Microrrelato 88 - Los gigantes

Guardó el cambio en la cartera, y alisando los pliegues de la falda, bajó del taxi con gesto preocupado.

Además de remozar la fachada primitiva, la última remodelación había modificado la recepción del hospital provincial, de modo que le llevó algunos minutos localizar el mostrador de información al visitante.

— ¿Alonso…? —preguntó, sin poder terminar al quebrársele la voz.

—Sala de radiodiagnóstico 1615 —respondió de inmediato el funcionario, cuyo rostro picado de viruelas parecía ajeno a las mejoras que habían acontecido en el edificio.

Por el tragaluz de la puerta observó cómo su prometido dormía debido a la sedación; cubierto con una sábana que adoptaba las líneas angulosas de su cuerpo, recordaba a una estatua abandonada en los sótanos de un museo. Por un instante, creyó verlo sonreír de nuevo, con el encanto que acompañaba su acostumbrada promesa de rendir el mundo a sus pies.

Y una vez más se negó a aceptar el dictamen de una demencia precoz, confirmado por tres especialistas diferentes semanas atrás.

Al llegar los médicos designados para la prueba, cruzó con ellos un breve saludo y pasaron a la sala. Los brazos monitorizados del equipo de rayos comenzaron a girar sobre el cuerpo de Alonso, haciendo que de improviso despertara.

— ¡Los gigantes!, ¡los gigantes! —gritó fuera de si.

Deslizándose por el gotero, los tranquilizantes iban sosegando un mirar enloquecido, pero no lograron relajar aquella mano crispada —rígida aún al trasladarlo a psiquiatría— que, con la fuerza de los justos, aparentaba empuñar una gran espada.

El silencio sofocante de la sala de espera se quebró al activarse la megafonía:

«Familiares de Alonso Quijano.»

Procuró arreglar su falda antes de pasar a consulta. Cuando la enfermera requirió su nombre, Aldonza dudó por unos segundos.

—Dulcinea —mintió por fin, con los ojos rebosando amor.

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