Relato 004 - Viviendo a cada nota
Era una serena tarde de otoño, donde un frío aire jugaba sigilosamente con las hojas de los árboles. Mientras en la calle algunos niños jugaban enfundados en gruesos abrigos, Martin estaba haciendo lo que más le gustaba en el mundo; tocar su viejo violín. Aunque él había redescubierto tardíamente su amor hacia ese pequeño instrumento de madera, estaba seguro de no volver a dejarlo jamás.
Siendo el más pequeño de cuatro hermanos, Martín aprendió a callarse y a esconder en un rincón de su corazón todos sus deseos y anhelos. Todo lo que no se hiciera pensando en el bienestar de los demás miembros de la familia, era tachado como un acto de egoísmo puro, digno de una vil criatura malagradecida.
Y eso, en un principio, honestamente no le importó a Martín. Después de todo, él era un niño poseedor de un corazón humilde, sin grandes ambiciones de lujo o grandes riquezas. Él era feliz jugando con sus amigos, y sabiendo que su familia siempre estaría a su lado para apoyarlo, sin importar lo difíciles que fueran los tiempos.
Sin embargo, un buen día, cuando Martín caminaba de regreso a casa, después de un largo día de escuela, una inesperada visión lo dejó sin aliento.
En el viejo quiosco del pueblo, allí, donde las muchachas del pueblo iban cada tarde a encontrase con sus ansiosos enamorados, estaba un hombre interpretando preciosas melodías. A pesar de que mucha gente pasaba a su lado, el caballero jamás perdía la serena expresión que iluminaba su cansado rostro. Parecía como si su propia música lo hiciera entrar en un trance místico, alejándolo de todo el mundanal ruido, hasta dejándolo sumergido en un abismo lleno de la más perfecta serenidad.
La gente continuaba su caminar, sin detenerse siquiera a mirar al misterioso artista, pero Martín se sintió intrigado por el pequeño instrumento al que el hombre lograba sacarle tan bellas melodías.
A primera vista, Martín no logró identificar el nombre del instrumento que portaba el misterioso caballero, pero después de mirarlo un rato, él niño se dio cuenta que ese instrumento era un violín. Él jamás había ido a uno de esos lugares donde las personas adineradas pagan mucho dinero por escuchar bella música, pero él recordaba perfectamente las estrechas curvas del violín que estaba dibujado en el de los instrumentos de cuerda con el que su maestro había decorado una pared desnuda del salón de clases.
Sin embargo, escuchar el sonido tan puro y cristalino que salía de un instrumento tan pequeño, era algo completamente distinto a ver una simple imagen colgando de una pared. Sentir esos sonidos tan mágicos recorriéndole cada milímetro de la piel, era una experiencia casi mágica. Él tenía que averiguar cómo era que ese hombre lograba una comunión tan perfecta con su instrumento.
Tarea fácil, ¿verdad? Sin tener que pensarlo demasiado, cualquier otro niño simplemente se habría acercado al señor del violín, y lo habría bombardeado sin piedad con preguntas tales como: ¿Dónde compró su instrumento?, ¿Cuánto tiempo lleva tocándolo? O, ¿Quién le enseño a tocarlo?
Pero Martín no era igual que los demás niños, y a pesar de sentir una enrome curiosidad, una asfixiante timidez lo hizo seguir observando en silencio al hombre del violín. Sin que ninguno de los dos se atreviese siquiera a pronunciar palabra alguna, sus espíritus, tímidos y retraídos, hicieron una conexión instantánea.
Si lo hubieran dejado, Martín se habría quedado todo el día allí, escuchando cada nota que saliera de ese violín, pero el sol se comenzó a ocultar, indicándole al pequeño niño que ya era hora de regresar a casa. Con toda la tristeza del mundo, el niño tomó su mochila y se dirigió a la vereda junto al río, allí, donde la luz proveniente de un viejo foco, como siempre, le daba la bienvenida a casa.
Mientras mamá le servía un buen plato de estofado caliente, Martín continuaba soñando con un futuro lleno de música. En unos segundos, él se imaginó a sí mismo llenando grandes estadios. Quizás por el momento él no era otra cosa más que un simple niño, soñando con cosas imposibles en un pueblo olvidado de Dios, pero eso no le impedía dejar de soñar con poder interpretar algún día hermosas melodías para llenar los corazones de todos los espíritus atormentados por la fía sombra del olvido.
Al día siguiente, Martin se despertó muy temprano, justo antes de que sus hermanos se levantaran, y mientras papá desayunaba, se le acercó muy despacio, y sin más, le soltó
— ¿Papá, me compras un violín?
— ¡Ah, qué chiquillo tan bromista! — Le respondió papá dando una sonora carcajada— ¿Sabes cuánto cuesta una cosa de esas?
