pareces a Humphrey Bogart como él», añadió mientras fruncía el entrecejo y se llevaba el dedo índice a los labios en un gesto de coqueta concentración. Después, sonrieron los dos intercambiándose una mirada de complicidad. Cuando terminó de aplicarle aquel peculiar castigo, acabó su helado de vainilla y volvió a perfilarse los labios con su barra de Rimmel Primor Carmín. «Es-pa-bi-la»: era el grito de guerra de Blisi, el muñeco del Gran Zelán, un ventrílocuo ojeroso de voz rota y susurrante cuya mirada, entre melancólica y dura, era casi idéntica a la del protagonista de Casablanca .

Ambos, El Gran Zelán y Blisi, eran el principal atractivo de Noches de ensueño, la sala de fiestas más importante de la ciudad. Las reservas para las cenas espectáculo se solicitaban con meses de antelación. En realidad, el número de ventriloquía apenas duraba diez minutos, once en raras ocasiones si El Gran Zelán accedía a obsequiar a los asistentes con algún bis. Además, el menú que servían a los clientes era más bien mediocre: una pobre ensalada de lechuga y tomate aderezada con un poco de vinagre de Módena; unos entrantes a base de queso de barra y mortadela con aceitunas; un plato principal compuesto de solomillo con patatas precocinadas; helado industrial y una sidra achampañada que, envuelta en una servilleta de hilo en el interior de una cubitera, se vendía como auténtico champán. Pero pese a todo ello, incluido los números musicales con bailarinas entradas en carnes y vestidas con plumas de avestruz teñidas de rojo, todos los presentes se daban por satisfechos con aquellos diez minutos en los que Blisi, el eterno niño de chaqueta azul y corbatín rojo, ponía en ridículo a su dueño rematando sus humillaciones con el famoso «Es-pa-bi-la» y cuatro bofetadas, una por cada sílaba.

En cuanto a las escenas, llevaban meses ejecutando prácticamente las mismas con alguna pequeña variación que otra. El Gran Zelán, como siempre, llegaba en silencio hasta su taburete con Blisi en el regazo. Y, después de sorber un poco de whisky, levantaba la mirada para decir entre suspiros «Ah, la primavera…» y recitar de memoria algunos sonetos de Machado. Blisi, a su vez, deslizaba arriba y abajo su mandíbula inferior a través de unas guías toscamente montadas, como casi todos los muñecos de ventriloquía, y giraba velozmente sus ojos de plástico. Pero la gente, pese a que el ventrílocuo no impostaba su voz como la de un niño para dar vida a su criatura, creía entender que la marioneta estaba repitiendo, en voz muy baja, con sorna, cada una de las palabras de su dueño. Entonces, estallaban las carcajadas. Eran la pareja de payasos inmortales: el clown soñador y poético de voz susurrante y desgarrada y el Augusto mordaz, tan cruel como un sayón revestido de inocencia infantil. Luego, el delirio, la histeria se desataba cuando el niño de cartón piedra, con voz chillona y desafinada, repetía entre las  bofetadas que propinaba a su compañero de actuación aquella palabra que el público aguardaba con ansia coreándola antes de arrancarse en aplausos y bravos: ¡Es-pa-bi-la!.

Y aquella noche, como cualquier otra, la rutina de cada sábado estaba a punto de dar comienzo. Eran las diez y media. No había un horario establecido para la actuación estrella, pero todos sabían que, como si se tratase de un ritual que debía ser llevado a cabo de la manera más ortodoxa posible, Blisi debía aparecer. Pero pasaron cinco minutos y nadie traspasó con paso cansado y en silencio, como siempre, la cortina del escenario.  Tan solo un  silencio expectante rubricado con algún suspiro de fastidio hizo acto de presencia en el local.

Diez minutos más tarde un amago de aplauso precedió la entrada del Gran Zelán. Y fue tan solo un principio de ovación el que recibió su entrada porque, a diferencia de otras noches, sobre su regazo no había nada; tan solo llevaba una gran maleta en la mano derecha  que dejó junto al taburete antes de sentarse.

