Relato 001 - Elvira

ELVIRA

Mamá estaba bien. Al menos, eso era la conclusión a la que llegaron los análisis y las pruebas no invasivas que le realizaron en el hospital. «Su madre es mayor. Tiene ochenta y cinco años y ha sido intervenida tres veces en este hospital en los últimos cuatro años. Pero ahora no hemos detectado ninguna enfermedad ni presenta ningún síntoma que requiera operarla otra vez o siquiera tratarla.», esas fueron las palabras del doctor cuando la llevé hace cuatro semanas al desvanecerse poco después de levantarse de la cama.

Sin embargo, y a pesar de que ni la oía toser o respirar de forma sospechosa en los días que siguieron a aquella consulta, su apatía y, sobre todo, su comportamiento llegaron a preocuparme aún más que los síntomas de un resfriado o cualquier otro problema físico.

Todo empezó una tarde cuando a eso de las cuatro me encontraba en mi cuarto hojeando una vieja edición de Memorias de Adriano. Me llamó a voces, y al entrar alarmado en su habitación, la encontré de pie ante la mecedora y señalando el lado de la cama que daba a la ventana.

Se ha metido ahí, ahí debajo. —me dijo temblando mientras indicaba con el dedo índice de su mano derecha que no paraba de temblar.

¿Que se ha metido el qué? ¿Una rata? —le pregunté asustado, porque esos animales me aterran y en el viejo piso no era raro que de vez en cuando se viera alguna.

La niña. Mírala está ahí; ahora se asomado.

Iba a contestarle con alguna palabrota, pero me contuve. Por otra parte pensé que lo que en realidad le había pasado era que se había quedado dormida y que, durante el sueño, había tenido una especie de pesadilla. Así que sonreí y le pregunté si quería una tila, por si sentía asustada o nerviosa.

Mientras me encontraba en la diminuta cocina rebuscando en el destartalado armarito donde guardaba las infusiones, volví a oírla gritar mi nombre. Tiré al fregadero el cazo que tenía en la mano y entré a la carrera en el dormitorio.

Ahí— me dijo en un tono más de enfado que de miedo.

¿Ahí qué? —contesté rabioso.

¿No los ves? Los… mis… ¡Déjalo! —me dijo con un gesto de desprecio con la mano — Habrán sido… ¡tonterías mías! —añadió con una sonrisa.

Y al verla sonreír y quitarle importancia a aquellas visiones me tranquilicé aún más.

Dos días más tarde, y también por la tarde, volvió a llamarme a gritos mientras repasaba mis apuntes de derecho constitucional. Al entrar en su habitación, y a diferencia de la primera vez, no se mostró nerviosa ni asustada.

¿Qué hace toda esta gente ahí? —me preguntó con una sonrisa de extrañeza.

Fui incapaz de contestarle inmediatamente. La congoja que sentí al oír su pregunta y al intuir lo que estaba sucediendo me impidió articular palabra alguna: Mamá estaba empezando a ver o a sentir su propia muerte. Mis abuelos también habían experimentado la misma sensación. Aunque habían pasado más de treinta años, recordaba como mi abuelo materno me preguntó una tarde de febrero por la niña que, según él, estaba bailando encima de un armario que había frente a su cama, justo detrás de mí. Pero esta vez, esa rara mezcla de rabia e impotencia que nos causa el advenimiento de una fatalidad irremediable, me armó de valor y también de curiosidad.

Y esa gente ¿cómo es? ¿Quiénes son? ¿Cómo van vestidos? —le pregunté a mi madre sonriendo mientras apretaba los dientes lleno de coraje.

No lo sé. No les veo la cara.

Lo que ocurrió en las semanas siguientes fue algo así como una rutina, pero una rutina parecida al día a día de un condenado a muerte o cualquier otro desahuciado. Llegaba a casa a las dos, cuando acababa mi jornada, mi jefe se había hecho cargo de mi situación y me había aprobado la jornada reducida. Comía un poco de carne a la plancha o algún otro precocinado acompañado de una cerveza y luego me metía en mi cuarto a leer o estudiar hasta que la mujer que habíamos contratado venía a cuidar a mamá. Entonces, con la excusa de estirar un rato las piernas, me iba al bar de la esquina donde me tomaba un par de cervezas o unos vinos. La apatía de mamá se había agravado hasta el extremo de que apenas me hablaba, pues la mayor parte del tiempo la pasaba murmurando palabras que apenas comprendía. Prácticamente la única vez que se dirigía a mí era para reclamar mi atención sobre aquellas visitas invisibles que casi todos los días acudían puntualmente a su habitación.

