51 - El desapacible tránsito del cadaver demediado

1

 

«Hasta donde alcanza mi precoz y abrumadora memoria metempsicótica he sido durante toda mi vida un individuo clamorosamente propenso a morir asesinado. ¿De qué otro modo podría referirme ahora, después de lo sucedido, a mis melancólicos rituales selenitas de apareamiento, tales como el despropósito de sentarme a plena luz del día en las carreras de los parques urbanos con un portátil interferente en las rodillas, hackeando wifis a diestro y siniestro para sustraer a Xtube un abultado paquete de secuencias amateurs que degustaba a dos carrillos frente a mi diletante grupo de merodeadores; o qué decir de mis trasnochadas zancadas atajando el arrabal sin ninguna otra defensa que un reloj “pacemaker” de plástico coreano; o del yo vehemente que se introducía en el laberinto de containers del puerto con una mano en la ingle aquilatando la compañía gratificada de algún rumano bajito con pantalones de tergal que me llevaba a casa en el último metro justo cuando a la cámara de seguridad se le había metido una mota en el ojo? Deduzco que durante todo ese despilfarro de tiempo perecedero nadie llegó a sospechar de cómo se multiplicaba por diez la frecuencia obscena con que traspasaba campos inmensos de minas a la pata coja devorado por las ponzoñas. Si estos defecados e insatisfechos sedentes hubiesen conocido mis calamitosas zozobras de argonauta se habrían pasado el resto de sus vidas amargándome la mía, tachándome de suicida potencial o cualquier otra insensatez por el estilo cuando se trataba, por Dios, de algo menos ridículo, diría incluso que intrínsecamente hermoso. Pero el día más inesperado de todos mi ‘chatarra rodante’ desapareció arrastrada por el torrente de aguas residuales de un puñado de nubes arcanas que jugaron indolentemente a estrangularse a sí mismas…»

 

La Candelaria no era un andén frecuentado precisamente por muchos pasajeros. De hecho, a esas horas, yo era la única persona a quien podía verse aguardar el cercanías envuelto en la gabardina como un gusano de seda. Un blanco fácil, desde luego, para cualquier psicópata que se precie. Llevaba varios meses confinado como trabajador social en aquel maldito barrio, donde malvivían ancianos, grupúsculos de indígenas, y según la prensa ultraconservadora, demasiados «niños transliterados de historias miserables». Fueron precisamente estos pequeños Gavroche, todos ellos hijos de familias trashumantes, los que encontraron mi cadáver, o mejor dicho, lo que había quedado de él, porque un individuo anónimo que supo aprovechar la oportunidad postrera que brindaba en ese preciso instante apareció de la nada, me sujetó por la espalda y me arrojó bajo el tren que mientras frenaba hasta detenerse cercenó acompasadamente mi cuerpo en dos fragmentos desiguales, de unos treinta y pico y cincuenta kilos respectivamente. Otra cantidad imprecisa de tejido adiposo se marchó adherido a las suelas del vagón como un chicle mascado de sabor a asfalto. Mi mitad superior, a pesar de haber muerto arrollado, quedó completamente intacta; no ocurrió lo mismo en cambio desde el abdomen hacia abajo, que se desparramó durante varios metros en un frenesí de virutas humeantes.

En La Candelaria no había ninguna cabina expendedora que tuviese empleados en su interior supervisando el tráfico ferroviario y los posibles avatares del andén. Los raíles se movían por sí solos mediante impromptus electromagnéticos que procedían de la estación central. Un locus solus tentador y expugnable que un manojo de críos hijoputas, que se colaban como hurones por el vallado de seguridad, asaltaban cada tarde para jugar a descalabrar a los pasajeros que se distraían. Aquel día les tocó la suerte de contemplar mi asesinato en directo escondidos detrás de los postes de la catenaria. Los que ya tenían algún esbozo de vello en el pubis lo hicieron suspendidos por las rodillas de los cables de alta tensión sin recibir ningún tipo de descarga, en contra de lo que cualquiera hubiera deseado, porque habían aprendido a reconocer mediante lanzamientos masivos de chatarra contra el tendido las direcciones opuestas de la corriente alterna. Desde aquella altura es probable que lograsen ver con claridad el escondite y el aspecto de mi agresor, aunque cae por su propio peso que no se pueden formular preguntas intentando sobreponerse del fragor de la dicotomía.

