Relato 003 - Tenacidad infantil
Adoro el verano. Los días se alargan, las noches se inundan de estrellas y el aire calienta la azalea, infusionando así su perfume y transportando ese dulce aroma hasta mi ventana. Es una de las grandes ventajas de vivir en un piso rodeado de parques y jardines. Otra podría ser el permitirme vigilar a mis nietos con el sencillo gesto de asomarme al balcón. Si estos, alguna vez, bajaran y se dignaran a tomar el fresco.
Este mes de Agosto me ha tocado cuidar de ellos: Daniel, de diez años, y Javier, de doce. Tal y como están las cosas no me he podido negar. Sus padres trabajan todo el día en la tienda y este año no han facturado lo suficiente como para poder contratar a un par de empleados que los sustituyan.
Espero que nadie me malinterprete, siento devoción por esos críos y hago todo lo posible por disfrutar de su compañía. Javier está tan alto y esbelto que no me extrañaría nada que ya tuviera un club de fans esperando su vuelta al colegio. Además, es clavado a su padre. Tiene sus mismos gestos, que a su vez fueron heredados de mí. Y lo mismo podría decir de Daniel, aunque he de admitir que esa naricilla perfecta es la misma con la que me encandiló su difunta abuela. En cambio, él está más rechoncho. Por eso insisto una y otra vez para que bajen al parque a correr un poco, pero no hay manera. Así que aquí están, en mi casa, todo el día dale que te pego a las maquinitas. Yo no entiendo a estos chiquillos, nunca salen a la calle. Cuando no están acariciando la tablet, andan toqueteando el ordenador; y si no aporrean los mandos de la consola se quedan igualmente embobados en el televisor, mirando el canal Disney. ¿Cuándo juegan? ¿En qué momento dejan de bombardear su mente con imágenes y sonido? Y, lo más importante, ¿alguna vez tratan de hacer cosquillas a la imaginación? Aún recuerdo cómo de niños, con una simple caja de cartón, construíamos naves espaciales capaces de transportarnos a Marte; o un castillo encantado donde pasábamos horas improvisando mil y una aventuras.
Por lo menos ayer por la tarde pude captar su atención un rato y conseguí desenchufarlos de ese mundo virtual. Coincidió justo en el momento en que Javier pausaba la consola para ir al lavabo y Daniel levantaba la vista de la tablet, imagino yo que para averiguar por qué ya no se escuchaban gritos y disparos en la tele. Harto de ver tanta apatía, aproveché ese pequeño intervalo de tiempo para ponerme muy serio y dirigirme a ellos. En fin, lo más serio que puede ponerse un abuelo al que se le cae la baba cada vez que sus nietos le hacen un poco de caso. Pero les dije que, para variar, podrían salir un rato al parque que hay debajo de mi casa y jugar con otros niños a fútbol.
Parece ser que a Javier se le despertó la curiosidad, porque, tal como volvía a sentarse en el sofá, me preguntó si yo de pequeño había jugado alguna vez a fútbol. Así que no tuve más remedio que contarles la increíble historia de mi amigo Luisito.
Luisito y yo éramos inseparables. Lo hacíamos todo juntos. Por las mañanas yo iba a su casa, o él venía a la mía, y desayunábamos un vaso de leche que daba igual en qué lugar se calentara porque la fórmula era siempre la misma: dos cucharadas de azúcar y tres de Cola Cao. Luego partíamos juntos hacia el colegio y nos sentábamos en el mismo pupitre, donde no parábamos de tomar apuntes, cuando no era él le relevaba yo, para que ninguna explicación se nos escapara. Durante el recreo salíamos al patio y almorzábamos la mitad de un mismo bocadillo, que el día que no lo hacía su madre lo preparaba la mía. Y al finalizar las clases volvíamos a casa, si no a la suya a la mía, y completábamos los deberes a la par. Todo juntos, siempre juntos. Todos los días juntos menos los Viernes.
Para ser más exactos, los Viernes por la tarde. Esa era la hora y el día señalados, en el calendario de clase, para la educación física.
