Relato 003 - La cerveza de las 10 de la mañana
Era alcohólico pero aún no lo sabía. Un alcohólico altamente funcional, pero alcohólico al fin y al cabo.
Luis se levantaba con el Sol, ya se había jubilado tiempo atrás pero eso no le quitaba de levantarse bien temprano para tomar el primer desayuno: un simple descafeinado soluble en el que mojaba, en triple turno, una magdalena. Después de aquella ingesta, y de manera regular, se anclaba al sillón frente al televisor para recuperar las imágenes grabadas por la noche: «Es que acaban muy tarde las películas, y a mí me entra el sueño pronto», decía a sus contertulios del bar, las pocas veces que por allí se pasaba.
Cuando la película, o programa de turno, acababa, era el momento de sentirse útil; idea que no penetraba en él, ya que después de varias décadas trabajando catorce horas al día, seis días a la semana, cualquier cosa le parecía poco aunque la edad y los achaques de la misma hubieran hecho mella en su, cada vez más, orondo cuerpo. Entonces apagaba la grabación y ponía cualquier canal que emitiera ruido de fondo, fregaba los cacharros de la noche anterior y se ponía a barrer, lentamente y con parsimonia, el suelo de parqué gastado.
Después de aquello, hacía lo que a él le parecía lo más normal del mundo: entraba a la cocina y se preparaba un pequeño montado, con pan del día anterior vistiendo algo de fiambre, y sacaba una lata de cerveza, helada, de la nevera. Volvía al sillón, ya con la forma precisa después del tiento anterior, y se preparaba a ver cualquier otra cosa grabada mientras daba trasiego a la fría cerveza. En aquel momento siempre eran las 10 en punto de la mañana, y con puntualidad británica pegaba el primer sorbo a su bebida predilecta.
La cerveza era de las más baratas que había podido encontrar en el supermercado; el sueldo de jubilado no le daba para lujos y la marca nacional, que había bebido desde niño, costaba dos o tres veces más que la que traían de más allá de los Pirineos, pero se había ido acostumbrando durante los últimos meses: «Es lo que hay», pensaba los lunes por la tarde cuando iba a recoger una nueva remesa de un par de docenas de latas.
Dos horas después, con la nueva sesión de programas grabados recién finalizada, Luis necesitaba volver a sentirse útil, a no ser un mueble más del salón, y se iba a hacer recados o a dar una vuelta corta, saludaba a quien se cruzaba por la calle e incluso charlaba amigablemente con sus antiguos clientes que le decían: «A ver si te vemos por el centro de mayores».
Aquel centro había sido, en parte, su ruina.
Luis había regentado, de manera satisfactoria, un pequeño bar durante años; hasta el momento en que se abrió el, maldito, centro de mayores que tantos clientes le quitó por tener los tercios que él cobraba a dos euros por la mitad de aquel precio.
Cuando le decían que se pasase por aquel centro, él respondía: «Ahora tengo lío, a ver si una tarde...», y se daba la vuelta para ir de nuevo a su casa, donde mientras ayudaba a preparar la comida a su mujer mantenía el acecho sobre otra lata de cerveza recién abierta, la segunda del día, y que terminaba minutos antes de comenzar a preparar la mesa para comer. «Hay que comer de manera decente, no tirado en el sofá con una bandeja. ¿Qué somos, animales?», comentaba con quien le quisiera escuchar.
Para comer no tomaba cerveza, tampoco agua, o refrescos, era de la vieja escuela y se tomaba un vaso de vino, tinto, de un trago justo después de acabar con lo que hubiera en el plato. Por la noche, con la cena, ejecutaba la misma operación con precisión quirúrgica.
Después de comer era tiempo para ablandar el colchón de la cama y tomar una pequeña siesta, hiciera frío o calor, estuviera cansado o no, cuando ya habían dado el boletín del tiempo en la televisión, que estaba encendida el mismo tiempo que él. Se acostaba hasta que empezaran las telenovelas de la tarde, que bien veía porque era lo que quería ver su mujer o bien porque le gustaba, aquello no había quedado nunca claro.
Justo cuando terminaba la primera de las telenovelas, Luis, regido por una fuerza superior o por un automatismo perfectamente engrasado, se levantaba del sofá y se encaminaba a la cocina, pensando por el camino qué embutido había desayunado para no repetir y se preparaba otro montado, esta vez con pan del mismo día. Sacaba entonces de la nevera la tercera, y última según la estricta planificación, cerveza de la jornada. Volvía al sofá y entre el humo del cigarro y el alto volumen de la televisión, tragaba sólido y líquido, esperando con tranquilidad que otro día llegara a su fin.
