NUESTRA RELIQUIA
… “Yo estaba en mi silla frente al ordenador, en mi dormitorio, jugando a... ¡no sé!... creo que era Assassin´s Creed, y, de repente, unos tipos, dos tipos, se abalanzaron sobre mi, por la espalda... se me vinieron encima... me tiraron al suelo, con la silla y todo, me patearon salvajemente, me sacaron de la habitación a rastras, me ataron de pies y manos y me empujaron al suelo; me sentía atenazada, intentaba moverme, gritar, pero no podía articular palabra alguna, mis labios habían quedado petrificados enmarcando y sujetando mi boca, mis dientes...; entonces, como si tomara conciencia, como una chispa que enciende una la llama de un mechero, grité... no sé si me oirían mis vecinos, o en la calle, pero sé que grité: me oí gritar... “¡No puedo más!”, creo que dije, “quiero que me soltéis”, “Nunca, nunca te soltaremos”, dijo uno de los asaltantes, “no, hasta que nos digas qué hiciste con nuestra reliquia, ya sabes, la lengua incorrupta de nuestro líder... sabemos que está en tu poder, ¿dónde está?”, eso me dijo, ¡imagínate!, ¡la lengua incorrupta de nuestro líder!... creo que me eché a temblar.”
“Desde luego... yo me echaría a temblar, Ana.”
“Sí... pues nada, los dos tipos me miraban... iban vestidos de policías... o de guardias de seguridad... no sé, pero intimidaban... además llevaban la cara tapadas, aplastadas por unas medias de mujer, creo... en fin, estremecedores, estremecedora la imagen, ¡imagínate, Laura!”
“Me imagino, Ana... y, ¿en qué acabó?”
“Mira, yo recuerdo que pensaba en Darío, que estaría a punto de volver del trabajo, y se encontraría allí a esa gente, y a mi amarrada... y amordazada, semidesnuda, tirada en el suelo... y esos pensamientos me producían un berrinche... que es que no paraba de gritar... “¡Que no sé de qué me estáis hablando, que me soltéis ya, hijos de puta!”, no sé... ¡cualquier cosa!... quizá alguno de esos gritos, propios, me hizo despertar...”
“¡Vaya pesadilla, Ana!”
“Ni que lo digas, Laura, ni que lo digas... ¡unos locos buscando una lengua incorrupta de un líder suyo que han perdido, y que creen que la tengo en mi poder... por no se qué casualidad...!...¡como un argumento de una película de intriga... o de terror, vamos!”
“Bueno, Ana, ya pasó... ¿cuándo vuelve Darío del trabajo?”
“Pues... ¿qué hora es?... las siete: volverá a las ocho y media o a las nueve de la noche, lo más seguro...”
“Bueno, tengo que colgar, Ana: voy a bajar a la calle a comprar un paquete de tabaco... mañana nos vemos en el curro, ¿vale, guapa?”
“Vale, Laura, mañana nos vemos, guapa...
Ana colgó el aparato, pulsando la tecla roja, se incorporó en su cama y se sentó en el borde de su colchón con la cabeza gacha; luego alzó la vista y observó en derredor su dormitorio, deteniéndose en su equipo, en la pantalla de su ordenador, que parecía emitir una tenue luminosidad. Ana se levantó y se sentó frente al monitor. Entonces, oyó un leve crepitar que provenía de los altavoces de su equipo, y un zumbido lejano. “Qué raro”, pensó, mirando el techo; y volvió su vista a la pantalla… La lata que contenía los rotuladores, los bolígrafos y los lápices rodó sobre su mesa, cayéndole sobre su regazo. “Joder”, gritó Ana. El leve deslizamiento de las cortinas sobre los cristales de la ventana le sobresaltó. Ana miró a su derecha, a su izquierda, a la pantalla… Sobre la moqueta del suelo de su dormitorio sintió el roce preciso de unos pies, acercándose a ella. Giró su cabeza hacia atrás y ¡no vio la pared, no vio su cama!… Volvió a girarse hacia la pantalla de su ordenador y observó que aparecían imágenes que, de súbito, se licuaban ante sus ojos, hasta desaparecer; imágenes, figuras extrañas, que se metamorfoseaban en rostros: el de El Che, el de Jesucristo, el de Mao, el de Steve Jobs…, sin parar de cambiar. La luz de su lamparilla de noche se hizo intermitente durante unos segundos para, después, emitir un fulgor deslumbrante. La puerta, detrás suya, se abrió de par en par, de golpe, y, de fondo, pudo oír el escándalo del agua de los grifos de la casa, como el estruendo de una gran catarata. De pronto escuchó un sonido profundo y grave, como salido de una caverna…;la pantalla le envió un blanquecinoy cegador flash que le hizo cerrar los ojos, y, cuando los abrió, pudo ver, con claridad, como una decrépita lengua salía de aquella ventana de plasma y le lamía el rostro con su podrido filo.
Cuando Darió llegó, a eso de las nueve y media, encontró a su mujer, Ana, delirando, tirada en el suelo del saloncito, dando aullidos: “¡No sé nadaaaaa... no se nada de vuestra lenguaaaaa...!”