Microrrelato 87 - Rafia Roja

Azul radiante, el cielo anunciaba una primavera que presentía cercana.

Al salir del supermercado, un viento vespertino, que agitaba las acacias del paseo, disipó la modorra que la siesta solía provocarme. Como cada viernes tras la muerte de Mauricio, llevaba el encargo que Petra, su viuda, anotaba en media cuartilla de letra temblorosa.

Aguardaba en el rellano a que la anciana abriera la puerta, cuando vi a la chica bajar de la azotea. Apoyaba en la cadera —vagamente femenina— un barreño donde entrechocaban algunos ovillos de cuerda de rafia roja con un puñado de pinzas para colgar la ropa, igual que peces entre corales en una pecera sin agua.

—Buenas tardes —saludó, al pasar a mi lado.

Después de colocar la compra, Petra descubrió en la pared una vieja foto enmarcada de Mauricio, uniformado de gala con una gran distinción prendida de la guerrera. De su mano enguantada, una niña larguirucha colgaba como una marioneta.

—Fue el día que lo condecoraron —dijo orgullosa la anciana, señalando la desmesurada insignia—. ¿Te he contado que, en guerra, apresó él solo a seis milicianos?

Precisa como un tiralíneas, su mano recorrió los contornos de aquella imagen hasta posarse sobre la pequeña.

— ¡Hija mía! Si Mauricio, en lugar de despreciarla —lamentó Petra—, la hubiera acogido cuando nos dijo que estaba preñada, quizá hoy seguiría viva.

Me tomó del brazo y tiró para acercar mi oído a sus labios.

— ¿Sabes, hijo?, los vecinos me miran con lastima cuando confieso que suelo verla en las escaleras. Con su falda, y el balde, y aquella cuerda colorada que tensaba para tender la ropa, y que al fin le sirvió de horca.

Quise decirle que yo sí la creía, que también la había visto, pero guardamos silencio los dos lo que quedaba de tarde.

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