Un día, Luis tuvo que hacer la visita mensual a su médico de cabecera; para que le tomaran la tensión, le pesaran y le dieran las recetas necesarias.
—Luis, has engordado casi un kilo.
—Pues yo hago lo que he hecho siempre.
—¿Caminas a diario?
—Más o menos.
—Y con las comidas, ¿te controlas?
En ese momento Luis relató, sin saltarse una coma, su habitual rutina de comida y bebida. La doctora se quedó boquiabierta, bloqueada y sin saber qué comentar al respecto con la información del segundo desayuno, el de las 10 de la mañana, y mucho más cuando Luis se dio cuenta de aquello y la dio más datos.
—Si ahora bebo menos que antes, cuando tenía el bar...
Y era cierto, cuando Luis aún tenía el bar, parte de los beneficios se los bebía, y nunca contaba, no quería hacerlo por los resultados que aquella cuenta pudieran arrojar, las cervezas que consumía en un día. Ahora las cosas eran diferentes, tenía que comprar la cerveza para sí mismo, no para el local, y el gasto no se refugiaba entre ingresos o invitaciones. Había empezado a ser consciente, de manera muy tenue, de los litros ingeridos en el pasado y se había decidido a reducir el trabajo de su hígado, el que la médico le había dicho las últimas visitas que era graso.
Aun así, su mujer y sus hijos le aconsejaban que bebiera menos, que se saltase alguna de las dos tomas matutinas; la primera de ellas era la más preocupante, la de las 10 de la mañana, pues el hecho de necesitar comenzar a beber desde hora tan temprana no auguraba un buen método de control para las horas sucesivas.
—A mí me pasa con el chocolate —decía uno de los hijos—. Si empiezo a comerlo con el desayuno voy perdido el resto del día.
Luis no respondía con: «Yo controlo lo que bebo», o frases similares; simplemente hacía oídos sordos al igual que cuando le decían que debía dejar de fumar, por su salud. Cualquier consejo sobre sus hábitos era desestimado con la misma velocidad con la que se bebía los vasos de vino tras la comida o la cena, y finalmente dejaron de aconsejarle qué hacer con su vida.
—Ya eres mayor, tú mismo —le dijo uno de los hijos ya harto de intentarlo.
Y Luis siguió igual hasta que un lunes, después de un fin de semana en el que había tenido visita en casa, fue a echar mano a la cerveza, helada, del primer desayuno.
No había cerveza alguna en la nevera, tampoco en la despensa, y ante la ausencia del líquido dorado con el que acompañar el tentempié, Luis solo pudo vestirse, acicalarse mínimamente, coger algo de suelto y prepararse mentalmente para caminar hasta el supermercado. Se sabía el camino de memoria, y tenía grabada la ruta más eficiente, entre las estanterías atiborradas de alimentos, para minimizar el esfuerzo en su búsqueda del retractilado de veinticuatro latas. Lo visualizó antes de salir del portal, planificando que cuando llegara de vuelta tendría que meter un par de latas al congelador, y que aun así estas no se enfriarían lo suficiente.
Con aquella desgana salió, y caminó los mil quinientos metros que le separaban de su objetivo, lo recogió entre sus manos y pagó en caja, llevándolo de camino a casa como si fuera un paso de Semana Santa.
Por el camino pasó frente a su antiguo negocio, que estaba siendo reformado para albergar cualquier cosa que no le interesaba lo más mínimo, pero comenzó a sentirse pesado, sin fuerzas: «Esto me pasa por no desayunar en condiciones, y luego me lo quieren quitar estos», se dijo pensando en la médico y en todos los que le alertaban de sus supuestos excesos.
—Ya veo por qué no te pasas por el centro de mayores —dijo un antiguo cliente con el que se cruzó—. Si llevas ahí el mantenimiento para unos días, cacho cabrón.
—¿Vais a estar ahora?
—Sí, yo voy ya para allá, me están esperando el cojo y el gordo.
—Voy a dejar esto en casa y ahora me paso —respondió Luis ante la perspectiva de no tener cerveza fría en casa hasta la tarde.
Luis era alcohólico y nunca llegó a saberlo.