Cuando el cercanías desapareció en el túnel que había a unos doscientos metros del apeadero, los Gavroche acudieron en bandada resbalándose sobre la grava para acercarse a mi cadáver. Me acorralaron, literalmente. No dudaron un instante en sujetarme de las manos y arrastrar mi hemisferio norte hasta dejarlo caer en la cuneta, por donde discurría un hilillo de agua aceitosa, botellas de plástico, blísteres de todo tipo de meriendas, colillas y algún que otro preservativo cristalizado. Una zanja estrecha de hormigón que solían inundar construyendo diques con toda esta basura arrojada desde los trenes. Una vez que el agua putrefacta alcanzaba la altura suficiente festejaban naumaquias en miniatura sacrificando impunemente ejércitos desvalidos de ortópteros, coleópteros, hemípteros e himenópteros enfrentados a renacuajos escuálidos con las branquias atravesadas por palos de Chupa-Chups.

Del Geyperman que habían reclutado no obtuvieron gran cosa. Le faltaba la mitad más interesante, la que tenía el pene, cuyo tamaño habrían comparado con los suyos como se habían acostumbrado a hacer desde lejos con los yonquis que dormitaban dentro de las casetas en ruinas de los guardavías y que no tenían, si no era de aquel modo tan estúpido, ninguna otra posibilidad de recordarse a sí mismos que seguían teniendo un sexo entre sus piernas de palillo. El más pequeño de los Gavroche regresó al lugar del crimen con la intención de recuperar el tesoro perdido de mi triste denominador, pero sólo encontró un testículo que trajo sujeto del epidídimo con una bolsa de pipas. –Suelta eso, “pedazo mierda”…–, gritó desgañitándose el único que tenía más de dos dientes en fila para que su legión de secuaces, más cariados que él, le imitasen so pena de hostias. El pobre crío, para compensar el ridículo que había hecho, estampó el fragmento inservible de mi aparato reproductor contra un mojón de granito donde estaban escritas las sigas RN 16 201.

Los guardias de seguridad de la compañía de ferrocarriles conocían bien aquel pequeño ejército de ‘infantería’ porque los pasajeros les habían alertado de su presencia hartos de recibir pedradas que retumbaban en los vagones. Pero las reclamaciones se presentaban en el destino y nunca en el trayecto, donde no había el menor rastro de anabolizados con porra. Los conductores de los convoyes, con el sueldo menguado a consecuencia de las huelgas, se negaban a saber nada de aquel asunto y se limitaban a accionar el botón de abrir y cerrar las puertas. La última posibilidad habría sido recurrir a los revisores, un tanto mejor retribuidos, pero no por ello responsables de lo que venía sucediendo en palabras del sindicado. Su trabajo se reducía exclusivamente a permanecer en los descansillos del vagón sin mirar por la ventana, porque sufrían un brote inoculado de estrabismo que les impedía fijar la vista más allá de las pantallas táctiles de sus datáfonos corporativos.

Mi cadáver dio menos juego del esperado, acabó de pasarela para no mojarse los pies si pasabas de un lado a otro de la cuneta. Permanecí así varias horas, boca abajo, hasta que un grafitero con aspecto de Siouxsie me encontró pisoteado por la legión de airgamboys, que al verle, salieron corriendo y gritando «maricona». El chaval llevaba una mochila a reventar de aerosoles Krylon, algunos guantes usados de nitrilo y varios acid squeeze bottle. Antes de darme la vuelta para ver si era del barrio estampó su firma de un solo trazo en mi espalda con un desgastado Taker negro relleno de ácido. La maraña de letras atravesó fácilmente la gabardina hecha jirones que aún llevaba puesta y herró mi piel como la de un becerro. Se marchó poco después hacia los túneles en busca de alguna superficie que no se pudriera tan fácilmente.

 

2

 

Los guardagujas eran reliquias de la anterior compañía ferroviaria que aparecían de tarde en tarde por las vertientes acotadas de los raíles dando pasos de elefante. Al más veterano, varios días después de mi asesinato en los que no había parado de llover torrencialmente, le tocó empujar mi cuerpo con el tacón de la bota para purgar la balsa de fango y extraer el detritus pestilente en que había empezado a convertirme. Llamó a la central y luego a la policía. Le dijeron que esperase allí, dos, tres y hasta cuatro veces porque estaba prácticamente sordo. Aprovechó para sentarse en el mojón que tenía detrás y sacar la fiambrera con su almuerzo, unas papas hervidas sin sal y caballa prescritas con inclemencia por el médico. Había superado un par de amagos de infarto y se había propuesto sentirse útil al menos hasta que le concediesen la jubilación. Le faltaban sólo seis meses, llegado ese momento dejaría de comer alimentos hervidos, transferiría sus ahorros equitativamente a las cuentas de sus hijos y se tomaría seguidas diez tazas de café bien cargado con el transistor pegado al oído y sentado sobre un cojín antiescaras forrado de borreguito.