Un día, al volver de una de mis excursiones al bar, del que ya era su mejor cliente, llegué a casa con unas cuantas cervezas de más. Mamá no me había llamado, pero yo entré a su cuarto.

Buenas tardes, mamá. ¡Pero qué descortés soy! Buenas tardes, señoras y señores. —dije mientras reía y señalaba con la mano todo el perímetro de la habitación. —¡Vaya! ¡Pero qué malo soy! Señoras y señores, he dicho, y me olvidado de nuestra niñita.

Mi madre no dijo nada. Su cara se volvió roja y sus ojos se llenaron de lágrimas.

Venga, mamá, no llores. Si vamos a adoptar a nuestra niñita, la que se esconde debajo de la cama nada más verme, ¿eh? —dije con una sonrisa aún más cruel que mi anterior discurso.

Hijo, no te rías de mí. —dijo con voz suplicante.

Entonces, callé. Pero sin que ni yo mismo supiera por qué, pasé de la ironía a la cólera como si la anciana me hubiese contestado con la misma violencia con que yo la trataba.

Sí, madre, sí. La vamos a adoptar. Y para celebrarlo organizaremos una fiesta a la que invitaremos a toda esta gente. En especial a tus amigas, esas que no pasa una sola tarde que no vengan a tomar café aquí, contigo. Porque tus amigas eran… son muy guapas, ¿no?

Los llantos y los hipidos de mi madre fueron el detonante para que diera un portazo en mi cuarto y decidiese tumbarme en la cama hasta la hora de cenar y acostarme.

Cuando me sentí más sosegado, decidí purgar toda la rabia que quedaba en mi cuerpo del modo que más me apetecía. Encendí el ordenador y visité mi perfil. Durante aquella semana mis amistades se habían incrementado en más de cien nuevos contactos. Toda mi frustración se convertía en críticas hacia el gobierno, hacia el sistema, a los empresarios, incluso, en ocasiones, hasta a la propia oposición al gobierno.

Cuando abrí el apartado de solicitudes de amistad, vi que había unas diez o doce. Se trataba de amigos de mis amigos, gente que se había sentido atraída por mis discursos incendiarios y mis comentarios mordaces. Admití a cinco: un familiar, pues tenía el mismo apellido, de un viejo periodista que tenía mi misma forma de pensar; un bar, cuyo premio a su amistad era una participación para el sorteo de una cena; dos primos míos de los que no tenía noticias desde hace mucho tiempo; y una tal Elvira que, a su vez, tenía unos veinte amigos en común conmigo.

Al principio, por la fotografía de su perfil, pensé que la tal Elvira sería una de esas falsas solicitudes de amistad que, en realidad, no eran sino contactos de prostitución cuyo fin no pasaba de una llamada a un número ochocientos y de un incremento en la factura del teléfono de unos cuantos ceros. Pues el fondo rojo sobre el que posaba, así como sus muslos desnudos y sus labios entreabiertos no podían sugerirme otra cosa. Pero su mirada penetrante y aquel rostro algo ancho, moreno y dotado de una belleza que, sin saber por qué, me resultaba extrañamente familiar fueron las razones que más me convencieron para admitirla en mi listado de amistades.

No habían pasado ni cinco minutos desde que la admitiese, cuando apareció un aviso en la parte superior de la pantalla indicándome que había dado un like a uno de mis comentarios. Antes de que fuese a ese comentario, se abrió la pantalla de mensajes privados.

Muy bueno tu comentario. Le has dado caña por un tubo a esa gentuza— escribió.

Es que a estos explotadores, ya sabes: ni agua— contesté. —Por cierto, muchas gracias por tu solicitud de amistad.

De nada. Me gusta como escribes, y por eso te la mandé.

¿Eres de aquí? ¿Vives aquí? —le pregunté.

Sí.

Yo antes trabajaba en la administración, en una concejalía, y ahora en la privada. Cuando convoquen plazas volveré a presentarme. ¿Y tú?