Si nos llevábamos como uña y carne era por lo bien que nos complementábamos. Luisito siempre hacía lo que le decían los mayores. Sin excepciones. Si su madre le pedía que esperara, él esperaba. Y se tomaba tan en serio la orden que no movía un dedo hasta que no recibía otra. En cambio yo, era como un cervatillo desbocado. No es que no hiciera caso a mi madre, es que, sencillamente, ni la escuchaba. Así que para él suponía una constante aventura permanecer a mi lado; mientras que para mí, su sola presencia significaba una tabla de salvación a la que agarrarme para no estar eternamente castigado. Pero los viernes por la tarde, muy a nuestro pesar, acabábamos siempre separados.
Toda la culpa la tenía Don Anselmo, nuestro profesor de gimnasia. Don Anselmo era un gran aficionado al fútbol. Perdón, voy a repetirlo porque creo que me quedo corto y puede que no captéis bien a qué me refiero. Don Anselmo era un fanático, un enfermo, un hooligan. Uno de esos locos que sólo vive por y para el fútbol. De hecho, cada trimestre convocaba en una reunión a la directiva del colegio, con el único propósito de cambiarle el nombre a la clase de educación física por "clase de fútbol". Sí, creo que ahora ha quedado más claro.
Como iba diciendo, la culpa de nuestro distanciamiento la tenía Don Anselmo, pues siempre aprovechaba esa hora para concertar duelos futbolísticos contra otros colegios. Cada año, a principios de Septiembre, nuestro lunático profesor nos hacía pasar unas pruebas de preselección para escoger a los mejores futbolistas de la clase. Ni que decir tiene que yo las superaba sin problemas, pues, sin ser un virtuoso del balón, siempre lo dejaba maravillado con mi desenfrenado ritmo. Pero todo lo contrario ocurría con Luisito, al que no tardaba ni un minuto en descartar, durante el calentamiento, con tan sólo verlo trotar.
La verdad es que eran partidos desiguales. Mientras que los profesores de otros colegios rotaban en el campo a todos los alumnos de su clase, Don Anselmo sólo hacía jugar a los mejores y al resto ni los convocaba. De esta manera, tarde o temprano acabábamos enfrentándonos contra los alumnos más torpes y nos distanciábamos en el marcador. Era así de sencillo, no había más que esperar. Y precisamente eso era lo que hacía Don Anselmo: sentarse en el banquillo cruzado de brazos y esperar con una leve sonrisa en sus labios. Jamás le escuché darnos indicación alguna ni táctica a seguir. Jamás hasta ese Viernes de principios de Noviembre.
No querría dármelas de vidente, pero yo ya lo vi venir la víspera del jueves. Aunque creo que realmente todo empezó el Martes. Antoñito, el chaval que siempre se sentaba en la última fila, llegó a clase con los ojos hinchados, como de no haber dormido. La catarata de mocos que bajaba por su nariz tampoco era un buen presagio, pero lo que me acabó de convencer fueron los insistentes estornudos que no pararon de sonar, allá a lo lejos, durante todo el día. El miércoles, todos los niños de la fila trasera tenían el mismo aspecto, pero realmente fue el jueves cuando más me alarmé. Aquellos estornudos que días atrás había escuchado en la lejanía, se acercaban de forma amenazante hacia la primera fila, que era donde nos encontrábamos. La oleada del virus era implacable. Y suerte tuvimos que llegara el viernes, porque, durante todo ese día, estuvimos escuchando detrás de la oreja el constante trompeteo de las narices al sonarse. Era como si los microbios manejaran a nuestros compañeros igual que a títeres para anunciar, con sus cornetas de guerra, el inevitable asalto que nos venía encima.
A todo esto, Don Anselmo no tenía ni idea de lo que pasaba puertas adentro del colegio y continuaba feliz, impartiendo clases en el gimnasio. Estoy seguro de que, en su retorcida mente, se deleitaba imaginando otra humillante derrota para sus adversarios. Hasta que nos vio llegar. Bueno, me vio a mí, porque el resto del equipo se había marchado a casa con permiso del Director, que curiosamente también atesoraba el título de enfermero.