La policía llegó pasada media hora y después de interrogarle invitó al guardagujas, primero amablemente y luego dando voces, a que se marchara de una vez, porque allí seguía, masticando sin quitar ojo a la escena, esperando sin que nadie se lo hubiese pedido a que llegase el juez para levantar mi cadáver. Le repitieron por última vez, de mala manera y sujetándole la oreja por el lóbulo –que ya lo llamarían…– Esta vez el anciano se dio por aludido y cerró por fin el tupperware, hizo una bolita de papel Albal y la disparó contra el agente más joven guiñándole un ojo. Tardó todavía un buen rato en ponerse en pie y se despidió educadamente rascándose la papada.

El juez que esperaban resultó ser una jueza. Estaba de guardia y sustituía al cadáver ojeroso que solían enviar en aquellos casos para levantar acta sobre los de su misma especie. La chica era novata. Le olía el aliento a Strepsils de limón. Alguien le había enseñado a que chupase un caramelo para que la inmundicia no contaminara su pituitaria y pudiera realizar sus funciones dando el menor número de arcadas posibles. No habló más de lo estrictamente necesario con los agentes. Les indicó el ángulo preciso desde el que debían disparar las fotografías para el atestado y apuntó en su Moleskine Evernote Smart algunos detalles sobre el escenario y las circunstancias en que habían hallado mi cadáver, o lo que venía quedando de él.

El depósito atendió el aviso de la jueza y envió una Ford Transit que se vio obligada a aparcar a casi un kilómetro del apeadero porque la lluvia había anegado todos los accesos de la barriada que discurrían cerca de las vías. Los operarios transportaron mi cadáver y sus raspaduras en una parihuela cromada, envueltos en el singular papel refulgente que se utiliza para proteger del frío a las víctimas de las catástrofes. Todo un honor para mí. No había disponibles bolsas herméticas con cremallera cuando iniciaron el servicio. Estaban todas ocupadas, porque las prisas por morir en circunstancias hostiles aumentan exponencialmente los días de lluvia.

 

3

 

La morgue era un edificio pequeño, bastante coqueto, situado cerca de las dependencias policiales y a pocos metros del juzgado, con capacidad para albergar una docena de cadáveres. Tenía varias cámaras frigoríficas que estaban descacharradas, las puertas no cerraban del todo y era necesario dar un golpe seco para que las cerraduras hiciesen clic. La noche que me recepcionaron como mercancía no contaminante, es decir, que no era preciso inhibir mis efluvios como sustancia tóxica, me confinaron dentro de una nevera diminuta separada de las demás, diseñada para conservar los despojos menguados de los cadáveres, como era mi caso, o en su defecto el de algún menor entero. Una vez firmados los impresos y entregadas las copias, el forense salió a hacer unos recados.

Llevar a cabo una autopsia podía ocupar media hora o varios días, dependiendo de las prisas del juez por acabar la instrucción, de la trascendencia del caso en los medios o del grado de putrefacción en que llegase el cadáver a la morgue. El motivo último era, por descontado, que el forense de guardia se encontrara en el depósito cuando era procedente. Las huelgas también habían decapitado el anatómico y los servicios mínimos el día de mi asesinato corrían a cargo del doctor Amadeo Briones, o ‘Amadeo Brioche’, como solían llamarle gracias a su habilidad para agotar los turnos de trabajo metido en el veinticuatrohoras que tenía enfrente.

Antes de salir colgó una etiqueta con un código de barras en el dedo gordo de mi mano –el de mi pie formaba parte del pastel de carne recogido del suelo y guardado dentro de una bolsita zip– Cerró las puertas del edificio y se metió el busca encendido en el bolsillo. Se le había antojado comprar un ejemplar del Crucero de la chatarra rodante de Scott Fidzgerald que habían reeditado en rústica. Cuando llegó al drugstore se pidió un cortado y un muffin con pepitas de fresa, se sentó en una silla junto a un velador de plástico con servilletero y leyó las primeras páginas del libro que había comprado a la entrada. Tanto le gustó aquel viaje disparatado que pensó inventar alguna nueva excusa de regreso al depósito para continuar en compañía de Zelda Sayre el resto de la noche y dejar mi autopsia en stanby hasta las diez de la mañana, hora real a la que habría tenido que incorporarse al trabajo de no ser por la bendita guardia sine die.