Yo me dedico a la prostitución.

Su respuesta me cogió por sorpresa. Sin embargo, como no quería que pensara que era un hipócrita lleno de prejuicios, decidí demostrarle que su oficio no me causaba rechazo alguno.

Bueno, es una ocupación, un modo de vida.

Por ser amigo mío, te regalo un servicio.

Esta vez, un escalofrío recorrió mis piernas. Su oferta junto a la sensación de excitación que me había producido mi mal comportamiento con mi madre ejercieron sobre mí un influjo que no pude evitar.

¿Tengo que llamar a algún teléfono para ello? —pregunté con la esperanza de que al remitirme a algún número de muchas cifras y que empezase por ocho, la bloquearía y me olvidaría de aquel asunto.

No. Ya te he dicho que soy de aquí. Y vivo en C/ Fray Pedro Gómez, 6. Justo encima del local donde había una tienda de lámparas. En el interfono solo hay tres botones: es el primero empezando por arriba. ¿Quedamos este sábado por la tarde, a eso de las ocho?

Sí.

Necesité varios minutos para recuperarme del bloqueo que aquella cita me produjo. Luego me puse en pie y traté de centrarme en mis quehaceres diarios. En quien pensé primero fue en mi madre, en qué iba a prepararle de cena y después, en la rutina de todas las noches: tomar algún bocado y pasar el rato leyendo u oyendo algo de música antes de acostarme.

¿Quieres que te prepare una tortilla para cenar? —le pregunté a mamá asomándome al cuarto que estaba en penumbra.

Sí. —me contestó sonriendo.

Me dirigía a la cocina cuando volvió a llamarme.

¿Qué quieres? —le pregunté un poco desganado.

Hijo, ten cuidado—me dijo mientras me miraba con los ojos desorbitados, como los de quien acaba de ver un fantasma.

Aquel sábado la mujer que cuidaba a mi madre llegó a casa a las siete de la tarde. Para excusar mi salida y para evitar cualquier pregunta incómoda, les había dicho a mis hermanos que había quedado con unos amigos del trabajo para tomar unas cervezas, y como, además no iban a ir aquella tarde a casa, aún me sentí más aliviado.

Cuando llegué al portal, tuve la sensación de haber visto ya el interfono. Pues era tal la excitación que me producía aquella experiencia, que las palabras de Elvira describiendo un objeto tan simple fueron capaces de engañar a mis sentidos haciéndome creer que había visto lo que en realidad tan solo había leído.

Pulsé el botón y no obtuve respuesta alguna. El silencio que siguió me produjo el mismo escalofrío que sentí en mi habitación cuando ella me propuso aquel encuentro. Volví a tocar dos veces más hasta que, al fin, contestaron.

¿Sí? —preguntó una voz que solo podía corresponder a una mujer de unos sesenta años.

¿Elvira? —dije casi tartamudeando.

¿Cómo? Un momento. Suba.

La mujer que me abrió la puerta era la misma con la que había hablado por el interfono. Tenía unos cincuenta y cinco o sesenta años, era robusta y de gesto serio. Me dijo que no conocía a ninguna Elvira. Sin embargo, cuando insistí en que alguien que se llamaba así me había dado su dirección, y al repetir aquel nombre varias veces, entornó los ojos como queriendo recordar algo. Me dijo que esperase y se dirigió hacia una habitación que había al fondo.

Cuando salió, iba acompañada de una mujer de unos noventa años que era la dueña del piso. Pese a que el alzhéimer había hecho estragos en la anciana, prestó mucha atención cuando mencioné el nombre de quien me había citado, pero todavía más cuando describí su aspecto. Cuando terminé de hablar, sus ojos se llenaron de lágrimas y agarró del brazo a la mujerona, que era quien la cuidaba, para cuchichearle algo al oído a lo que asintió con la cabeza antes de entrar en una habitación que había a su izquierda.

Cinco minutos más tarde volvió a aparecer la cuidadora con una vieja fotografía en blanco y negro en su mano derecha que me ofreció mientras me miraba como si yo hubiese hecho o dicho algo terrible. La fotografía era la de una chica de unos veinticinco años idéntica a la que me había citado. En la parte de abajo había un año impreso junto al nombre del estudio donde se hizo el retrato: mil novecientos cuarenta y siete. Era la hermana de la anciana.