—No... La verdad, no
— Entonces, no me vengas con esas cosas, hijito. ¡Apenas tenemos para comer, y tú pensando en musiquita!
— Perdón, papá…
Después de ese día, Martín no volvió a insistir jamás con el tema del violín. Se limitó a seguir con su rutina cotidiana, sin importar lo aburrida que fuera. Sin embargo, y aunque no se lo dijera a nadie, cada una de sus acciones estaban motivas por un enorme deseo de poderse expresar por medio de la música.
Los años pasaron, y Martín, tras largos años de esfuerzo, finalmente logró poner sus manos en un hermoso violín. Sí, tuvo que sufrir de enormes privaciones, además de tener que soportar los malos tratos de empleadores que sabiendo su origen humilde, buscaban siempre formas crueles de humillarlo. Pero al final, todo había valido la pena. Quizás el violín que logró comprar no era tan nuevo ni tan elegante como el del misterioso hombre del kiosco, pero era igualmente bello.
Con la ayuda de las lecciones del tío de uno de sus compañeros de trabajo, en unos meses Martín logró que de las cuerdas de su violín brotaran dulces sonidos.
Toda la vida Martín se sintió agradecido con el violín por varias razones, pero principalmente por permitirle conocer a Gema.
Era una tibia tarde de sábado, cuando ellos dos se encontraron por primera vez. Él, tocaba su violín en una esquina de una calle del centro de la ciudad, y ella, como presa de un hipnótico hechizo, se detuvo a escucharlo. Ese mismo día los dos intercambiaron números telefónicos, y después, se volvieron inseparables.
Gema resultó ser una compañera ideal para la aventura musical de Martín. A pesar de ser bajita, ella era poseedora de una enorme potencia vocal, capaz de hacer palidecer a los cantantes clásicos.
Entre semana, los dos tenían que vivir a las rígidas reglas de sus respectivos empleos formales, pero apenas llegaba el fin de semana, los dos se liberaban un poco y le hacían espacio en sus vidas a la música. Mientras las manos de Martín le sacaban hermosos sonidos a su violín, Gema lo acompañaba, cantando en perfecta armonía.
Así, los días recorrieron juntos el camino de la vida durante varios años; aprovechando el tiempo libre para inundar con un poco de música los corazones de los transeúntes. Ninguno de los dos sintió necesidad de tener descendencia; ¿Para qué?, si la música los satisfacía más que ninguna otra cosa en el mundo.
Honestamente, durante esos años, Martín pensó que la vida finalmente le había sonreído, dándole un maravilloso premio por todos esos años de sufrimientos y privaciones,
Pero nadie le dijo que esa felicidad sería tan efímera como una pompa de jabón. Él jamás esperó que una terrible enfermedad devorara en poco tiempo los huesos de su amada Gema. En poco menos de dos años, ella, siempre tan vivaracha y alegre, se transformó en un pálido fantasma.
Martín hizo todo lo humanamente posible para salvar la vida de su amada, pero hay enfermedades que no entienden de amor, ni de otros sentimientos humanos.
El día en que ella partió, incluso algunas de las enfermeras del hospital donde pasó sus últimos días, lloraron al enterarse de tremenda noticia. Se había ido una mujer genial, de esas con un espíritu más fuerte que cualquier adversidad.
Con la partida de Gema, Martín se sumió en un oscuro pozo de depresión. Todas esas cosas que un día le trajeron alegría, como su violín, ahora le parecían francamente tontas. Así que, sin dudarlo, arrojó en un oscuro armario su amado instrumento, y junto con él, todos sus sueños de juventud.
Como muchos otros, se resignó por varios años a vivir una existencia simple, sin muchas alegrías ni sensaciones que lo hicieran sentir vivo.
Pero un día, cuando el verano estaba a punto de terminar, una revelación hizo que le diera un vuelco su corazón.
Afuera de la casa de Martín, los niños del vecindario jugaban alegremente, llenando hasta el último rincón de la calle con sus risas. En cualquier otra ocasión, Martín, siendo un hombre de cierta edad y poca paciencia, se habría parado para correr a punta de escobazos a esos chiquillos insolentes. Pero ese día, sin saber muy bien porque, el transparente sonido de la risa de los niños lo hizo sonreír. Sin pensarlo demasiado, tomó su violín, salió de su casa, y se puso a tocar cerca de donde estaban jugando los niños. Al principio ellos lo ignoraron, pero con el paso de los minutos, la mayoría terminó sentándose en el suelo para escucharlo tocar.
Sí, Gema se había ido para siempre, y no había poder alguno capaz de hacerla volver. Pero mientras la música siguiera llenando de alegría a todos los que se acercan a ella, el espíritu de la noble mujer jamás desaparecería de la vida del hombre que más la amó.