El resto de la noche pasó desapercibida. No trajeron a ningún otro cadáver que pudiese arrebatarme el protagonismo. El doctor Brioche, a las diez en punto, decidió que era hora de ponerse a trabajar y cerró el libro por la mitad. Un día cualquiera, lo normal hubiese sido tener a su lado un par de auxiliares además del personal administrativo, pero sólo estábamos él y yo. El servicio de recogida de ‘pasajeros’ dependía de la central de emergencias, así que tampoco le distraerían las llamadas de teléfono. De hecho, debería ser él quien emplazara al juez una vez que hubiese terminado el trabajo. Se puso los guantes y la mascarilla y extraño mi bandeja de carne de la nevera.

Como víctima sin excesivos conocimientos de anatomía ni persona a mi lado que fuese explicando los pasos que llevó a cabo el forense, sólo puedo decir que hurgó mi cráneo y el tórax serrando a diestro y siniestro con la mini-Rotaflex cada uno de los huesos que se cruzaban en su camino. El buen doctor trabajaba en serio, y sólo habría la boca para hacer algún comentario en voz alta sobre el libro que estaba leyendo. Joder –decía– los coches de aquella época tenían que ser la hostia… Y seguía serrando. No creo que le ocupase más de una hora volver a colocar los órganos en su sitio, coserme con desgana y levantar a peso mi fragmento superior para meterlo de nuevo en el frigorífico. Se fue hacia el despacho y redactó el informe oficial donde describía a la jueza las causas de mi muerte que ya todos sabemos. Llamó al juzgado y sólo quedaba esperar el tiempo estipulado para que alguien reclamase mi cuerpo. No ocurrió tal cosa en los siguientes nueve meses.

Mi documentación estuvo desde el principio en el bolsillo de la gabardina y su hallazgo supuso un gran ahorro de tiempo a los investigadores. A pesar de todo, la policía había iniciado las pesquisas rutinarias para ultimar con detalles las circunstancias de mi fallecimiento. Se procedió a interrogar a todos los que he mencionado hasta ahora y nadie aportó el menor dato esclarecedor. Tan sólo se le impuso una leve sanción administrativa al grafitero. El resto se fueron de rositas. Causa de mi muerte: suicidio. Todo un despropósito administrativo que reducía los costes del procedimiento a la mínima expresión. Aquí no había recursos infalibles exportados de USA, CSI´s, ni niño muerto.... –a tomar por culo–. Un cadáver más, identificado esta vez pero sin familia reconocida, y que en lugar de ser incinerado la jueza, depositaria de los restos y con delicioso aliento sabor a Strepsils, despachó en la Ford Transit hasta la facultad de medicina para donar a la ciencia lo mejor que había en mí.

 

4

 

El jefe del departamento de histología me estaba esperando en la zona de carga y descarga para echar un primer vistazo a mi cadáver dentro de la furgoneta, por si cabía alguna posibilidad de aprovechar la mercancía en el aula de anatomía de primer curso, donde escaseaba la materia prima, o en caso contrario defenestrarme a los aposentos de medicina forense de los alumnos de grado superior. Mi restos hablaron por sí solos después del tiempo precioso que había malgastado la jueza, ya ducha, reteniéndome en balde.

Me cargaron en la canastilla de un silencioso torito eléctrico más parecido a los cochecitos que recorrían plácidamente los campos de golf que a un vulgar montacargas de hipermercado. Giraron un par de veces y entraron conmigo a una sala enorme con el techo retroiluminado. Al fondo se oían las risitas de dos chicas que por su aspecto policromado no podían ser otra cosa que becarias. Estaban allí porque el profesor las había llamado para que le echasen una mano. El catedrático tenía que volver al despacho en diez minutos y era preciso ‘acondicionar’ mi cadáver lo antes posible para que al día siguiente amaneciese en activo. No era realmente complicado lo que tenían que hacer. Era tan simple como rapar con una maquinilla los restos de cabello de mi cabeza y el abdomen, asegurar las puntadas del forense para que los órganos no se desperdigasen y bajarme entre las dos del cochecito para sumergirme en lo que me parecía una tina rellena de formol, pero que realmente era una plataforma hidráulica de acero inoxidable provista de un dispositivo alemán diseñado especialmente para las vivisecciones. Accionando un dispositivo led se destapaba el recipiente y elevaba al cadáver sobre una rejilla. Algo así como el escurridor para las patatas fritas que se vende con algunos modelos de sartenes antiadherentes.

Las dos becarias hicieron bien su trabajo, era preciso camuflar alguna vez que otra su status de ‘hijas de’ –putas…– , aunque se pusieran perdidas las batitas blancas de tanto arrimarse a mi ‘figura de bulto’. Muertas del aburrimiento, jugaron un buen rato a subirme y bajarme de la piscinita de los cojones, porque les quedaba aún media hora para la siguiente clase, tiempo suficiente para discutir sobre la ropa que llevarían puesta el fin de semana a la fiesta de los caracolitos. –Qué gran coñazo es escuchar a dos pijas disertar sobre el dress code de una reunión potencial de necrófagos etílicos...–No llegaron, por supuesto, a ningún acuerdo sobre indumentaria, pero sí coincidieron casi a la vez en que tenían delante la oportunidad de dar un buen campanazo.