Antes de marcharme, me deshice en disculpas y achaqué aquel malentendido a una broma de mal gusto, de muy mal gusto por parte de alguien capaz de reírse de algo tan sagrado como era el recuerdo de un ser querido. Sin embargo, nada más salir del edificio sentí un escalofrío y la sensación de que alguien me seguía mientras me dirigía a la parada del autobús.

Cuando llegué a casa, mi madre, que ya se había acostado, se despertó y volvió a hablarme de sus visitas misteriosas. Esta vez, lejos de enfadarme, asentí con la cabeza a todos sus disparates. Antes de salir de su habitación, volvió a suplicarme, como el día en el que discutí con ella, y con la misma lucidez y tono serio, que tuviese cuidado.

Después de cenar algo de pan y queso, decidí ver un rato la televisión y no conectar siquiera el ordenador. Me acomodé en la cama y traté de distraerme con una viejo musical en el que Gene Kelly y Frank Sinatra interpretaban a dos marineros.

Una hora después de haber acabado la película, cerca de las dos de la mañana, sonó el timbre del interfono. No solo me sobresalté, sino que temí que mi madre se despertase, pero al comprobar que dormía plácidamente me tranquilicé un poco. Sin embargo, cuando ya pensaba que se trataba de alguna equivocación o una de las tantas gamberradas de los niñatos que frecuentaban la calle y que ya no volvería a oírlo, sonó dos veces más. Volví a echar un vistazo para cerciorarme que mi madre seguía durmiendo, y corrí a contestar.

Pide un deseo—me contestó una voz joven de mujer.

¿Cómo?

Un deseo. Pide un deseo.

Más que desconcertado o irritado me quedé paralizado con el telefonillo en la mano sin pronunciar palabra alguna.

Hecho—contestó la voz.

Antes de colgar el aparato y volver a la cama, me quedé pensando durante cinco minutos en qué podía significar aquella broma. ¿Hecho? ¿El qué? ¿Qué había dado a entender esa desconocida con aquello de “hecho”? No le había contestado, sin embargo… sí que había pensado en lo único que podía pensar desde aquella tarde: en aquella cita.

A la mañana siguiente, un murmullo sordo de cientos de voces se oyó desde la calle. Aún no eran las ocho y aquella algarabía me impidió volver a quedarme durmiendo y levantarme a eso de las diez, como acostumbraba los domingos, y como deseaba hacerlo entonces, porque apenas había podido pegar ojo en toda la noche. Pero en el momento en el que iba a coger unos tapones para aislarme del jaleo de la calle, sonó el interfono. Fueron dos llamadas cortas e insistentes. Me levanté y, suponiendo que mi madre se había despertado también por el timbre, me asomé a su cuarto para tranquilizarla y pedirle que se quedase un rato más en la cama.

No contestes —me dijo con el mismo gesto de preocupación con el que me pidió que llevase cuidado la noche anterior.

Me esforcé por hacerle comprender que aquello no tenía ninguna importancia, que tal vez sería alguna equivocación, y fui a contestar.

Buenos días. Por favor, ¿puede bajar?

¿Sí? —pregunté medio dormido— ¿quién es?

Policía. ¿Puede bajar, por favor?

Sí. Un momento. Voy a vestirme y bajo enseguida.

Me vestí lo más rápido que pude. Y al llegar abajo tuve que sortear un pequeño pero nutrido grupo de curiosos que se arremolinaban entorno a algo que había en suelo, justo a la derecha de mi puerta.

¿Oyó algo raro anoche? —me preguntó uno de los policías.

No. Bueno, en realidad sí. Serían las dos de la mañana cuando una chica me llamó por el interfono y… y me gastó una especie de broma: me dijo que pidiese un deseo.

El policía no me contestó. Me indicó con un gesto de la mano que lo acompañase hasta donde se amontonaba la gente. Apartó a un par de personas y señaló al suelo. Junto a unos listones de madera negruzca y podrida, y de los que colgaban unos jirones de tela de color sepia, se encontraba un cráneo de color amarillo oscuro, casi marrón, del que ya se había desprendido la mandíbula inferior. Mezclados con los restos, vi un par de trozos de lápida donde, en uno de ellos, pude reconocer un año: 1947.

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