El público, además de echar de menos a Blisi, se percató de una ausencia aún más notoria. El Gran Zelán, el hombre de rostro enjuto y con ojeras, ya no llevaba consigo aquella máscara de pesimismo victimista como cada noche. No. Por primera vez sus labios esbozaban algo parecido a una sonrisa y sus ojos brillaban de un modo muy extraño.  Un gesto que presagiaba que su actitud, no solo ante los golpes de un trozo de cartón piedra con forma de mano diminuta sino ante la vida misma, ya no sería la del estoico que esperaban encontrarse quienes  habían pagado un precio desorbitado por aquella cena espectáculo.

—Buenas noches, señoras y señores. Hoy me gustaría darles a conocer una nueva etapa de mi vida profesional.

La mujer de rojo, la que media hora antes había abofeteado a su marido imitando al muñeco ausente, entornó los ojos en una mirada expectante e hizo un puchero similar al de los niños que no encuentran el juguete deseado el día de Reyes. Había tardado tres meses en conseguir una reserva para aquella cena para perder seiscientos euros viendo un número musical mediocre y degustar un menú de peor calidad que el de cualquier bar de carretera. Un dinero que hubiese considerado bien invertido si al salir de allí hubiese podido contar luego a sus amigas que había visto la actuación que no tendría lugar aquella noche.

El ventrílocuo, tras percatarse de la desaprobación de sus espectadores, guardó silencio durante unos minutos. Después, volvió a sonreír y trató de sorprender a los presentes con un chiste. Confiaba en que sus tablas le permitirían salvar la situación de ese modo y que las risas, primero, y las aclamaciones después le deparasen la noche más memorable de su vida artística.

—Son las seis de la mañana cuando un hombre, después de estar bebiendo con sus amigos y de salir de…

—¡Déjate de chistes y saca a Blisi, imbécil! —gritó un hombre que había en la última mesa alentado, tal vez, por la sidra achampañada. El resto del público, aunque abroncó al principio el insulto del espontáneo con un tímido chist, se unió en un murmullo que hizo callar al artista.

Aquella reacción de enfado le obligó a cerrar los ojos y bajar la cabeza con humildad. El público guardó silencio. Después, la sonrisa desapareció de sus labios y tras tomarse un trago de bourbon algo más largo que los anteriores, volvió a tomar la palabra con el mismo tono melancólico y serio al que la gente estaba acostumbrada. Fue entonces cuando comenzó  a hablar sobre un niño triste y solitario y de los acontecimientos que influyeron no solo en su infancia sino en el resto de su vida. Y de nuevo, aquellos días volvieron a su memoria.

 

***

—¿Le preguntamos al raro si quiere jugar con nosotros? —dijo Benjamín, el líder de la clase. Pedro, su segundo y fiel seguidor, contestó con una carcajada maliciosa y asintiendo con la cabeza.

—¿Quieres jugar con nosotros? —preguntó Benjamín al chiquillo solitario que nunca se relacionaba con el resto de la clase durante el recreo.

—Vale —contestó forzando una sonrisa.

La veintena de niños fue hacia la parte de atrás del patio donde el muro de separación con la casa contigua era más alto. Y allí formaron dos grupos: uno de doce y otro de ocho. El menos numeroso formó una fila india y sus componentes, agachados y unidos entre sí y con el primer niño que tenía las manos apoyadas contra la pared, aguardaron pacientemente.

«Una, dos y …», escuchó el muchacho solitario abrazándose a la cadera del compañero de delante. Pero mientras se preparaba para que tan solo uno de aquellos niños saltase encima de él como si fuese un potro de la sala de gimnasia, una carcajada maliciosa apenas le dio tiempo para prevenirse de lo que iba a suceder de inmediato. Sus cuarenta kilos quedaron sepultados bajo el peso de los doce niños que formaron una montaña de carne sobre su espalda.