La tradición de la fiesta consistía en que algún alumno veterano acudiese con la cóclea fresca extirpada de un cadaverdonado que se añadía a las de los años anteriores mediante un cordel atado por los extremos que hacían circular de cuello en cuello por todos y cada uno de los novatos. Al parecer, comentaron las becarias, era toda una proeza extraer el huesecillo en forma de caracol sin que se fracturasen las anillas milimétricas por donde se trenzaba el cordel de marras. Pero, ¡ay!, a ellas dos sin sospecharlo les había tocado tenerme a mí delante, tan hecho trizas y pidiendo a gritos que desvalijaran mi oído interno. Más fácil aún lo tenían porque el forense les había dejado las puertas de mi cráneo abiertas de par en par. Bastaba volver a coser y fin. En ningún momento se mostraron inquietas por lo que iban a hacer porque era vox populi que si los profesores advertían que faltaba una pieza del tetris durante la necropsia, voltearían el cadáver del otro lado, recavarían en el oído de enfrente y se daría por hecho que ya se había celebrado ese trimestre la fantástica fantástica fiesta.

 

5

 

Un estudiante de ingeniería puede construir su prototipo ante el profesor, deconstruirlo y volverlo a montar las veces que sean necesarias, pero un mecano orgánico no casa bien más allá de las manos de Mary Shelley y se convierte en un fastidio tener tarascadas de músculo de acá para allá.

Mi maxilar inferior reposaba sobre una bandeja profunda con aspecto de flanera. Ese era yo después de dos meses sobre la mesa escurridor. Cada par de clases suponía perder de vista para siempre alguno de mis órganos carentes ya del menor poder ilustrativo después del menudeo. Se le entregaban al bedel metidos dentro de recipientes biodegradables amarillo limón, después este señor los llevaba a toda velocidad a través de pasillos interiores hasta el sótano, donde me estaban esperando impacientes las incineradoras. Un recorrido infranqueable para los alumnos y un ‘camino inescrutable’ para mi quijada que desapareció de forma misteriosa en lo que debería haber sido mi último viaje.

Don Esteban Balaguer era una masa alopécica de margarina untada sobre una estructura ósea parecida a la de un austrolopitheco, bedel en turno fijo de mañana en la facultad y sacristán a turno perpetuo en la parroquia de Los Milagros. Un hombre fiel a la doctrina de la iglesia, al sudoku, a las obras de beneficencia y a la restauración de muebles devorados por la carcoma. Cada cinco de la mañana levantaba al párroco de noventa y un años de la cama, le empujaba hacia dentro suavemente la hernia inguinal, le ponía el pañal de día, le daba las pastillas del parkinson con una manzanilla templada, le sentaba en la trona de la sacristía, abría las puertas de la iglesia y se marchaba al trabajo.

Huelga decir que los fieles también estaban en huelga. Las ancianas que se dormían postradas en el primer banco de la parroquia morían una a una sin ser sustituidas por otras más frescas y los asientos de madera se cubrían de ‘polvo eres’ a tal velocidad que el señor Balaguer se aburría cada día más sin nadie con quien cuchichear durante la liturgias; y para colmo, los exvotos a las reliquia de San Diomedes, médico y mártir, habían disminuido escandalosamente desde que la tromba de agua inundara el camarín y desbaratase la mandíbula del bienaventurado que tantos milagros había concedido devueltos por los fieles en forma de dentadura postiza, pierna ortopédica, traje de novia, L de tráfico, e infinidad de objetos disparatados que cada semana el sacristán guardaba –tiraba a la basura– para dejar espacio a los nuevos prodigios del santo. La diócesis no había hecho público los estragos causados por la lluvia en la reliquia y, mediante una estampita en letra bastardilla colocada en el hueco del camarín, prometía a los fieles que en cuanto terminasen las labores de restauración los restos de San Diomedes serían expuestos nuevamente para el regocijo psicotrópico de sus devotos donantes de órganos de silicona.

Poco más que contar, mi mandíbula sustituyó a la del santo camuflada bajo una capa de betún de Judea. Y aquí sigo, pues, expuesto en mi cajita de alabastro, a expensas de un infierno que habrá de demorarse.

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Obra colectiva del equipo de coordinación ZonaeReader

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