Microrrelato 56 - La huida

Había llegado su hora. Eso es lo que Juan pensó mientras miraba de reojo  como caían degollados sus cinco compañeros que, junto a él, defendían el fuerte. Un presentimiento que se convirtió en certeza al sentir  una mano sobre la frente y el roce de una gumía en la garganta.

Pero en el instante en que, con los ojos cerrados y sonriendo aliviado, se dispuso a recibir el abrazo de la muerte, sonó un estampido y una cálida lluvia empapó su rostro.

Al abrir los ojos, la tranquilizadora sonrisa de un compañero de regimiento, con el fusil aún sobre el hombro, le reveló que la sustancia que le había impregnado la cara era la sangre de su potencial verdugo, que brotaba a consecuencia de un certero disparo en la cabeza. «Tranquilo. Pronto estarás en casa», dijo su salvador.

«¡Mi arma! ¡Encuéntrala, coño!», vociferó Juan con desprecio. Y al intentar levantarse, se desplomó sin sentido a causa de las heridas que la metralla le había ocasionado en los muslos al comenzar la contienda.

Cuando recobró la conciencia en el hospital militar, lo primero que vio fue la figura del capitán médico de la compañía que permanecía inmóvil ante la cama con las manos en la espalda. «Desde el principio supe por qué pediste el traslado a este destacamento», le confesó a Juan.

La única reacción que obtuvo por parte del héroe del fuerte de Rabt Sebeta fue una mirada desafiante y fría a la que correspondió con una sonrisa compasiva. «Huías de esto, ¿verdad? —dijo el capitán mostrándole un sobre con el sello de un hospital civil— Pensabas que la Muerte se apiadaría de ti liberándote de una agonía entre goteros e inyecciones de morfina. Yo también lo creí, por eso te dejé marchar a aquella misión».

 

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