Creo que en mi vida he vuelto a ver una cara de pánico como esa. Si a Don Anselmo le hubieran sacado una foto en ese preciso instante y me la enseñaran días más tarde, jamás hubiese reconocido a nuestro profesor en ese rostro desencajado. Parecía que se iba a desmontar. La careta desfigurada que antes había sido Don Anselmo, corrió hacia el interior del colegio para tratar de evitar la catástrofe, pues en su férrea moral no existía mayor deshonra que una rendición. Al llegar al patio, que era el lugar donde iban a parar sus alumnos repudiados, buscó de forma desenfrenada a los que aún quedaban sanos para lograr configurar un equipo de fútbol con el que, al menos, poder comparecer. Y, entre ellos, estaba Luisito.
Así fue como acabamos jugando juntos a fútbol, un Viernes por la tarde en el colegio, por primera y última vez.
Sobre el resultado del partido no hay mucho que contar. La primera parte aguantamos de puro milagro el empate a cero, pero lo extraordinario de esta historia llegó en la segunda mitad.
A Don Anselmo se le veía respirar cada vez con más dificultad. Cada minuto que pasaba sus mofletes más se encendían y su calva, siempre disimulada con una cortina de pelos deliberadamente largos de un costado, iba acumulando un brillo inusual a causa del sudor frío que la empapaba. Aunque jamás llegaba a abandonar su asiento en el banquillo ni su impertérrita postura de brazos cruzados. Pero en cuanto encajamos los tres primeros goles explotó. Se levantó como impulsado por un resorte y empezó a vociferarnos instrucciones sin sentido.
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−¡Venga, venga! ¡Hay que echarle cojones...! −escuché al vuelo, en una ocasión que subía por la banda.
Para ser sinceros, nadie le hacía caso. Estábamos tan ocupados corriendo detrás del balón, que sus palabras quedaban difuminadas entre el griterío eufórico de los seguidores del equipo contrario. Nadie menos Luisito. Que al ver a una persona mayor gritando órdenes y, encima, con la autoridad añadida que le proporcionaba ser su entrenador y profesor a la vez, corrió hacia la banda, aprovechando un córner, para pedir que le repitiera las instrucciones.
Don Anselmo, histérico perdido como estaba, agarró por los hombros a Luisito y lo zarandeó, al tiempo que añadía:
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−¡Pon huevos, chaval! ¡¡Pon huevos!!
Pues el córner no se llegó a lanzar.
Luisito, así como era él, se bajó los pantalones en el punto de penalti, se encorvó hasta quedar en cuclillas y, seguidamente, comenzó a apretar y a apretar, ante la pasmada mirada de todos los presentes. Y volvió a apretar más. Y cerrando los ojos y estrujando los dientes, empujó aún más fuerte. Así, hasta que puso el huevo más blanco y ahuevado jamás visto en un campo de fútbol.
Todos nos quedamos petrificados y, a día de hoy, aún nadie ha podido explicar cómo lo hizo.
Cinco segundos tardó Javier en soltar un despectivo ‹‹¡Bah!››, volver a agarrar el mando de la consola y continuar matando zombis por donde lo había dejado. Yo por mi parte, poco acostumbrado a narrar historias que contaran con la atención de mis nietos, me dirigí a la cocina para servirme un vaso de agua que refrescara mi maltrecha garganta. Pero cuando volví al salón aún pude encontrar a Daniel, con la boca abierta, esperando mi presencia para lanzarme unas dudas que le rondaban por su cabecita.
Me preguntó si ese tal Luisito era el Señor Luís, el vecino de abajo que había fallecido este mismo invierno y al que fuimos a llevarle flores al velatorio, pues le había explicado en su momento que habíamos sido amigos de toda la vida. Y le confirmé que sí, que él era el Luisito de la historia. También quiso saber con qué edad contábamos cuando jugamos ese partido. A lo que respondí que, más o menos, la suya actual.
Daniel me miró con semblante retador, muy parecido al que sesenta años atrás pusiera Luisito al escuchar las directrices de Don Anselmo, y añadió muy serio:
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−Abuelo, ¿sabes qué? Si ese vejestorio pudo poner un huevo, yo también puedo.
Y así estuvo toda la tarde. Apretando y empujando.
Y volviendo a apretar.
Y puede que no os lo creáis, pero ayer, gracias a Daniel, cenamos tortilla. Aún no me lo explico.