Cuando todos se levantaron, solo él quedó tendido en el suelo. La visión de su cuerpo encogido en posición fetal, con los ojos cerrados y respirando agitadamente con un sonido ronco, lejos de conmover o asustar a sus compañeros de juego, fue entendida por ellos como  otra rareza más por su parte. Tras casi treinta segundos de inconsciencia, Benjamín fue el primero en percatarse de que estaba empezando a recuperar el sentido. Sin embargo, fue Pedro, su lacayo, quien, debido al miedo por lo sucedido, trató de que recuperase totalmente la conciencia.

—Blas, Blas —le dijo sacudiéndolo por los hombros— Venga, Blas.

—Quita —dijo Benjamín apartando de un empujón a su colega—¡Eh, Blisi! ¡Blisi! Espabila. Es-pa-bi-la —deletreó dándole de bofetadas— Venga, niñita. Deja de tomarnos el pelo. Es-pa-bi-la —repitió propinándole cuatro bofetadas más mientras reía a carcajadas.

***

Blas Guillén Robles, el Gran Zelán, acabó su relato sin asomo alguno de emoción o de rabia. Que aquellos niños hubiesen quebrado su voz y su vida parecía tan solo una experiencia más,  un hecho  equiparable a cualquier otro acto sin ninguna trascendencia de su día a día, como desayunar o limpiarse la boca que a un trauma. Al menos, esa era la impresión que se esforzó en causar.

Sin embargo, la botella medio vacía que tenía a su izquierda y el temblor de sus manos demostraron todo lo contrario. La sonrisa con la que llegó aquella noche volvió a dibujarse en sus labios, pero esta vez con un matiz oscuro y malicioso. Y tras guardar silencio durante unos segundos al concluir su historia, trató de contar otro chiste.

—Una señora a la que… —esta vez, el estallido de una botella al impactar contra el suelo y el violento arrastrar de una silla fueron los que le interrumpieron.

—¡Blisi! ¡Queremos a Blisi!—dijo la voz que antes le había insultado.

Blas apretó la boca y susurró con rabia un “está bien” entre dientes. Descargó con furia sobre la pequeña mesa la maleta que había traído y la abrió de golpe.

Todo el mundo se puso en pie. Ninguno de los que había allí no solo fue incapaz de pronunciar palabra alguna, sino de emitir el menor sonido. En el interior de la maleta había un pequeño ataúd descubierto, allí se encontraba el muñeco con su chaleco azul, su corbatín rojo y con cuatro pequeños agujeros formando una constelación sobre su pecho. Tan solo una susurrante carcajada fue lo único que se oyó durante aquellos instantes.

—¡Ahí lo tenéis! —dijo el ventrílocuo con un alarido al acabar de reír—Blisi, Benjamín, Pedro, José, Carlos, María o como os llaméis cada uno de vosotros. Cuarenta años riéndoos de mí, de mi debilidad, de mi forma de ser, humillándome a cada instante, haciendo burla de cada gesto de mi cara. Pero ahora, esa marioneta, o lo que es lo mismo, todos los que destrozasteis mi alma y mi voz, yacéis en esa caja, muertos por mí.

Cuando acabó de hablar, la práctica totalidad del público ya había abandonado la sala. Los más rezagados fueron aquellos que haciendo uso de su exquisita educación apartaron las sillas de sus parejas para que estas se levantasen y para ayudarles a colocarse sus abrigos. La mujer de rojo y su marido fueron unos de los últimos en salir. Mientras caminaban despacio y cabizbajos sin cruzar palabra entre ellos, justo en el momento de salir a la calle, un ruido potente y seco proveniente del interior del local sobresaltó a la mujer y la obligó a volver la cabeza.

—¡Bah! No te asustes cariño —dijo su marido—. Debe haber sido algún foco, alguna lámpara que ha estallado. Nada más. 

Consulta la comparativa de eReaders en Español, más completa de internet.

Podría interesarte...

 

 

 

 

 

Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

También en redes sociales :)